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El hombre multidimensional

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Horacio Gonzalez sentado en una butaca roja de un cine vacío, con las piernas cruzadas y las manos sobre su falda




Por Alicia Entel / POÉTICAS POLÍTICAS DE UN GRAN INTELECTUAL / Lector como pocos, reflexivo hasta las entrañas y hacedor permanente de iniciativas. Esta, la del hacedor, es una de las dimensiones distintivas –e innegables– de su trayectoria. Otra es la que lo llevó a crear, en 2008 y junto a otros intelectuales, Carta Abierta: la del académico peronista desgarrado entre la crítica y la realidad. Por último, aunque no finalmente ni al final en términos de relevancia, se encuentra la dimensión que permite...
POÉTICAS POLÍTICAS DE UN GRAN INTELECTUAL / Lector como pocos, reflexivo hasta las entrañas y hacedor permanente de iniciativas. Esta, la del hacedor, es una de las dimensiones distintivas –e innegables– de su trayectoria. Otra es la que lo llevó a crear, en 2008 y junto a otros intelectuales, Carta Abierta: la del académico peronista desgarrado entre la crítica y la realidad. Por último, aunque no finalmente ni al final en términos de relevancia, se encuentra la dimensión que permite nombrarlo como un mago de las palabras e inventor de un sentido de lo nacional que quiebra todo esencialismo pero respeta, como esencia histórica, la memoria popular. Pinceladas escogidas en torno a una inagotable trayectoria.

Por Alicia Entel
Investigadora en Comunicación y profesora consulta de la Universidad de Buenos Aires. Periodista. Directora de la Fundación Walter Benjamin.

Fotos: Sebastián Miquel

Para afrontar una narración sobre Horacio González mínimamente hay que tener dotes de poeta. Y no lo somos. Poeta era Horacio. A modo de pinceladas, queremos destacar solo algunas dimensiones de su trayectoria: la del hacedor, la del académico peronista desgarrado entre la crítica y la realidad, la del mago de las palabras y la del inventor de un sentido de lo nacional que quiebra todo esencialismo pero respeta, como esencia histórica, la memoria popular.

El hacedor

Entre las características de muchos intelectuales de las ciencias sociales, la prioridad del debate, la permanencia –y hasta a veces fijación– en el modo de la antítesis, la crítica negativa sin retorno, colaboran para que sobrevuele una cierta detención que impide llegar al campo de las concreciones. O, para decirlo sencillamente, pesa más la reflexión que la acción. Todo lo contrario se verifica en la experiencia de vida de Horacio González. Lector como pocos, reflexivo hasta las entrañas y hacedor permanente de iniciativas. Imposible olvidar las actividades como profesor apenas se creó la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA a fines de los ochenta y en los años noventa, donde sus clases superaban por lejos la práctica docente tradicional. O cuando, en ese ámbito, junto con otros compañeros y compañeras, creó El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural, publicada en el verano de 1991 y que duró hasta la primavera de 2008. El provocativo título del primer número marca el estilo: “¿Fracasaron las Ciencias Sociales en la Argentina?”. En ese número, y en el contexto del menemismo, Horacio González definía la situación de los estudios de sociología: “La carrera de sociología dormita –aun en sus derivas más imaginativas y disconformes– ante la mundanidad desenfadada del sociólogo móvil, floración metodológica del menemismo, ciencia presidencial, conjunción del ‘estadista’ con el ‘experto en creencias’. Situar nuevamente en acción al patrimonio crítico de las ciencias sociales, es lo que nos merecemos después de tanta noche, de tantos vicarios, de tantos cocoliches”. Ningún regocijo complaciente, ni mentir, ni mentirse; se trataba de poner en palabras y difundir las perspectivas críticas, las tensiones. 

Años después, en 2005, como director de la Biblioteca Nacional convocado por el presidente Néstor Kirchner, se ocupó de darle a la biblioteca un verdadero sentido nacional y democrático. Propició que el espacio cultural fuera abierto y creativo. Concretó una hazaña casi imposible. La Biblioteca Nacional era un lugar de élites, con un acervo impresionante pero poco conocido, con hemeroteca no siempre visitada. No solo mejoró el servicio bibliotecológico habitual, sino que lo nutrió con actividades culturales múltiples, abiertas, creativas, gratuitas. Se creó el Museo del Libro –que hoy merecidamente lleva su nombre– y se recuperó el valor de la memoria de materiales del patrimonio nacional que parecían perdidos u olvidados. 

Debatir sin eludir lo trágico

Pero el trabajo importante en la biblioteca no le impidió a Horacio sumergirse en los andariveles del debate político. En 2008, cuando el campo puso en jaque al Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, creó, con un conjunto de intelectuales, Carta Abierta, para discutir la coyuntura, para sentar posiciones. En una lectura posterior de las cartas y debates se puede advertir la autenticidad de Horacio, un cierto desgarramiento, una necesidad de decir que iba más allá de los posibilismos y del decoro pacato. Porque Horacio caminaba por el delicado borde entre la adhesión a aquella oleada progresista que se sintetizaba en las manos unidas de Chávez, Lula, Néstor, Correa, y el reconocimiento de las limitaciones de estos Gobiernos para lograr la concreción de las tres banderas históricas del peronismo: justicia social, independencia económica y soberanía política. Y más aún, abordar las vicisitudes del campo popular para quien nunca dejó de pensar en la lucha de clases y la importancia de las condiciones materiales de existencia constituyó todo un desafío, con los consiguientes desgarramientos y una cierta huella de sentido trágico de la vida. Carta Abierta por momentos lo manifestaba. Emitía sus declaraciones de justa advertencia en momentos difíciles para el Gobierno peronista y hasta recibía críticas de los propios por los usos que haría la derecha de los escritos y debates. Pero, por la propia índole de su sentido crítico, Carta Abierta no podía dejar de hacer eso. Tal vez correspondería aplicar a los razonamientos de Horacio González el mismo texto con el que él finaliza un artículo sobre Mariátegui que publicó en el diario Sur en 1989: “Mariátegui solo puede ser el nombre de una discusión que nunca se cierre. Una literatura romántica que le impida a la política, tal vez, reposar satisfecha, que le impida tal vez sentirse realizada”.

Ensayar, poetizar la política

Horacio González podía discurrir durante horas arrobando a su público. Muchos intelectuales gozan de palabra poética. Por momentos elaboran discursos profundos, comprometidos, pero en la arena del debate recorren senderos insondables y hasta, en ocasiones, parecen no volver a la argumentación inicial y menos aún a la realidad. Ejemplifican lo que dijo Agnes Heller en los años ochenta, acerca de que las ciencias sociales se estaban por convertir “en enciclopedias de enciclopedias”.

Muy diferente era el razonar lógico de Horacio. Podía abordar largas argumentaciones, traía del pasado referencias de escritores, filósofos, escenarios históricos en una genealogía prolífera de lector incansable; más que de lector, diríamos de dialogador incansable con los textos que iba abordando minuciosamente. Pero con todo ese bagaje, elaborado a través de proposiciones parentéticas de una excelente arquitectura, volvía al aquí y ahora para lograr, con esa lupa, que no solo él sino sus interlocutores comprendiéramos mejor los claroscuros de esa circunstancia. Sostenía que el más desconocido quizás fuera el propio lenguaje que hablamos, pero, sin decirlo, se daba el lujo de indagarlo, ponerlo a prueba, jugar, hablar con la verdad sin ufanarse, como cuando en su despedida de la Biblioteca Nacional, mientras una congoja fuerte nos atravesaba por la inminente llegada al Gobierno nacional del macrismo, en un emotivo discurso donde agradecía a Néstor y a Cristina dijo: “Tengo que agradecerle al Gobierno haberlo criticado y no pocas veces”. 

Pero también, en ese mismo discurso de despedida, más allá de referirse al valor de la biblioteca, su densidad, su centralidad en la construcción de un modo de ser la nación, Horacio González dirigió especial agradecimiento a cada uno de los que lo habían acompañado, y se detuvo en los gremios de la biblioteca. Les pidió que cuidasen a los trabajadores, porque se avecinaban tiempos de exclusión. El intelectual que podía discutir a Foucault, aludir a Deleuze, recordar a Cooke, evocar a Macedonio Fernández o mencionar a Engels les aconsejaba, con mucha sencillez, a los trabajadores y las trabajadoras que no olvidaran la comunidad libre que se había constituido en la biblioteca y que pelearan por los puestos de trabajo y por que no se rompiera esa solidaridad.

Vuelo poético impresionante, reflexión política provocativa, ironía y cierto sentido de humor infantil, remisión a genealogías intelectuales a veces insondables, pero nunca el olvido de la lucha social del hoy. Así queda, en la memoria colectiva, la huella del enorme ejemplo de Horacio González.




 

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