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persona mayor en silla de ruedas, manifestando en la plaza de mayo con la bandera de los próceres argentinos de fondo




EN PRIMERA PERSONA (Por Noé Jitrik) / “Sería largo recuperar lo que Horacio significó para la cultura nacional”, escribe Noé Jitrik y, con la certeza de que no son necesarias las precisiones sobre lo que representó en cada uno de los aspectos que lo definieron como protagonista en los años de encontronazos en el combate político e ideológico, se detiene en ese aspecto otro, más secreto, que es el de la persona, para preguntarse quién era, dramáticamente hablando, nuestro querido Horacio. Un acercamiento...
EN PRIMERA PERSONA / “Sería largo recuperar lo que Horacio significó para la cultura nacional”, escribe Noé Jitrik y, con la certeza de que no son necesarias las precisiones sobre lo que representó en cada uno de los aspectos que lo definieron como protagonista en los años de encontronazos en el combate político e ideológico, se detiene en ese aspecto otro, más secreto, que es el de la persona, para preguntarse quién era, dramáticamente hablando, nuestro querido Horacio. Un acercamiento a ese interrogante siempre fugitivo, tanto más cuanto se refiere a un ser que se escapa y regresa en una suerte de ritmo entrañable, de la mano de un amigo que sigue esperando una llamada, el proyecto y la delicadeza de su pensamiento.

Por Noé Jitrik
Escritor, periodista, de actuación variada en editoriales (libros) y en la vida cultural argentina. Su último libro publicado es Un círculo (novela).

Noé Jitrik falleció el 6 de octubre de 2022, poco antes del cierre de esta edición. Apenas un par de meses antes aceptaba y agradecía colaborar en este número dedicado a su amigo del alma, Horacio González, y nos enviaba esta nota tan cálida y amorosa como su persona. Podríamos decir mucho sobre quién fue y sobre lo que nos dejó, pero decidimos mantener no solo la nota sino también los datos referidos a su autor tal como él, con la humildad de los grandes, entonces lo decidió. Gracias y hasta siempre, enorme Noé. 

Fotos: Sebastián Miquel

Durante el curso de la enfermedad que lo llevó a la muerte yo hablaba con Horacio diariamente; lo llamaba y, con voz lánguida, de un cansancio irreprimible, me seguía en la conversación, mis llamadas lo hacían salir por un rato del sopor hospitalario, yo, crédulo, negador, pretendía no solo que iba a mejorar y salir sino que seguían vigentes los temas que nos habían ligado muy estrechamente en los últimos tiempos. Ambos negábamos, de mi parte había una deliberación, su vulnerabilidad no me era desconocida, él, creo, negaba por delicadeza pero seguramente sabía que no resistiría los embates del mal. ¿Habría que, sartrianamente, negarse a la negación? 

Lo hablábamos con Facundo Giuliano: los tres nos habíamos propuesto hacer algo con el presente, propósito quimérico pero que nos permitía reunirnos en El caburé o en casa para ordenar nuestras disconformidades que, desde finales del 2019, se nos presentaban como un reverente temor a la frustración. Horacio, lúcido, pesimista, la cultura desgranándose a ojos vistas, el avance de la simplificación y la vulgaridad, de eso nos teníamos que ocupar y ya lo habíamos hecho cuando armamos un conjunto de lecturas de la realidad que formaron parte de un número de la revista de la Biblioteca, que ahí está, como testimonio de un afecto y de un interés común y colectivo, las buenas plumas argentinas se encontraron en esas páginas que, precisamente, Horacio había revitalizado cuando había sido director. 

De paso, al calor de las evocaciones, cuando tomó decisiones que las almas buenas del reaccionarismo las habían creído eternas: sacar de la memoria al nefasto Martínez Zuviría, instalar una estatua de Borges en el jardín, ante el pánico de la corte de celebradores vacíos de Borges que no deben entender ni dos palabras de lo que significaba Borges, sostener y participar en Carta Abierta, inventariar el caudal, recuperar la obra de Paul Groussac, sacar del sepulcro grabaciones y documentos que hizo reeditar y hacer de sus salas cálidos recintos de estudiosos y estudiantes.

Sería largo recuperar lo que Horacio significó para la cultura nacional pero quiero referirme a lo que significó para mí; quizás, más que eso y ante todo, sea más propio considerar los planos o los aspectos que lo definieron como protagonista en los años en que se procesaban tantos encontronazos en el combate político e ideológico. Quienes lo evocan recuerdan, por ejemplo, lo que hizo en y por la Biblioteca; otros fueron marcados por sus enseñanzas y su docencia; hay quienes bebieron en sus libros una sabiduría analítica fuera de lo común, es notoria y notable su fecundidad y la riqueza de su prosa, no es preciso dar precisiones sobre lo que significó en cada uno de esos aspectos pero hay uno, más secreto, en el que quisiera detenerme, el de la persona, que encierra siempre un “quién era” esencial e inquietante, pregunta o concepto fugitivo para cualquiera, difícil de responder –porque no dice nada sobre “quién es” un título o incluso una proeza– y más para una persona compleja, llena de vibraciones y de atisbos, un ser de silencio y de modulaciones, escapándose y regresando en una suerte de ritmo entrañable, como si un encuentro con él llevara a una zona de aquiescencias y posibilidades. 

¿Nos acercan esas impresiones a una respuesta? ¿No es esa pregunta una puerta cerrada como cuando alguien se presenta como sociólogo o “pensador” o profesor o ex algún cargo, a lo sumo profesiones que no llegan ni siquiera a narración? 

¿Quién, entonces, era, dramáticamente hablando, Horacio González, nuestro querido Horacio? En todo caso, lo podíamos ver, un ser tímido, contenido y, como señalé antes, vulnerable, sensible probablemente, a las personas, a la literatura, a la poesía, pero ni siquiera eso basta, siempre hay algo más por descubrir, eso, que yo no llegaba a captar, después de cada encuentro me dejaba pensativo, sin tener una impresión entusiasta, aunque convincente, en el intercambio que fluidamente se producía. Supongo que proponer esta perspectiva de comprensión también sea insuficiente o solo algo semejante a un hueco en la aceptación que se busca en todo acercamiento amistoso. Por contraste, ¿no se lanza en el duro momento de una separación un “no te conozco” que es como una puñalada en el vientre de una convicción? 

pirámide de mayo semi tapada por un escenario tubular que está montando un grupo de trabajadores. De fondo, la casa rosada

Me suele pasar, todo parece sintonizar pero algo queda flotando: me pasaba con Horacio, tal vez porque en nuestros encuentros yo trataba de capturar el fondo filosófico que alimentaba su pensamiento; por ahí me parecía percibir un fantasmagórico Sartre, por ahí, en ciertas disputas, un problemático Martínez Estrada, o un decidido Carlos Astrada y a sus espaldas un remoto Heidegger, pero su “modo” de discurso transformaba ese fondo, si es que realmente existía, hasta hacerlo desaparecer, no se escuchaban los ecos de esos igualmente arrolladores discursos, como lo era el suyo cuando empezaba a hablar y no puedo dejar de referirme a eso; era cuestión de seguir cuando hablaba los conceptos, cada uno daba lugar a otro, una coordinación permanente y rigurosa que producía una impresión de algo difuso aunque consistente: no paraba en su elocución, quienes lo escuchaban podían sentir que necesitaban la pausa porque desbordaba sin repetirse, brotaban las ideas nuevas y los reparos a esas mismas ideas, cómo seguirlo y cómo abandonarlo, eran los grandes ríos en los que la atención navegaba como un barquichuelo. ¿Sería ese flujo la persona que se trataba de comprender? 

plato roto

Llegué tarde a conocer a Horacio; supongo que estábamos en circuitos diferentes, de a ratos inamistosos y no recuerdo cómo se franqueó esa distancia, en todo caso mucho después del cese de la dictadura. Tanteos primeros, conversaciones luego hasta crearse un vínculo en cuyo trazado muchos puntos en común permitían un lenguaje como para escuchar, en el mejor sentido de la palabra. Pero no lo leí en ese momento sino mucho después, fue Restos pampeanos que leí con pasión. Lo mismo cuando también me acerqué a su historia de la biblioteca; comprendí, creo, la dimensión de su saber de este lugar y de su tiempo, en suma la historia del piso por el que nos deslizamos, casi siempre con el paso equivocado: desfile de hechos y figuras, mirada serena y critica o, más bien, de crítica serena, resurrección, en su pluma, de figuras ancilares pero sepultadas, una concepción de la historia suelta, sin el aparato de los historiadores tradicionales, un ajustado pensar la historia en un relato de un orden superior.

Después de leerlo le escribí, una lectura verdadera comporta una emoción, el pensar no es calcular sino dar vuelta lo que no quiere ser pensado, es soltar el cuerpo y la lengua, dejar correr. Todo eso son esos dos libros, no sé los demás, fuerza y decisión, en eso reside la respuesta a aquella pregunta sin respuesta posible.

¿Qué aprendió Horacio de este tiempo en el que vivimos y cavilamos? Seguramente beber en el pasado donde está la fuente: sus trabajos la buscan, está en el páramo y en las escrituras, en las acciones y las frustraciones, en esa masa de la promesa y el desencanto que es como un fango que intenta tragarnos pero, si es como decía Engels de ese ser que se saca del fango tirando para arriba desde el cuello de la chaqueta, finalmente no nos traga y el cuello salvador de la chaqueta es la luz que irradian los seres como Horacio que estaban destinados a ser luz.

Estoy malamente contribuyendo a uno de los homenajes que desde su muerte se le están haciendo. Secretamente, lo que está por detrás es que se quiere que no desaparezca: “Vivir se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte” reza la sabiduría popular española, pero yo, de todos modos, acepto sin ganas: tengo la impresión de que admito que murió y lo quiero vivo, sigo esperando esa llamada que se deshacía en reconocimientos y voluntad de diálogo. Sigo esperando el proyecto y la delicadeza del pensamiento, y lo demás, el silencio, no me significa, así como no me significa el silencio de otros amigos del alma que ya no me están llamando para seguir la incesante, infinita conversación que adornaba mis días.




 

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