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Ese compañero

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bandera argentina rota y gastada flameando en un campo a la vera de un camino rural




Por Rubén Dri / EL HACEDOR DE MUNDOS ENCANTADOS / Un abultado fajo de ideas, ilusiones, proyectos y realizaciones da cuenta de su fecundo tránsito en esta forma del mundo y señala que se trata de un compañero cualitativamente diferente. Un compañero cuyos escritos hablan “de todo lo que se puede saber y de otras cosas”, esto es, del que fue su desafío y, con ello, de la vastedad y profundidad del que fue su pensamiento. Y hablan también de una vastedad que no es superficial sino que se despliega desde el centro...
EL HACEDOR DE MUNDOS ENCANTADOS / Un abultado fajo de ideas, ilusiones, proyectos y realizaciones da cuenta de su fecundo tránsito en esta forma del mundo y señala que se trata de un compañero cualitativamente diferente. Un compañero cuyos escritos hablan “de todo lo que se puede saber y de otras cosas”, esto es, del que fue su desafío y, con ello, de la vastedad y profundidad del que fue su pensamiento. Y hablan también de una vastedad que no es superficial sino que se despliega desde el centro hasta los bordes de lo cognoscible, o, en otras palabras, de la apertura de un horizonte de infinitas posibilidades y de quien, asumiendo el desafío, supo convocar y empujar a esa aventura, tal como lo hizo el compañero Horacio González.

Por Rubén Dri
Teólogo y filósofo.

Fotos: Sebastián Miquel

El compañero Horacio González acaba de dejarnos sin dejarnos, es decir, acaba de terminar su fecundo tránsito en esta forma del mundo, dejándonos un abultado fajo de ideas, ilusiones, proyectos y realizaciones que muestran a las claras que se trata de un compañero “especial”, es decir, cualitativamente diferente. Una capacidad increíble de encontrar agua en el terreno más árido e inhóspito que podamos pensar. 

Mi conocimiento y amistad con Horacio comienza a fines del sesenta y durante el setenta, época en la que yo, en Resistencia, Chaco, descubría las célebres Cátedras Nacionales con las cuales establecí fructíferas relaciones desde el Colegio Mayor Universitario que yo dirigía.

Constituyeron, estas cátedras, un “acontecimiento” de extraordinaria importancia, consistente en repensar la historia nacional desde la óptica de un pensamiento nacional y popular. El ojo del investigador, de esa manera, cambiaba de dirección. Ya no miraba, en primer lugar, hacia afuera, sino que se volvía hacia adentro. 

Entre mis papeles de aquella época figura que el 20 de octubre de 1971 Horacio González estaba invitado a dar una conferencia sobre “Peronismo: estrategia de poder”, y el 20 de noviembre otra sobre “Peronismo y socialismo nacional”. Se retomaba, de esa manera, un pensamiento que descendía a las propias raíces de lo nacional y popular. 

Horacio amalgamaba los títulos y realizaciones que corresponden al sociólogo, filósofo, ensayista, docente, novelista, profesor y militante, sobre todo militante, destacándose nítidamente en cada una de esas variables con un pensamiento siempre crítico, desafiante y creativo.

“Monstruo de naturaleza” es como Cervantes definió a Lope de Vega. Algo parecido podemos decir de Horacio. Al escuchar lo que ese compañero sabía, lo que transmitía, todo un universo farragoso de ideas, nos daba la impresión de entrar en un mundo encantado, o, mejor, en un espacio que abarcaba otros espacios, en los cuales siempre había algo o mucho por descubrir.

A semejante descubridor y hacedor de mundos encantados nada mejor que la Biblioteca Nacional. Ese fue su hábitat durante dos décadas, el lugar en el cual se alimentaba y desde el cual esparcía los conocimientos que bullían en su cabeza.

Horacio Gonzalez de perfil en medio de un grupo de gente en un lugar al aire libre

La agudeza de su pensamiento, lo cortante de su crítica, los laberintos a los que nos introduce, nos hacen pensar en el dicho de Lacan: “No escribí mis escritos para que se los comprenda, sino para que se los lea”. No queremos decir con ello que el pensamiento de Horacio sea incomprensible, pero sí que para captarlo en su profundidad se requiere de un previo entrenamiento, o tal vez de una esmerada preparación. Pero Horacio nunca hubiera hecho propio el decir lacaniano. Una natural modestia se lo habría impedido.

Para sintetizar en parte, en una mínima parte, su enorme fecundidad de conocimiento, podemos decir que acuñaba, al mismo tiempo que una vastísima erudición, una gran profundidad que lo llevaba a no abandonar la crítica. La vastedad y profundidad de su pensamiento, plasmadas en sus variados escritos, no pueden menos que maravillarnos y enriquecernos. 

Exagerando un poco, pero no mucho, tal vez podríamos decir, en relación con la cantidad y sobre todo calidad de sus escritos, que se referían a de omni re scibili et de quibusdam aliis. Es decir que se trata “de todo lo que se puede saber y de otras cosas” –tal era el desafío de otro pensador, tal vez tan fecundo y profundo: Pico della Mirandola–. Con ello afirmamos dos cosas. En primer lugar, la vastedad de sus conocimientos, que abarcan todo el ámbito de lo cognoscible hasta el momento. En segundo lugar, que no se trata de una vastedad meramente horizontal, o, mejor, superficial. Por el contrario, se despliega desde el centro hasta los límites de lo cognoscible y desde este hasta sus bordes.

De esa manera, se abre un horizonte de infinitas posibilidades que, como el alma a la que se refiere Heráclito, “marchando no encontrarías [sus] límites, aun recorriendo todo camino; tan profundo es su logos”. Nada mejor que “la pampa” para expresar la vastedad de las posibilidades del conocimiento que de esa manera se abren.

“Ni la selva ni el bosque –donde se abren picadas y se desmonta terreno para el hábitat–, ni los valles que bosquejan desde el inicio la forma de la morada. La pampa es la fuerza telúrica que implica al ser en desafío y aventura” (González, 1999, p. 141). Nada más acertado que, al penetrar con la mirada la vastedad sin límites de la pampa, el sujeto se sienta empujado al “desafío y la aventura”. La pampa infinita, la pampa sin límites, “marchando no encontrarías los límites del alma, aun recorriendo todo camino; tan profunda razón posee”. La pampa, vastedad infinita, sin centro ni periferia, figura del alma.
“Desafío y aventura”, provocados por el mundo del “mito”, provocación a la que Horacio González no puede no responder, para lo cual llama en su auxilio a una estela de pensadores que van de Gusdorf, con su “mito y metafísica”, a Jung, y de este a Cassirer, con “sus formas simbólicas”, y de allí a Horkheimer y Adorno, que “persiguen el modo en que el iluminismo se constituye como alteridad del mito” (González, 1999, p. 142). 

Pero el mito no desaparece, sino que se trasmuta, y es la Ilustración “un nuevo mito de control y adulteración de la vida social. El mito sigue siendo un pensamiento que considera en términos de animación a la naturaleza y de cosa a la vida animada, pero no estaba en ese exterior donde los enemigos del mito creían haberlo colocado, sino en la propia conciencia técnica del dominador racional” (Ibid.). “Dominador racional”, estupenda y redonda frase que responde a la concepción de la captación racional de la realidad, enfrentada al mito. ¿Hay una manera racional de captar la realidad y otra emocional? ¿Hay mundos racionales enfrentados a mundos mitológicos? ¿Será la mitología un antecedente de la racionalidad? ¿Será esta una manera, o tal vez la manera, de captar la realidad que antecede a la manera racional o científica? Horacio no le escapa al problema: esos mitos, dice refiriéndose a los trabajos de Lévi-Strauss, “‘afirmados diez mil años antes del pensamiento de las ciencias exactas o naturales son el sustrato de nuestra civilización’, y siguen presentes en el pensar de los filósofos, que si son rivales de Lévi Strauss –como Sartre–, es un hecho que sirve para desmerecerlos por mitológicas, y si rozan su simpatía –como Bergson–, es un hecho que sirve para saludarlos, precisamente, como mitológicos, graciosamente semejantes al pensamiento Sioux sobre la temporalidad” (Ibid.) 

“El sustrato de nuestra civilización”. Efectivamente, la civilización, nuestra civilización, no nació de la nada ni surgió de un soplo que vino de las esferas celestiales o de cualquier otro elemento impulsor, sino que se asienta en un sustrato que tardó siglos en romper la cáscara de la mudez que le impedía salir al aire libre y comenzar a dibujar el mundo que hoy conocemos y se ha transformado en nuestro hábitat. 

“Pero antes de que los cazadores de perlas emerjan del buceo más profundo con la daga entre los dientes, concluyendo que todos los pensamientos pertenecen a la misma zaga de las derechas redentistas e irracionalistas, sean gramscianos, sorelianos, visitantes inauditos de la ensayística del peruano Mariátegui o del argentino Cooke, remitiéndose irremediablemente todos a los mitos de la ‘voluntad de sangre’, debemos señalar que nos parece que toda la discusión de este siglo que ya concluye”, y del próximo, podríamos agregar, “puede pensarse como un debate en torno del mito: sus potencialidades, sus capacidades diferentes de impulsar una actividad social, de llevar a una develación o, en caso contrario, a una recaída en la fabulación yerma, despótica y exterminadora de lo humano” (González, 1999, p. 425). 

bandera de argentina y del partido justicialista en un acto en la calle con escenario de fondo

Antes de que filósofos pertenecientes a diversas corrientes de pensamiento concluyan que las pretendidas perlas halladas o por hallar pertenecen a “los mitos de la voluntad de sangre”. Este es un punto nodal, o el corazón mismo de lo que quiere plantear Horacio sobre el mito. El centro de toda discusión puede, o, mejor, debe pensarse como un debate cuyo centro es nada menos que “el mito”, que encierra en sí las potencialidades de realización y develación o la recaída en la fabulación y finalmente la destrucción de lo humano.

“Si optáramos por descartar el mito como una figura disonante del conocer, que le pone a la práctica humana los inadecuados añadidos de la mixtificación y la quimera, no podríamos alcanzar el verdadero corazón de las luchas sociales de esta época y acaso de las que vengan. Porque las luchas son para definir el sentido constructivo de emancipación del mito. Es porque el mito encierra esa posibilidad civilizatoria que las fuerzas antihumanas quieren anexarlo para su procedimiento, pues invocan lo que quizá también tenga pero como calidad inferior y destartalada: la de cerrar la experiencia vivida con una sustracción de la raíz humana de la acción, anulada con ensueños espeluznantes y pensada desde la sangre” (González, 1999, pp. 425-426). 

Son estas afirmaciones fuertes, de denso contenido, de las que depende el rumbo que tomarán nuestras afirmaciones e investigaciones. ¿Es el mito solo una quimera? O, mejor, ¿son los mitos meras fabulaciones, producto de mentes exaltadas, o tal vez de condiciones opresivas que hacen que se busque la salvación, no por vía del hacer racional-constructivo sino de las puras quimeras que pueblan nuestro cerebro?

Interpretar el mito como quimera, como construcción fantasmagórica, opresiva, o como simple juego de la fantasía, sea esta creadora de mundos encantados o de infiernos de perdición, es algo que no solo se ha hecho, sino que forma parte de toda una tradición interpretativa. Forma parte del trabajo de la fantasía muchas veces desbocada. 

La fantasía es creadora, ya se sabe. El verbo “crear” siempre apunta a lo nuevo. Toda creación produce siempre novedad, pero muchas veces esa novedad es meramente imaginaria e imposible.

“El mito es la dádiva que relata los parentescos entre la palabra olvidada y la palabra nuevamente ofrecida. Meditación sobre el legado, mito es la acción que busca no ser deudora de la trama de antiguas y brumosas deidades, pero para salir de su prisión debe ser dadivosa con lo que siempre está a nuestro acecho: la memoria ya transcurrida de la humanidad que está en toda y ninguna parte” (González, 1999, p. 426).

No somos memorias constantes, siempre presentes, jamás fenecidas. Todo lo contario. Relato de los parentescos entre la “palabra olvidada” y la “palabra nuevamente ofrecida”. La palabra nunca está completamente olvidada. Todo lo contrario, “está siempre ofrecida”, pero también siempre olvidada.

Referencias

González, H. (1999). Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Colihue.





 

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