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La bonaerense (o el Estado dentro del Estado)

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patrulleros de la policia bonaerense frente a una dependencia policial




CASO TESTIGO (Por Ricardo Ragendorfer) / Una fuerza que se autofinancia es una fuerza que se autogobierna, dispara Ricardo Ragendorfer. Es el caso de casi todas las agencias públicas de seguridad, tanto federales como las que actúan en cada provincia, puesto que cada una de ellas ha hecho de la recaudación ilegal, a través de las cajas delictivas, su sistema de sobrevivencia. Aquí, un acercamiento a la fuerza más numerosa y con jurisdicción en el territorio más vasto del mapa nacional, como seña de la necesidad de democratización de las fuerzas policiales en tanto deuda del Estado con su propia historia.
CASO TESTIGO / Una fuerza que se autofinancia es una fuerza que se autogobierna, dispara Ricardo Ragendorfer. Es el caso de casi todas las agencias públicas de seguridad, tanto federales como las que actúan en cada provincia, puesto que cada una de ellas ha hecho de la recaudación ilegal, a través de las cajas delictivas, su sistema de sobrevivencia. Aquí, un acercamiento a la fuerza más numerosa y con jurisdicción en el territorio más vasto del mapa nacional, como seña de la necesidad de democratización de las fuerzas policiales en tanto deuda del Estado con su propia historia.

Por Ricardo Ragendorfer
Periodista y escritor, especializado en temas policiales. Es autor de La Bonaerense (en coautoría con Carlos Dutil) y La secta del gatillo, entre otros libros de investigación periodística, y coguionista del film El bonaerense (2002), de Pablo Trapero.

Fotos: Sebastián Miquel

La democratización de las fuerzas policiales es una deuda que el Estado tiene con su propia historia. Una deuda que, en mayor o menor medida, se extiende a casi todas las agencias públicas de seguridad del país, tanto federales como las que actúan en cada provincia. Sobre la base de que todas estas hicieron de la recaudación ilegal –a través de las cajas delictivas– lo que se podría llamar su sistema de sobrevivencia, cabe reconocer que con sus dividendos también se solventa una parte de sus gastos operativos. De manera que una fuerza que se autofinancia también se autogobierna, convirtiéndose así en un Estado dentro del Estado. Y mediante un pacto explícito con los poderes políticos de turno; a saber: presencia policial en las calles para así instalar una ilusoria sensación de orden a cambio de vista gorda con sus negocios.

Pues bien, tomemos a la Bonaerense –por ser la fuerza más numerosa, con sus 90.000 integrantes, y por tener jurisdicción en el territorio más vasto del mapa nacional– como el caso testigo de semejante disfunción.

La Maldita Policía

Ya desde la noche de los tiempos, esta mazorca hizo de una variada gama de contravenciones su fuente de financiación: proxenetas, capitalistas de juego y comerciantes irregulares trabajaron siempre en –diríase– sociedad forzada con las comisarías para seguir existiendo. Luego, a tal estilo de trabajo se sumaron otros “convenios” con los hacedores de una gran cantidad de emprendimientos al margen de la ley, con “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa. Un mercado de asuntos, siendo los más taquilleros el tráfico de drogas, los desarmaderos, la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y la concesión de “zonas liberadas” para cometer asaltos. Es lógico pensar que el punto de inflexión entre ambas etapas haya sido la última dictadura, en cuyo devenir los policías sumaron a sus cajas dividendos obtenidos con un sinfín de delitos graves y, en algunos casos, hasta aberrantes. Finalmente, fue durante la década del noventa cuando tales actividades adquirieron un sesgo empresarial.

En aquella época, la connivencia implícita entre la corporación policial y sus autoridades políticas se cifraba en un dudoso pragmatismo: someter los variados quehaceres del crimen organizado bajo las normas de la recaudación establecidas por los uniformados, lo cual –según las creencias que en aquellos días circulaban en los despachos oficiales– sería nada menos que una manera eficaz de graduar los niveles de la violencia urbana. Sin embargo, tal recurso tuvo sus contraindicaciones: en algunas coyunturas, ciertas actividades reñidas con el Código Penal superaban con creces la capacidad policial de regulación y control, provocando –entre otras calamidades– una implosión institucional.

Ello, a su manera, había sucedido a fines de 1996, tras el derrumbe de la dupla formada por el secretario de Seguridad, Alberto Piotti –aún no existía el Ministerio de área– y el legendario jefe de la Bonaerense, Pedro Klodczyk. Es que aquel acto quirúrgico del gobernador Eduardo Duhalde prometía dar por concluida una avalancha de escándalos protagonizada por efectivos de la fuerza. Desde entonces, sin embargo, se desató una sinuosa trama de acciones y reacciones, de acomodamientos y desajustes, en los que su signo más visible fue el aumento geométrico del caos, ya que la corporación policial –en medio de sus pujas internas– habían dejado –por el momento– de oficiar como CEO del hampa. Al tiempo, todo volvió a la normalidad. Pero no sin una seguidilla de reformas y contrarreformas que, respectivamente, sacudían y restauraban los atributos de quienes visten de azul.

Entre aquellos intentos de “sanear” a la Bonaerense, posiblemente el más interesante haya sido el de León Arslanián entre 2004 y 2007, durante la gobernación de Felipe Solá. Porque él, al vislumbrar el carácter piramidal de la recaudación –el dinero fluía desde las comisarías y brigadas hacia las regionales y de ahí hasta la cúpula–, decidió descuartizar el organigrama de la fuerza, dividiéndola en departamentales sin vínculos entre sí, además de eliminar la cúpula, para así romper “la ruta del dinero”.

Pero su objetivo se cumplió a medias. Porque la Bonaerense es como el agua: toma la forma del envase que la contiene. Y esa empresa perfectamente aceitada fue suplida por un número impreciso de hordas policiales autónomas que se disputaban entre sí el gerenciamiento del delito en el ámbito provincial.

Ya durante la gobernación de Daniel Scioli, sus sucesivos ministros de Seguridad –Carlos Stornelli, Ricardo Casal y Alejandro Granados– se volcaron hacia una contrarreforma, y todo volvió a sus casilleros de origen, aunque sin subordinar completamente a las bandas surgidas durante el período anterior.

Altibajos del humor azul

Así es como se llegó a diciembre de 2015. Ya se sabe que la llegada de María Eugenia Vidal al primer despacho de La Plata fue para ella algo tan sorpresivo que no hubo tiempo para diseñar una política hacia la Bonaerense. Entonces, la solución fue recurrir a la “herencia recibida”. En otras palabras, las nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca dejada por la gestión anterior. Y fue allí donde emergió la señera figura del comisario Pablo Bressi, entronizado en reemplazo –por razones jubilatorias– de Hugo Matzkin, del cual era su delfín. Ni la señora Vidal ni su ministro de Seguridad, Cristian Ritondo, imaginaron que acababan de dar un salto al vacío.

Semejante continuismo ofuscó de manera llamativa a los “porongas” de otras líneas del comisariato que habían cifrado en el cambio de gobierno sus ilusiones por acariciar la cima de la repartición. A partir de aquel momento, la animosidad hacia el Poder Ejecutivo de los sectores policiales disconformes se hizo sentir con un minucioso “gradualismo”. Primero, con bromitas iniciáticas –como brindarle a Ritondo datos falsos para que los repitiera alegremente por TV–, luego, con la táctica de “poner palanca en boludo”, como en la jerga canera se le dice al trabajo a reglamento. Y en paralelo estallaba en el gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos: secuestros exprés, como el del fiscal general de Lomas de Zamora, Sebastián Scalera, y el del ya fallecido ex diputado duhaldista y luego dirigente del PRO, Osvaldo Mercuri, junto con asaltos, como el ocurrido en la residencia del intendente de La Plata, Julio Garro –cuyo mandato concluirá este 10 de diciembre– y la vandálica incursión al hogar del ex ministro macrista de Gobierno, Federico Salvai. Pura demostración de fuerza. Y con satisfactorios resultados.

La llegada de Sergio Berni a La Plata no fue menos traumática, pero por otros motivos. Ocurre que, a comienzos de 2020, la cuarentena impuesta a raíz de la pandemia de covid tuvo un efecto devastador en la recaudación policial, ya que paralizó gran parte de las cajas delictivas. Tal “lucro cesante” causó un enorme malestar entre los “Patas Negras” –como se les llama a los integrantes de la Bonaerense–, derivando en el “rechifle” de septiembre, cuyo escenario más álgido fue la quinta presidencial de Olivos al ser rodeada por decenas de patrulleros con las sirenas prendidas, mientras sus ocupantes, armados hasta los dientes, agitaban banderas para las cámaras de TV.

Pues bien, Berni al final supo descomprimir la situación.

En líneas generales, aquel hombre supo desde el comienzo de su gestión con qué se enfrentaba. También sabía que tener bajo control a esa bestia de 90.000 gorras sería una hazaña hasta ahora nunca vista o, en caso contrario, su peor pesadilla. Lo cierto es que desde entonces no hubo otras crisis de tal magnitud. Y que, luego de cuatro años de gestión, Berni logró aplacar la belicosidad corporativa de sus efectivos, lo cual no es poco.

Pero se trata, claro está, de una historia en pleno desarrollo.





 

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