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La agroecología colonizada

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Por Carolina Torres y Leonardo Galetto / SOBRE EL PODER DE HACER COSAS CON PALABRAS / ¿Qué es la imposición de una retórica colonial si no la capacidad de hacer que las palabras encubran y justifiquen el despojo? ¿Cuál es el significado de “agroecología” cuando las corporaciones del agronegocio se apropian de ese bien común esencial para no ser un país cada vez más pobre y desigual que es la fertilidad de la tierra? Impulsada como una innovación tecnológica capaz de revertir el colapso que esas mismas corporaciones propiciaron, la agroecología se (con)funde con el agronegocio y, vuelta eslogan verde, se banaliza. Se trata de una manipulación del concepto para resignificarlo...
SOBRE EL PODER DE HACER COSAS CON PALABRAS / ¿Qué es la imposición de una retórica colonial si no la capacidad de hacer que las palabras encubran y justifiquen el despojo? ¿Cuál es el significado de “agroecología” cuando las corporaciones del agronegocio se apropian de ese bien común esencial para no ser un país cada vez más pobre y desigual que es la fertilidad de la tierra? Impulsada como una innovación tecnológica capaz de revertir el colapso que esas mismas corporaciones propiciaron, la agroecología se (con)funde con el agronegocio y, vuelta eslogan verde, se banaliza. Se trata de una manipulación del concepto para resignificarlo en su opuesto y neutralizar toda disidencia con el modelo agrícola hegemónico. ¿Lo inaplazable? Descolonizar para poder cohabitar.

Por Carolina Torres* y Leonardo Galetto**
*Doctora en Ciencias Biológicas. Profesora asociada de la cátedra de Diversidad Biológica y Etnobotánica de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) e investigadora adjunta del CONICET.
**Doctor en Ciencias Biológicas. Profesor titular de la cátedra de Diversidad Biológica y Etnobotánica de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) e investigador superior del CONICET.

Fotos: Sebastián Miquel

Según Silvia Rivera Cusicanqui (2010), “hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: ellas no designan, sino que encubren” (p. 19). El colonialismo trata de encubrir el saqueo de bienes comunes con una manta de palabras que significan lo opuesto. Oculta con “palabras colonizadas” la apropiación de todo lo que le interesa en los territorios ajenos. La imposición de una retórica neocolonial, neoextractivista, neoliberal y patriarcal, además de encubrir, justifica el despojo de casi todo, en cientos de miles de personas que se convierten en nada. Esta retórica para justificar daños utiliza, “en espejo”, las mismas palabras que los colonizados atesoran para nombrar aquello que sostiene su identidad, su existencia con dignidad, su significancia en la vida. La palabra “agroecología”, apropiada y vaciada de su significado, es utilizada de modo que la mayoría del pueblo no perciba que “las grandes corporaciones del agronegocio se están quedando con un bien común como es la fertilidad de la tierra” (Giarraca & Palmisano, 2013, p. 171); es decir, con uno de los bienes comunes indispensables para no ser una comunidad, un país, cada vez más pobre y desigual. El colonialismo se ocupa de incrustar en cada subjetividad díscola una conceptualización de agroecología resignificada, mercantilizada y banalizada, logrando que el mismo pueblo hambreado que necesita la agroecología para su emancipación la termine despreciando, al percibir cómo un grupo de hombres privilegiados la utiliza para desaparecer el patrimonio biocultural, convirtiendo los bienes comunes en agronegocios. Hoy, la “agroecología colonizada” ya no designa sus significados ancestrales y populares, sino que los difumina.

Cosmovisiones y éticas antagónicas

Se trata de una colisión entre dos epistemes, dos éticas ambientales, dos lógicas distintas para interaccionar con el mundo natural. Una centrada en las teorías, las palabras y las imágenes, dominada por el antropocentrismo, en donde los humanos se perciben separados de una naturaleza que está para ser apropiada. La otra, ancestral, centrada en los cuerpos y en las prácticas, dominada por el cosmocentrismo, en donde los humanos cohabitan en y con la tierra. Una que valora la tierra conquistada sólo en virtud de su utilidad. Otra, que siente y piensa a la tierra como territorio, en el sentido más pleno y diverso de esa palabra, en donde “el territorio no es, sino que se hace y se convive” (Ceceña, 2018, p. 181). Es decir, que entiende el territorio como expresión concreta, física y simbólica de las diferentes experiencias de vida en sociedad; o como el medio indispensable para la reproducción autónoma de la vida en condiciones dignas. Un territorio-cuerpo, porque el cuerpo humano se concibe abierto a la comunidad, extendiéndose más allá de los límites de la piel, entrelazándose con el ambiente que lo rodea (Rozzi, 2016). Un territorio corporal que se enferma cuando se destruye el ecosistema, un territorio mental que sufre en la medida que sufren los demás cohabitantes.

En Abya Yala[1], los territorios corporales y mentales estuvieron y están vinculados de forma empática con el ambiente, con las prácticas culturales y con los demás cohabitantes (comunidades humanas, pero también plantas, animales, ríos, montañas, etcétera). Millones de humanos viven y han vivido desde la conquista, y antes también, de formas infinitamente diversas, basadas en éticas ambientales que aceptan la heterogeneidad, la complejidad, la diversidad de culturas y paisajes, en donde las comunidades se alimentan de organismos tan variados como el territorio donde habitan y en donde los alimentos se intercambian en mercados propios donde se abastecen unos con otros. Las semillas circulan libremente al igual que los saberes, constituyendo la base de la alimentación, un bien común y sagrado, un patrimonio de la comunidad o de la humanidad entera. Agriculturas diversas y dinámicas, con complejos y delicados mecanismos tecnológicos y sociales para sostener la alimentación de miles de familias, como en la civilización inca o como en los potentes colectivos de base popular y agroecológica que hoy existen a lo largo de Abya Yala. Culturas distintas, solidarias, que se sostienen en el tiempo priorizando, ahora y antes, las éticas del cuidado de los vínculos entre cohabitantes y el hábitat donde transcurre la vida (Rozzi, 2016).

Sin embargo, esta forma de entender el mundo donde se acepta la unión natural, vital y diversa entre humanos, ambiente, prácticas culturales y los demás cohabitantes no estuvo presente en los colonizadores europeos, ni tampoco lo está en el neocolonialismo y neoextractivismo de los “neocolonizadores” actuales. Para poder dominar, los colonizadores, de ayer y de hoy, necesitan ocultar y reducir la diversidad de esos vínculos vitales a un solo tipo de “algo”. Homogeneizan culturas y paisajes para disciplinar y poder controlar, destruyen la pluralidad de ideas para evangelizar o educar. Cuando llegaron, intentaron aniquilar la enorme diversidad de prácticas agrarias y de cultivos amerindios (quinoas, papas, maíces, zapallos) para imponer sus cultivos europeos (trigo, cebada, zanahoria), y ahora reemplazan ecosistemas enteros por desiertos de soja y maíz transgénicos o feedlots.

El neocolonizador occidental se sigue posicionando separado de un territorio al que considera una alteridad, centrando su mirada solo en “el cómo habitar” y obtener beneficios individuales. En contraposición, en las cosmovisiones amerindias también interesa “el dónde y con quiénes cohabitar” (Rozzi, 2016). La conservación de los territorios y el acceso a ellos por parte de las comunidades de cohabitantes (humanos y no-humanos) es la condición de posibilidad para la continuidad de la vida. Entonces, el territorio amerindio no se compra ni se vende porque es la vida misma; debe ser cuidado a través de hábitos sostenibles porque debe perdurar. Por todo ello, no se puede robar o dañar sin resistencias, porque los territorios físicos, corporales y mentales conforman una sola unidad.

La colisión entre estas dos cosmovisiones y éticas ambientales siempre fue y será cruel, con el colonizador arrasando las tierras, los cuerpos y las mentes con una violencia inaudita, engendrada no solo en el desprecio a las mayorías colonizadas, sino en el miedo que produce en las minorías dominantes la capacidad de gestionar la vida en forma creativa, autónoma y soberana, la cual es propia de las comunidades indígenas, campesinas y populares que viven y sobreviven en la enorme Abya Yala.

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¿Qué significa la palabra “agroecología”?

Para dominar los territorios mentales, la minoría dominante nunca dejó de trabajar en la imposición de nuevas (viejas) palabras que permitan articular un discurso a fin de justificar el ecocidio y el saqueo de la fertilidad del suelo americano y que encubran, al mismo tiempo, la exuberancia de agriculturas tradicionales, precapitalistas, indígenas, campesinas o populares, contrapuestas de raíz al modelo extractivista agroexportador. ¿Con qué palabras se consigue empequeñecer la potencia de innumerables formas distintas de gestionar, en forma autónoma y sostenible, la reproducción social de las comunidades, que están vivas aún y en expansión en toda Abya Yala? ¿Con qué palabras es posible socavar la resistencia que esta trama subversiva de saberes y prácticas agrarias representa frente al espanto del modelo de agronegocios que produce pérdida de patrimonio biocultural y vulneración de derechos y garantías sociales, económicas y ambientales? ¿Con qué palabras se puede alimentar una (falsa) esperanza de respeto para los territorios físicos, corporales y mentales de las mayorías, que han sido sistemáticamente destruidos, violados, hambreados y enfermados y que buscan con urgencia otros sistemas alimentarios y sanitarios para no seguir comiendo venenos, para no tomar ni respirar contaminantes, para que no bañen de glifosato a les niñes cuando salen al patio de muchísimas escuelas rurales o periurbanas? Ante un modelo extractivista agroexportador que sucumbe por su propia insostenibilidad civilizatoria y ante el aumento de conflictos y crisis provocados por el colapso socioambiental y sanitario, las minorías dominantes encubren detrás de la palabra “agroecología” las innumerables formas distintas de reproducir la vida, ancestrales y actuales, que la misma palabra designa en Abya Yala.

La agroecología, conceptualizada por las mayorías indígenas, campesinas y populares, designa un conjunto inmenso de ideas, conocimientos y prácticas soberanos y emancipadores que no se rigen por normas universales, sino que son coconstruidos en cada tiempo y lugar, y cuyo objetivo es la reproducción social de la comunidad en condiciones dignas. Los sistemas agroecológicos son sustentables y sostenibles, son capaces de promover la justicia socioambiental y hacer realidad múltiples derechos humanos fundamentales. Por ejemplo, una alimentación sana, diversa, suficiente, sostenible y culturalmente adecuada. Esta representación mental de agroecología se constituye así en un territorio en disputa descarnada porque se opone al modelo impuesto por la agricultura hegemónica y lo resiste.

Con el fin de lograr que nada del modelo agroexportador cambie en lo sustancial, es indispensable para las corporaciones capitalistas que los significados ancestrales y populares de la agroecología se confundan con los del agronegocio a fin de cooptar y neutralizar cualquier disidencia con el modelo agrícola hegemónico. En este sentido, con el objeto de poder mantener el extractivismo en medio de conflictos socioambientales crecientes, es indispensable para las minorías dominantes deconstruir el concepto de agroecología, amputarle su esencia, resignificarlo (disimuladamente) en sentido opuesto y repetirlo infinitamente hasta que agroecología y agronegocio queden mimetizados.

El conocimiento tecnocientífico colonizado es cómplice, consciente o inconscientemente, de permear la (con)fusión entre estos significados opuestos, regurgitando en Latinoamérica lo que el Norte metafórico[2] (por ejemplo, la FAO o la ONU) diga lo que es y lo que no es la agroecología. Y, como señala Ana Esther Ceceña (2008), “no se puede esperar que las instituciones capitalistas actúen en contra de sus propios fundamentos y estos esfuerzos, encaminados a encontrar un modo menos predatorio de apropiación de la naturaleza, mantienen su finalidad de apropiársela” (p. 119). Este nuevo significado “colonizado” de agroecología garantiza la continuidad de la agricultura hegemónica industrial formando una “cortina de humo verde” con sus recomendaciones ecologistas y cientificistas, basadas en los mismos principios que sustentan el modelo de los agronegocios: lograr una mayor producción, comercialización y exportación de mercancías, promover nuevos procesos tecnificados en extremo que se desentienden de los habitantes y de los ambientes en donde tienen lugar, y continuar reemplazando socioecosistemas naturales por sistemas artificiales y dependientes de los nuevos insumos y servicios que desarrolla e impone el complejo agroindustrial.

Ante los conflictos que se multiplican involucrando nuevos sectores sociales que empiezan a percibir y entender las consecuencias del saqueo impuesto por los agronegocios, las corporaciones capitalistas se apropian de esta “agroecología colonizada” y la impulsan como una innovación tecnológica capaz de revertir la certeza de colapso que ellas mismas propiciaron. El nuevo objetivo de las corporaciones es obtener igual o mayores ganancias incluyendo en las mercancías alguna innovación tecnológica que las transforme en productos “orgánicos, agroecológicos o amigables con el ambiente”, destinados solo a mercados elitistas. Por ejemplo, monocultivos de semillas no transgénicas –pero certificadas–, alimentos sin agrotóxicos –pero con bioinsumos industriales–, etcétera. Esta “agroecología mercantilizada” se convierte así en una nueva y creciente fuente de commodities, servicios y patentes tecnológicas, es decir, en un atractivo agronegocio.

Progresivamente, el concepto de agroecología es transformado en un “eslogan verde”, que se utiliza, en forma indistinta, para designar un gradiente de agriculturas que se autoproclaman como agroecológicas pero que no comparten nada sustancial del profundo significado y praxis que las comunidades indígenas, campesinas y populares le asignan a la agroecología. Por ejemplo, esta “agroecología banalizada” designará sin distinciones como sistemas agroecológicos a cualquiera que realice agricultura ecológica, o sustentable, o familiar, u orgánica, o de precisión, o sin organismos genéticamente modificados, o sin insumos químicos de síntesis, o con intensificación ecológica, o con bajos insumos, o con prácticas amigables con el ambiente, o con especies nativas, o agricultura de pobres y militantes, etcétera. La repetición acrítica de esta “agroecología lavada de sus sentidos” se da en todos los ámbitos, también políticos y científicos, sin ningún tipo de conflicto ético, para justificar la destrucción del patrimonio biocultural y los crímenes socioambientales asociados al agronegocio.

Esta instrumentalización del concepto de agroecología para la cooptación y neutralización de cualquier disidencia con el modelo agrícola hegemónico desarticula sistemáticamente cualquier intento de considerar la agroecología como medio eficaz para disminuir la pérdida del patrimonio biocultural y de derechos humanos fundamentales. La agroecología forma parte de ese abanico de ideas, conocimientos y prácticas que siguen vigentes, como señalara Rodolfo Kusch (2012), en donde “el trato comercial implica la búsqueda o detección del margen de humanidad que está implícito en el otro y el interés comercial tiene una vigencia menor que la exigencia total de lo humano” (p. 123). Esta ética del cuidado de los vínculos entre cohabitantes, prácticas culturales y el ambiente donde se desarrollan considera el patrimonio biocultural como algo único, importante, que no se compra ni se vende, que no se puede recrear cuando se pierde, que es obligación respetar y cuidar para ser legado en las mismas condiciones que se recibió desde nuestros antepasados. Múltiples colectivos soberanos de Abya Yala entienden que la destrucción del patrimonio biocultural no es un “daño colateral” o una “externalidad” del modelo agroexportador, sino un perjuicio permanente, un ecocidio generado por el modelo de “desarrollo y progreso” pregonado por una minoría para escatimar derechos a las mayorías. Un país que pierde su patrimonio biocultural es un país más pobre y desigual, porque pierde progresivamente su humanidad, su soberanía alimentaria y sanitaria, su autonomía, sus buenas relaciones sociales, sus identidades culturales, sus bienes comunes, destruyendo la matriz indispensable para la justicia socioambiental.

Descolonizar para poder cohabitar

Otros mundos más igualitarios que el gobernado por el discurso colonizador del “progreso” y el “desarrollo” no son una utopía en Abya Yala, sino que constituyen una realidad viva en innumerables colectivos soberanos, que ya no aceptan la opresión porque comprenden que son las corporaciones del agronegocio las que se apropian de sus territorios. Es indispensable que el Estado reconsidere su obligación de regular las relaciones de poder para, al menos, hacer posible la coexistencia entre el modelo hegemónico de agronegocios y una agroecología que cuide los vínculos entre cohabitantes y el ambiente. Es decir, incluir la agroecología (indígena, campesina y popular) dentro de una estrategia política-científica para disminuir la pérdida de patrimonio biocultural, la exclusión, el hambre y la pobreza; y así lograr que a nadie le falte lo mínimo para vivir con dignidad. Ante la crisis, es insoslayable la necesidad de romper el cerco conceptual colonizador que normaliza y naturaliza el saqueo de los territorios desde hace quinientos años y que reproduce, en todos los ámbitos, el sistema de dominación. Es urgente descolonizar nuestros territorios físicos, corporales y también mentales, descolonizando nuestra educación, nuestros medios masivos de comunicación y las palabras con que nombramos nuestras formas de entender, habitar y valorar el mundo.

Referencias

De Sousa Santos, B. (2011). Epistemologías del Sur. Buenos Aires: CLACSO.
Ceceña, A. E. (2008). Derivas del mundo en el que caben todos los mundos. México: CLACSO, Siglo XXI.
–– (2018). “Territorialidad del poder”. En: Revista Inclusiones, vol. 5, Núm. Especial, octubre - diciembre.
Giarracca, N. & Palmisano, T. (2013). “Tres lógicas de producción de alimentos: ¿Hay alternativas al agronegocio?”. En: Giarracca, N. & M. Teubal (coords.), Actividades extractivas en expansión: ¿Reprimarización de la economía argentina? Buenos Aires: Antropofagia.
Kusch, R. (2012). Esbozo de una antropología filosófica americana. Rosario: Fundación A. Ross.
Rivera Cusicanqui, S. (2010). “Sociología de la Imagen. Una visión desde la historia colonial andina”. En: Ch’ixinakaxutxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Buenos Aires: Tinta Limón.
Rozzi, R. (2016). “Bioética global y ética biocultural”. En: Cuadernos de Bioética, 27(3).


Notas

[1] Utilizamos el nombre Abya Yala a fin de visibilizar la viva presencia de pueblos que resisten, desde la pluriversalidad del mundo, el nombre América impuesto por los conquistadores.
[2] Según Boaventura de Sousa Santos (2011), el Norte metafórico incluye a las élites (globales y locales) capitalistas y el Sur metafórico está formado por los sectores históricamente discriminados.






 

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