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Sobre la polis y sus insatisfacciones

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mujer baila en la calle al frente de una murga durante una maifestación social




MANIFIESTO (Alejandro Kaufman) / La transfiguración de la política en mercancía no es un problema de la política como tal, sino de que el conjunto masivo de la vida material ha sido colonizado por las matrices del capital. Si la insatisfacción es el motor de la vida material capitalista, la política es su chivo expiatorio, dado que quienes en efecto gobiernan, los dueños del capital, empujan la política y la estatalidad al candelero, que es también patíbulo, pudiendo así sustraerse a toda responsabilidad. La mercancía no se hace responsable de nada y la política es culpada de casi todo, siendo su esfera de acción sofocada por los poderes materiales efectivos del capital. En ese contexto, la irrisión, la difamación...
MANIFIESTO / La transfiguración de la política en mercancía no es un problema de la política como tal, sino de que el conjunto masivo de la vida material ha sido colonizado por las matrices del capital. Si la insatisfacción es el motor de la vida material capitalista, la política es su chivo expiatorio, dado que quienes en efecto gobiernan, los dueños del capital, empujan la política y la estatalidad al candelero, que es también patíbulo, pudiendo así sustraerse a toda responsabilidad. La mercancía no se hace responsable de nada y la política es culpada de casi todo, siendo su esfera de acción sofocada por los poderes materiales efectivos del capital. En ese contexto, la irrisión, la difamación y los discursos de odio no hacen más que dar el golpe de gracia. Y allí, afirma Alejandro Kaufman, anhelar la emancipación implica indagar cómo liberarnos de la dictadura monetaria de la mercancía, restituir la participación en un sentido al menos conceptualmente radical y depurar el glosario funesto que nos han impuesto, y que obtura toda advertencia y percepción.

Por Alejandro Kaufman
Docente.

Fotos: Sebastián Miquel

Una versión previa del presente texto fue publicada en https://realidadenaumento.com.ar/, 22/6/2023.

I. La insatisfacción es inherente a nuestra condición existencial. Alguna vez se la designó como malestar en la cultura. Gobernar la insatisfacción es en esencia conducir lo que con ella se haga: administrar, complacer, consumar, privar, incentivar, atenuar, ocultar, distribuir, privatizar, reprimir. Invertir su sentido bajo la forma de la felicidad permanente y obligatoria es el combustible que alimenta el móvil perpetuo llamado capitalismo. La insatisfacción es un rechazo del presente encastrado en una temporalidad que mira hacia adelante. Hay futuro, que ya llegó en los países que decimos admirar y que de ellos emana. El futuro es lo que ellos hacen y poseen, así como lo que harán y poseerán. Es lo que les ocasiona la supuesta satisfacción general de la que se nos priva; siempre atrás de esos países. Formamos parte de ellos en el pasado, nos dicen, un pasado extraviado que recuperar. El presente de esos países es nuestro futuro al que aspirar. Y en ello no hay un error propio de la periferia, sino la cifra de la dependencia y la subalternidad. Se nos suele decir que viene a ser el “mundo”. El mundo en el que no querríamos estar los réprobos y donde se nos va la juventud por la canaleta de Ezeiza hacia el futuro. El litio en este territorio, nos dice una uniformada con mayúsculo rango militar, es nuestro problema de seguridad nacional (suyo). Somos quienes tenemos el mayor poder de fuego que ustedes no tienen, lo vuestro es entonces nuestro. Porque tenemos ese poder somos amenazados y para mantenerlo necesitamos los recursos, y nuestro poder es militar industrial, sigue diciéndonos la generala. Recursos indispensables, necesarios, situados en territorios remotos, nos conciernen como si fueran nuestros porque es a nosotros a quienes se amenaza y somos quienes podemos responder a las amenazas. No queda nada más que decir. El discurso de la mafia no es verdadero ni falso, solo puede ser obedecido o desobedecido. Su necesidad es la mera supervivencia, aunque se presente como satisfacción de nuestros deseos, y nuestra privación como satisfacción suya. En el capitalismo la insatisfacción no es una anomalía sino la regla. A la palabra satisfacer le conciernen dos significaciones divergentes vinculadas con la necesidad y el deseo, cuya resolución realmente existente es a través del consumo. El consumo satisface necesidades o deseos, a la vez que porta un reproche moral hacia su carácter destructivo, en tanto que consumir significa destruir. Los deseos no siguen reglas universales, y pueden ser arbitrarios o irrealizables. No se dirimen como tales por norma alguna. Pueden o no ser reales. Pueden o no consumarse. Podemos vivir estragados por ellos, o felices, o en estado de desgracia. Podemos desear nuestra propia extinción o la inmortalidad. Los deseos, el deseo, son ilimitados y se les opone siempre la insatisfacción. Como tal, el deseo no remite a la política, sino a otras experiencias, como pueden ser las del arte o la aventura, el amor o la poesía, la guerra o el ajedrez. El deseo es contingente, variable, esquivo, en última instancia implacable, ausencia y vacío. La necesidad, en cambio, es, según sus denotaciones establecidas, “carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida” y, por lo tanto, “aquello a lo que es imposible sustraerse, faltar o resistir”. La necesidad es susceptible de satisfacción porque es limitada. Solo podemos beber, comer, respirar o dormir de manera conmensurable, y lo así consumible en principio no es acumulable en el sentido en que su medida es la de la corporeidad. Podemos acumular lo que necesitemos en el futuro, pero no lo podríamos consumir de una sola vez. El cuerpo es la medida de la necesidad. De ahí el “hurto famélico”, una acción limitada por el tamaño de la ingestión humana, el tamaño del estómago. En el derecho romano se admitía el hurto famélico porque se decía que la necesidad no tiene ley (humana). Esa ley no es humana sino de los dioses, o de la naturaleza, pero la hemos derogado. No nos sirve imaginar ninguna de esas acciones, solo realizarlas materialmente. Es por lo que otras condiciones que han sido legisladas como necesarias no lo son en ese sentido porque pueden ser imaginadas, aun sin ser consumadas. Hasta hace poco, entonces, las necesidades eran susceptibles de formularse de maneras objetivas, materiales, sujetas a leyes del universo y de la naturaleza. Comer, respirar, dormir… También género, sexo y reproducción se equiparaban con aquellas, hasta que, no sin una lectura retroactiva de la historia cultural y sin perjuicio de la restauración conservadora que hoy nos abruma, se separaron de la necesidad entendida como naturaleza. Es decir, naturaleza: condición relativa a las “causas” que obran “infaliblemente en cierto sentido”. No hay determinaciones infalibles en ese orden y, retroactivamente, no las hubo nunca, sino que fueron condiciones sociohistóricas las que así dictaminaron sus normas, ahora caídas. Género, sexo y reproducción son paradigmáticos como necesidades devenidas en derechos. Transitamos de modo privilegiado las épocas en que esta transformación escaló a una dimensión masiva que nunca había alcanzado antes, aunque fuera deseada o pensada como tal. Por otra parte, nunca lo relativo a este campo formó parte central de las caracterizaciones sociales en términos de pobreza o satisfacción, ni antes ni ahora, aunque los rozara de diversas formas, muchas veces de manera identitaria.

II. Pobreza contra satisfacción han mantenido durante milenios una relación estrecha con la conservación de la vida: respirar, comer, dormir. Mentamos esas tres palabras, que pueden ser objeto de diversas variaciones –no es el propósito aquí la exhaustividad al respecto–. De lo que sí se trata es de observar de qué modo aquellas mantenían una cualidad susceptible de objetivación durante plazos limitados –en trayectos vitales siempre tuvo presencia lo sociocultural–; lo decisivo aquí no es definir hacia atrás sino observar de qué modo las necesidades, ya desde hace tiempo sometidas al escrutinio acontecimental y contingente, alcanzaron definitivamente otra condición: la de ser sustraídas al orden de la agencia social. Las necesidades son establecidas por el diseño industrial y mercantil, por las configuraciones que en el capitalismo son determinaciones infalibles. Lo infalible no es naturaleza, declinante y en extinción, sino su sustituto estructurado como consumo (diseño, innovación, mercancía, producto). Contribuye a la confusión el doble sentido de satisfacer, porque consumir es también complacer deseos o necesidades. Y las necesidades, configuradas como artificios capitalistas, se transfiguran de modo totalitario en deseos. O sea, lo totalitario es la imposición performativa de lo ilimitado del deseo, y de quedar subyugados por un ascenso interminable hacia ninguna parte.

Ya no tenemos registro de la necesidad, porque todo lo que nos resulta accesible es a través de mediaciones constituidas por el fetichismo de la mercancía, es decir, por el consumo. Ya no hay forma de no consumir. Lo totalitario del capitalismo actual consiste en esa clausura, no formulada como ley jurídica sino como ley de la segunda naturaleza que el capitalismo establece como forma de vida. Esa operación fue la que impuso la caída del socialismo realmente existente. No fue el gulag ni el irrespeto hacia los derechos humanos, del mismo modo que acontecimientos semejantes en contextos capitalistas no afectan las lógicas establecidas de la vida material del consumo. (Es por lo que el neoliberalismo sale aparentemente airoso de sus concurrencias con dictaduras genocidas.) Lo que cayó fue la dictadura de las necesidades. La condición estatal de administración de las necesidades.

una mujer policia lleva detenida a una mujer durante una manifestación en la ciudad de Buenos Aires
El éxito del capitalismo reside en acoplar en un mismo haz experiencial el borgiano aleph que cada mercancía singular pretende y logra, sin por ello tener éxito, y que determina una huida siempre hacia adelante. No hay satisfacción posible porque cada paso dará lugar a otro, nuevo, mejor, superador o renovador de estímulos, siempre sin sosiego un salto a otra cosa. En la macroeconomía esta sujeción a una temporalidad futura se llama crecimiento. La atribución de normatividad natural a la macroeconomía, sin fundamento teórico o epistémico, es en cambio dadora de performatividad. Dicta el suceso. Entonces la pobreza pasa de ser experiencia de la desposesión o la carencia a situación en una trama jerárquica y cuantitativa de disposiciones estéticas, entre las cuales en la escala más baja se pone también en juego la supervivencia misma. Loosers. La vida se deteriora o hasta se pierde por carencias sociales, inmateriales, en un mundo en que todo es superabundante, como lo soñaron las utopías, que creyeron que la abundancia por sí sola satisfaría los anhelos de igualdad y justicia. Nada de eso sucedió, sino lo contrario. Cuanto más hay disponible, mayor es la desigualdad. Nunca hubo tanta desigualdad ni tanta injusticia al lado de tanta abundancia. De esta trama se desprende que nada es ya gratis. Todo “alguien lo paga”, porque, al ser todo mercancía, no hay modo de existencia que quede fuera del registro monetario. Es por ello que los órganos o las niñeces u otras partes del cuerpo pasan a tener precio, como lo tienen el aire, o el agua. Apenas intuimos que un totalitarismo en el que el precio en moneda es ley deriva en el fin de la humanidad.

Lo totalitario del capitalismo, al establecer una forma ineludible de clausura en la disposición de los bienes y las experiencias, reside en expropiar definitivamente toda participación en lo que sucede, reducida al lugar que se ocupe en la distribución monetaria, y naturalizar un deseo administrado y controlado como mercancía él mismo, de modo que solo es concebible la necesidad como aquello que pueda ser satisfecho por la oferta en el mercado, se trate de respirar, beber o comer, dormir, o finalmente soñar o cantar, porque las industrias culturales se acoplan el régimen general de equivalencias.

III. Dicho todo esto a modo de manifiesto y por ello solo como enunciación asertiva sin dejar de ser hipotética: que la política se haya transfigurado en mercancía no es un problema de la política como tal, sino de que el conjunto masivo de la vida material ha sido colonizado por las matrices del capital. La política, y por lo tanto la estatalidad, se han convertido en un apéndice tolerado y sometido a la utilidad que puedan prestar para garantizar el funcionamiento virtuoso del régimen de equivalencias generales en términos monetarios: sometimiento a la plutocracia. La insatisfacción es el motor de la vida material capitalista, y la política es su chivo expiatorio, dado que quienes gobiernan efectivamente, los dueños del capital, empujan la política y la estatalidad al candelero (la pantalla, las redes sociales, la TV), que es también patíbulo, y puede entonces el capital sustraerse a toda responsabilidad que vaya más allá del objeto empaquetado que el repartidor –hoy humano, pronto dron– entrega en cada umbral. La mercancía no se hace responsable de nada, siéndolo de casi todo, y la política, expropiada de poder y de responsabilidad efectivos, es culpada de casi todo, siendo su esfera de acción sofocada por los poderes materiales efectivos del capital. A esto hay que agregar que la irrisión, la difamación y los discursos de odio contra los pueblos no hacen más que dar el golpe de gracia. La socavación ya fue establecida por la forma de vida, por lo cotidiano, por la clausura encubierta e inapelable en que nos entrampamos.

Anhelar la emancipación requiere indagar cómo liberarnos de la dictadura monetaria de la mercancía, restituir la participación en un sentido al menos conceptualmente radical, depurar críticamente el glosario funesto (inseguridad, inflación, pobreza, crecimiento, corrupción, no entienden lo que leen, agarrá la pala, qué tiene de malo ser rico: gran tarea por delante) que nos han impuesto, y que obtura toda advertencia y toda percepción. Somos hablados por la derecha, que es decir por el mercado, por las corporaciones, que así escriben el diccionario que en 1984 Orwell asignaba a especialistas. Eso está sucediendo tal cual, con especialistas y todo. Como para empezar por algún lado: es por todo ello que una distopía totalitaria de regulación cibernética radical de la totalidad de lo existente por los precios resulta tan fascinante por lo que tiene de huida hacia adelante, y porque enunciarla parece sinceridad respecto de lo que nos resulta opaco. No es sinceridad, sino sentencia de muerte civil pretendidamente legal.





 

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