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Intelectual faro

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grupo de gente reunida en la calle mirando hacia arriba y aplaudiendo




SEMBLANZA (Por Glenn Postolski y Tomás Crespo) / Fue uno de los intelectuales más lúcidos de los últimos cincuenta años, esos que fueron bisagra entre un tipo de país, sociedad y pueblo que ya no existe, pero que no se resigna y persiste, mientras muta en una nueva forma que no termina de comprenderse. En la historia cultural argentina, fundó un espacio discursivo claro que no reconoce fronteras sólidas ni fijas. Por eso puede decirse que, más que un lugar, parió un estilo, un modo de pensar, decir, abordar...
SEMBLANZA / Fue uno de los intelectuales más lúcidos de los últimos cincuenta años, esos que fueron bisagra entre un tipo de país, sociedad y pueblo que ya no existe, pero que no se resigna y persiste, mientras muta en una nueva forma que no termina de comprenderse. En la historia cultural argentina, fundó un espacio discursivo claro que no reconoce fronteras sólidas ni fijas. Por eso puede decirse que, más que un lugar, parió un estilo, un modo de pensar, decir, abordar problemáticas. La del militante, la del pensador nacional y la del pensador de y en la crisis son tres de las facetas más interesantes de ese hombre cuya obra, aseguran Glenn Postolski y Tomás Crespo, continuará siendo faro en el camino de la liberación y la justicia.

Por Por Glenn Postolski* y Tomás Crespo**
*Profesor e investigador sobre políticas de comunicación.
** Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Colaborador docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

Fotos: Sebastián Miquel y Ximena Talento

1.
Recordar a Horacio en los años 80/90 es verlo sentado en una de las mesas de La Giralda, atendido por el mozo más amargo (la Morsa) y siempre rodeado de jóvenes estudiantes, todos con unos cuantos libros desparramados. Esa cotidianidad y sencillez no dejaban esconder que se trataba de uno de los intelectuales más lúcidos de los últimos cincuenta años, esos que fueron bisagra entre un tipo de país, sociedad y pueblo que ya no existe, pero que no se resigna y persiste, mientras muta en una nueva forma que no termina de comprenderse. Para eso estaban sus palabras como bitácoras que recorrían esa incertidumbre a través de hilos, tramas y sus reveses en un torrente de pensamientos sin tiempo ni espacio que lo llevaban de cita en cita, su internet interna siempre dispuesto a compartirla, pero nunca desde el lugar neutral de la academia. Horacio partía de sus convicciones, su posición de intelectual orgánico del pueblo y su representación política en la Argentina, el peronismo. 

Muchas historias recorren la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA en torno suyo. En la década de 1990, en un aula atestada de estudiantes, uno de ellos le pregunta al profesor si pueden cortar la clase diez minutos para que las y los interesados en fumar lo hagan en el pasillo y no en el interior de la sala, lo que molestaba al resto de los presentes. El docente escucha el reclamo, reflexiona unos segundos y responde: “También podríamos hacer que salgan los no fumadores a tomar aire diez minutos y se queden adentro los que fuman, ¿no?”. 

Probablemente, a Horacio González –de él se trata– le fuera indiferente el hecho de que se fumara o no durante sus clases. Pero la anécdota nos muestra en acción a un gran profesor, que, ante la más cotidiana y rutinaria de las situaciones, trastoca los términos del sentido común y plantea un problema. ¿Sobre qué bases se sostiene el juicio según el cual fumar “está mal” y no fumar es lo correcto? Y directamente ligado a eso: ¿cuál es el margen para habitar creativamente las instituciones?, ¿hasta dónde estamos obligados a transitarlas con el manual de uso prescripto?, ¿podemos ensanchar los espacios de autonomía relativa que toda institución habilita? Estas últimas tres preguntas, que atraviesan la disciplina sociológica desde su misma fundación, se hacen presentes en un pequeño cuarto de Marcelo T. de Alvear 2230 ante el legítimo fastidio de un estudiante cualquiera. 

Ocurre que para González todo era “pensable”. La más insignificante de las situaciones y el menos prestigioso de los objetos culturales podía llevarlo a debatir y analizar la más universal de las preguntas. En su concepción, a priori no existía aquello que no ameritara la reflexión. Y desde ese lugar produjo una de las obras más originales y poderosas del pensamiento argentino y latinoamericano de los últimos cincuenta años.

esculturas ubicadas en la quinta de perón, hoy museo histórico 17 de octubre, en san vicente

2.
Horacio González fundó un espacio discursivo preciso en la historia cultural argentina, un lugar nítido, un cruce de coordenadas desde donde enarboló una obra compleja, desmesurada, omniabarcante, que al mismo tiempo estuvo tramada por las urgencias y las tareas acuciantes e inmediatas de nuestro país y de nuestro pueblo. Ahora bien, vale destacar que un espacio definido no equivale a un espacio cerrado. Muy por el contrario, el universo González no reconoce fronteras sólidas ni fijas. La porosidad, la apertura, la mutación –la metamorfosis y la dialéctica, para retomar las categorías con que él interpretó el devenir del pensamiento occidental, entre la historia, la naturaleza, la mitología, la tragedia y la filosofía (González, 2005)– son las características que impregnan toda su producción intelectual. Por eso, más que un lugar, podríamos decir que González parió un estilo. Hace décadas hay un modo González de pensar, de decir, de abordar las complejidades y las problemáticas locales, regionales y generales.

Como toda gran obra –y como toda gran obra ensayística–, la de Horacio ofrece pocas respuestas. Su proceder no es el de buscar certezas ni seguridades, sino el indagar permanente, un auscultar constante sobre las fuerzas en pugna y sus epifenómenos, los condicionantes estructurales y sus manifestaciones epidérmicas, en el marco de reconstrucciones históricas, trayectorias y genealogías que arrojan siempre una luz novedosa sobre el proceso investigado.

La potencia de su pensamiento radica en la imprevisibilidad y la audacia. No hay en él un devenir lineal ni un uso restringido y “correcto” para las categorías empleadas. Lejos de toda prescripción, la mixtura de tradiciones, problemas, teorías y doctrinas que González pone en juego abre nuevos mundos donde parecía que ya no había nada para decir. 

El pensamiento de González, además de históricamente situado (volveremos sobre esta característica para nada menor) es poderosamente ecléctico. En una amalgama potente, a la que el lector debe ingresar con todos los sentidos alertas, el pasado, la coyuntura y el devenir se entrecruzan para iluminar una zona hasta entonces oscura del objeto pensado. González no trabaja sobre una línea del tiempo, sino sobre problemas o configuraciones específicas, a las que ataca desde todas las épocas. Lo mismo cabe para el eje espacial. No hay en su obra una prioridad de lo local por sobre lo global ni viceversa. En la pluma gonzaliana, Merleau-Ponty o Derrida pueden develarnos la clave de un fenómeno acontecido ayer en un barrio porteño, del mismo modo que un gran hecho mundial se nos vuelve inteligible a partir de las categorías propuestas por Martínez Estrada, Borges o Sarmiento. 

Pero esto no debe interpretarse como un proceder deshistorizante. Lejos de eso, la mirada que Horacio nos propone está saturada de historicidad y de sentido. Detrás de cada palabra escrita o dicha por él, late aquel inapelable análisis de Rodolfo Walsh: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas”.

Toda la obra de nuestro autor puede ser leída como una respuesta a este modus operandi de las clases dominantes. Ante la operación en pos de la desmemoria, el olvido y la fragmentación, él construye un gran texto contrahegemónico, una crítica incisiva en la que las luchas populares y las producciones intelectuales subalternas se entrelazan en una gran corriente que dota a la historia de sentido e inteligibilidad. Pero el sentido de esa historia no está predefinido ni se deduce de una racionalidad fijada previamente. A la inversa, ese sentido asoma desde la lectura que se hace en el presente, sin dejar de ser ese presente el producto de toda una serie de luchas, disputas y acontecimientos pasados.
Por eso, el legado de Horacio González puede ser abordado desde infinitas perspectivas y su obra ofrece múltiples puertas de entrada y claves de lectura. En lo que sigue, quisiéramos rescatar alguna de sus facetas que nosotros creemos más productivas. 

Torre desde donde transmitia peron, en la quinta de san vicente
La primera es la del militante. Horacio González fue un militante en muchos sentidos. En el más llano, de unidad básica, movilización y bombo, fue un militante encuadrado de la Juventud Peronista en la década de 1970, lo que lo llevó a vivir en una pensión del barrio porteño de Flores para “proletarizarse”, como se estilaba en la época. En esa misma línea, con mayor o menos intensidad participó de diversos espacios peronistas y del campo nacional-popular a partir de 1983 hasta su muerte. Pero, además, asumió con actitud militante cada uno de los lugares que le tocó ocupar. 
Fue un militante en la universidad, promoviendo debates, interviniendo políticamente y poniendo el cuerpo siempre que le fue requerido o que él lo entendió necesario, en defensa de las más diversas causas. También fue un militante en la función pública, a la que jamás ejerció desde la solemnidad o la distancia, sino desde el compromiso y la coherencia con su trayectoria, aun cuando esto le trajera complicaciones o inconvenientes, a los que la mayoría de las y los funcionarios suelen rehuir. Podemos citar su polémica con Mario Vargas Llosa siendo él director de la Biblioteca Nacional como un ejemplo –no el único– de esto último. Polemista apasionado, entendía que la forma de honrar un cargo público era defendiendo ideas y no callando ni legitimando posturas acomodaticias. 

La segunda faceta es la del pensador nacional. Y en este punto queremos ser enfáticos. Si entendemos por pensamiento nacional aquel que, situado en un tiempo y un espacio concretos, elabora una crítica desde sus condiciones de producción, pero sin limitarse a las mismas, Horacio fue uno de los puntos más altos de ese paradigma. Más aun, podemos asegurar que fue él quien renovó el pensamiento nacional, habilitando el enlace entre su versión de las décadas de 1960 y 1970 –con Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui, Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos, entre los más referenciados por González– con la forma que fue adquiriendo esa corriente luego de 1983, para lo cual fue necesario hacer un amplio rodeo por el siglo XIX y por el año 1900, rescatando –entre otras– las figuras de Sarmiento, Alberdi, Echeverría y Manuel Ugarte. De este modo, con Horacio aprendimos que al pensamiento nacional no se lo honraba repitiendo de memoria los cuadernos de FORJA, sino haciendo forjismo, es decir, asimilando todas las corrientes de pensamiento desde nuestro aquí y nuestro ahora, sin privarse de ningún insumo a la hora de desmadejar nuestros problemas. 
Porque González jamás se dejó obnubilar por las modas académicas, de las que tomó lo que le servía y descartó lo que no aportaba, dando épicas batallas en ese sentido.(1) Si Homero Manzi supo decir que pudo haber sido un hombre de letras pero prefirió hacer letras para los hombres, de González podemos aseverar que, puesto ante la alternativa, descartó ser un hombre de ideas y optó por pensar ideas para los hombres (y las mujeres). 

Por último, queremos rescatar al Horacio pensador de y en la crisis. El autor que se ve cíclicamente enfrentado a un tembladeral epistemológico –el fracaso del primer gobierno posdictatorial, la ofensiva neoliberal implementada por el peronismo, la explosión de 2001, los doce años kirchneristas, la restauración macrista– y que, ante cada uno de esos escenarios, se dedica a estudiar con paciencia benedictina la nueva configuración social, cultural y política para descubrir atajos, senderos liberadores o puntos de fuga. Tanto en momentos de avance(2) como de retroceso del movimiento popular, González pone a prueba su herramental y es el primero en decir, humildemente, que no hay que tener miedo de volver a pensar todo de nuevo. 

En su gran libro Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis (Ford, 1994), escrito ante el derrumbe de todas las certezas que significaba el menemismo, Aníbal Ford repone una anécdota que define a la perfección este gesto: “Una vez me contó Arturo Jauretche que Yrigoyen, cuando se estaba muriendo casi en soledad mientras el país era sacudido por una gran crisis, les había dicho a él y a Homero Manzi: ‘Radicales, hay que comenzar de nuevo’. Esto me quedó grabado. Hubo un momento en que pensé: peronistas, hay que comenzar de nuevo. Ahora pienso, simplemente: hay que comenzar de nuevo” (p. 15).

Que la historia la protagonicen Yrigoyen, Jauretche y Manzi nos puede indicar que ese “empezar de nuevo” es una de las formas que asume el compromiso con el pueblo. Y Horacio no tuvo pruritos en empezar de nuevo siempre que la situación lo requirió, sin por eso arriar ni una sola de las banderas que signaron toda su vida. Lejos de toda soberbia, la humildad del que quiere entender. 

Hay una vieja tradición al respecto, que lógicamente contiene a FORJA, pero en la que también podemos situar a Lenin, a Trotsky, a Antonio Gramsci, a Walter Benjamin y a muchos otros y otras que hicieron de la crisis y de la derrota el punto de partida de un renacer intelectual y político rebosante de futuro. Y González tiene sobradas credenciales para ser parte de ese grupo selecto. 

3.
Es mucho lo que quisiéramos decir, pero cuestiones de espacio nos inducen a cortar nuestra semblanza acá. Para resumir, lo que principalmente nos proponemos subrayar es el compromiso de Horacio con los oprimidos y humillados, dejando de lado en esa lucha cualquier tipo de especulación. Lo suyo fue la creatividad, la audacia, la ruptura constante del statu quo, en pos de abrir siempre nuevos caminos y nuevas formas de ver el mundo.(3)

Su impronta construía un halo a su alrededor que iba más allá de la función académica. Horacio fue (y seguirá siendo) muy querido. Querido por sus afectos más íntimos, sus amigos, sus discípulos, sus alumnos, sus colegas, por quienes orbitamos en sus múltiples periferias, por aquellos que polemizaron con él de buena fe. González era merecedor de innumerables honores. Nunca los precisó, porque fue más que un enorme intelectual: fue un gran tipo. 

Para finalizar, traemos una breve frase de su último libro (González, 2021), enmarcada en su reflexión sobre el paradigma humanista, al que él propone adherir críticamente (que es quizá la forma más revolucionaria de la adhesión): “Levantarla [la palabra ‘humanismo’] del basural donde ha caído no sería trabajo difícil si escuchamos ahora las conversaciones diarias de los que viven en la desesperación a la que lleva la pregunta sobre el destino común en un mundo histórico que terminó de desmantelar la pregunta de cómo se lucha y por qué se lucha” (p. 40). 

¿Cómo y por qué se lucha? Mientras seamos capaces de mantener la vigencia de esas preguntas, la obra de Horacio no solo estará viva, sino que será uno de los faros que nos ilumine en el intrincado camino de la liberación y la justicia. 

Notas

(1) Un claro ejemplo de esto es su último libro, publicado tras su muerte: Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres, en el que se lanza a la tarea de analizar qué es lo que aún puede rescatarse del paradigma humanista en clave emancipatoria, contrariando así el movimiento académico mundial que decidió arrojar ese paradigma al basurero de la historia, y junto a él algunas de las más hermosas y salvadoras promesas que supo crear occidente. 
(2) Al respecto, vale remarcar su libro Kirchnerismo: una controversia cultural (2011), en el que hace gala de una honestidad intelectual inamovible para diseccionar el proceso político al que adhirió tempranamente.
(3) Hay un chiste y una provocación de Horacio que no podemos obviar y que grafica lo que pretendemos decir. En 2012, cuando todo el sistema mediático hegemónico machacaba con la “crispación” que supuestamente alimentaba el kirchnerismo, la “grieta” y la necesidad imperiosa del “consenso” –siempre vacío de programa y contenido–, Horacio escribió un maravilloso libro, Lengua del ultraje, de la generación del 37 a David Viñas, en el que proponía una historia cultural de la Argentina a través del recorrido de diversas polémicas y enfrentamientos. Ante la presión de los poderosos por acallar la polémica y el debate, él levantaba una contrahistoria en la que nuestro país podía ser leído e interpretado desde el disenso.

Referencias

Ford, A. (1994). Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis. Buenos Aires: Amorrortu.
González, H. (2005). La crisálida. Metamorfosis y dialéctica. Buenos Aires: Colihue.
–– (2021). Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres. Buenos Aires: Colihue. 





 

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