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Construyendo la casa común

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Por Rubén Dri / A PROPÓSITO DE LA ENCÍCLICA LAUDATO SI / La segunda encíclica del papa Francisco, firmada el 24 de mayo de 2015, parte de la certeza respecto de la imposibilidad de edificar un futuro mejor sin considerar la crisis ecológica y el sufrimiento de los excluidos. Es, por ende, un firme llamado a colaborar en la construcción y protección de la casa que compartimos, y a resolver las dramáticas consecuencias de la degradación ambiental. Además de describir sus síntomas, invita a pensar en ciertas problemáticas transversales ligadas a un modo de comprender la vida y la acción de los seres humanos que resulta dañino. Aquí, el abordaje de cuatro de esas cuestiones fundamentales que hablan de las raíces de esta crisis.
A PROPÓSITO DE LA ENCÍCLICA LAUDATO SI / La segunda encíclica del papa Francisco, firmada el 24 de mayo de 2015, parte de la certeza respecto de la imposibilidad de edificar un futuro mejor sin considerar la crisis ecológica y el sufrimiento de los excluidos. Es, por ende, un firme llamado a colaborar en la construcción y protección de la casa que compartimos, y a resolver las dramáticas consecuencias de la degradación ambiental. Además de describir sus síntomas, invita a pensar en ciertas problemáticas transversales ligadas a un modo de comprender la vida y la acción de los seres humanos que resulta dañino. Aquí, el abordaje de cuatro de esas cuestiones fundamentales que hablan de las raíces de esta crisis.

Por Rubén Dri
Teólogo y filósofo.

Fotos: Sebastián Miquel

La encíclica Laudato si se abre con el cántico del pobre de Asís: “Alabado seas mi Señor por la hermana nuestra madre tierra”, que, como sostiene San Pablo, “gime y sufre dolores de parto”, sin olvidar que “nosotros mismos somos tierra”, como afirma el Génesis.

La destrucción de la diversidad biológica, de los bosques y de las zonas húmedas, la contaminación de las aguas, del suelo y del aire, constituyen otros tantos “pecados” de los que tenemos que arrepentirnos y que debemos denunciar, al mismo tiempo que comprometernos a colaborar para “construir la casa común”.

Luego de la introducción, la encíclica realiza una rápida descripción fenomenológica de la destrucción de la casa común, de la contaminación de todos los elementos vitales, aire, agua, ríos y arroyos, tierra, de la pérdida de la biodiversidad y de la inequidad planetaria.

En esta nota abordamos cuatro de los diversos problemas que la encíclica plantea a continuación de tal descripción y que consideramos centrales.

El diálogo entre ciencia y religión

“La ciencia y la religión –apunta la encíclica–, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas” (p. 49). En ese diálogo, menester es tener en cuenta qué nos pueden aportar cada uno de estos dos modos de saber y de comportamiento. La encíclica nos dice que la “Iglesia Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico y eso le permite producir diversas síntesis entre la fe y la razón” (p. 50).

Todos los adelantos que se produjeron en el conocimiento, sobre todo desde el Renacimiento en adelante, tuvieron siempre momentos de choques intensos con la manera como el cristianismo, especialmente el que se expresa en la Iglesia católica, veía el mundo. Los casos de Giordano Bruno, Galileo y Darwin son ejemplares. Todos se produjeron, entre otros motivos, porque se ignoró el objetivo, la finalidad de los modos de conocimiento, el que nos aporta poder y el que nos aporta sentido.

Los animales no se plantean el sentido de la existencia. Desde su nacimiento ya están orientados. El ser humano es el único que necesita mucho tiempo para orientarse. Eso es así porque su aparición es la aparición de la razón, de la apertura a la universalidad sin límites.

Esa apertura genera un determinado tipo de conocimiento que se expresa mediante el mito, la religión y la filosofía, que constituyen siempre conocimiento de la universalidad, de la totalidad, y otorgan sentido. Este se encuentra siempre en un ámbito de totalidad. El sentido de lo que yo hago en este momento lo encuentro si lo que hago lo ubico en el ámbito de la totalidad de mi proyecto de vida.

Es decir, mito, religión y filosofía constituyen conocimiento de la totalidad, ubicación en un ámbito de totalidad, cada uno de los cuales lo hace de manera distinta, sin desbancarse mutuamente. Ninguno de esos conocimientos desaparece de la órbita humana, sino que continuamente se transforman.

Las ciencias no se orientan hacia la universalidad, sino hacia la parcialidad. Cuanto más científica es una ciencia, más particulariza su objetivo de conocimiento. Basta pensar en el conocimiento del cuerpo humano que hasta no hace mucho el médico dominaba. Ahora cada órgano tiene su ciencia específica y necesita una curación específica. Y nada digamos del campo de la energía atómica.

La ciencia, dado que siempre es conocimiento de las particularidades de los diversos ámbitos de la realidad, no me puede orientar en el sentido, no me otorga sentido. Lo que me otorga es poder. El conocimiento del cuerpo humano otorga poder sobre el mismo, poder que puede ser utilizado para la curación o para el daño.

“No podemos ignorar –dice la encíclica– que la energía nuclear, la biotecnología, la informática, el conocimiento de nuestro propio ADN y otras capacidades que hemos adquirido nos dan un tremendo poder” (p. 81). En qué sentido voy a utilizar ese poder, eso no me lo puede decir la ciencia, eso me lo dicen el mito, la religión y la filosofía. El cuerpo humano es un campo ilimitado de conocimientos que continuamente se ensanchan y profundizan.

La encíclica denuncia “una gran desmesura antropocéntrica que, con otro ropaje, hoy sigue dañando toda referencia común y todo intento por fortalecer los lazos sociales”, que nos lleva al “sueño prometeico de dominio sobre el mundo que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles” (p. 91). Ello acontece cuando se le pide a la ciencia que nos otorgue sentido, cuando eso no lo puede hacer y entonces se produce la confusión entre sentido y poder, y es este último el que es tomado como sentido. Se le pide a la ciencia lo que esta no puede dar.

Se requiere, en consecuencia, una combinación dialéctica entre conocimiento de la totalidad y conocimiento de la particularidad, entre mito-religión-filosofía y ciencia. El avance de esta última no desbanca los conocimientos anteriores, sino que les proporciona un nuevo ámbito en el cual se produce la “superación” (Aufhebund).

Las relaciones: Dios, prójimo, tierra

“Los relatos de la creación en el libro de Génesis contienen en su lenguaje simbólico y narrativo profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra” (p. 52).

Como, por otra parte, el hombre ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios”, esas relaciones, sospechamos, no se encuentran solo entre los seres humanos y su hábitat, sino también, y de modo excelso, en Dios. Efectivamente es así: “Las personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones […] En el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de relaciones que se entrelazan secretamente. Esto no solo nos invita a admirar las múltiples conexiones que existen entre las criaturas, sino que nos lleva a descubrir una clave de nuestra propia realización. Porque la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas” (p. 181).

 “Las personas divinas son relaciones subsistentes”. No es que son personas que tienen relaciones, sino que son relaciones. Estas son constituyentes. De la misma manera, nosotros somos relaciones: somos un entramado, un ensamble de relaciones que nos constituyen.

Hay relaciones que enferman y relaciones que curan, relaciones de muerte y relaciones de vida, relaciones que nos enriquecen y relaciones que nos empobrecen.

Leemos en los evangelios diversas narraciones en las que se nos presenta a Jesús curando. Si nos fijamos bien, veremos que, en realidad, lo que se produce es un cambio de relaciones, un nuevo entramado de relaciones que crean un ámbito de curación, de vida.

“Y dijo al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y, al momento, todos vieron que cargaba su camilla para irse con ella. La gente quedó asombrada, y todos alabaron a Dios, pues decían: ‘Nunca hemos visto nada parecido’” (Mc. 2:11-12).

En el capitalismo, y sobre todo en su etapa neoliberal como la que estamos atravesando, las relaciones son enfermantes, son relaciones de muerte. El otro no es el que puede potenciar mi libertad. Todo lo contrario, es el enemigo, es el que me enferma.

El relato de Caín y Abel es, precisamente, el relato de la ruptura de relaciones, en especial de una relación no solo enfermante, sino de muerte, que incluso lleva a la muerte física. “Si haces el mal el pecado está agazapado a las puertas de tu casa. Él te acecha como fiera que te persigue, pero tú debes dominarlo” (Gn. 4:7).

Entramado de relaciones. Relaciones de vida y relaciones de muerte, relaciones de amor y relaciones de odio, relaciones creativas y relaciones destructivas. El pecado nos acecha. En cualquier momento pega el salto y clava su garra en nuestro cuello. ¿Estamos, pues, perdidos? De ninguna manera. “Tú debes dominarlo”, debes hacer que en el entramado de relaciones que te constituyen, sean las relaciones de amor, de vida, las que dominen a las relaciones de odio, de muerte, que seguirán acechando.

Relaciones de vida y relaciones de muerte. Entramado de relaciones constituyentes. ¿No hay descanso? “Dios terminó su trabajo el séptimo día y descansó este día de todo lo que había hecho. Bendijo Dios este séptimo día y lo hizo santo porque ese día él descansó de todo su trabajo de creación” (Gn. 2:2).

Entramado de relaciones constituyentes, relaciones cambiantes que producen un gran desgaste de energía que continuamente debe ser restaurada. Es el momento del descanso, el momento de restauración de energía, de restauración de relaciones.

El cuerpo y el ambiente

Existe una “ecología del hombre” porque “también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo”, dice Francisco, citando a Benedicto XVI.

La naturaleza del hombre se expresa en el “cuerpo” que “nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación” (p. 120).

Cuando hablamos de “dominio sobre el cuerpo” estamos suponiendo que el cuerpo es un “instrumento”. ¿De qué?, ¿de quién? Del alma, suponemos. Estamos tomando el cuerpo como si fuese un objeto.

El evangelio de Juan no dice que Dios “tomó un cuerpo como el nuestro y un alma como la nuestra”, como decía el catecismo católico, sino “El Verbo se hizo carne” (Verbum caro factumest).

Dice Gabriel Marcel que no es correcto decir que tengo un cuerpo, sino más bien “soy mi cuerpo”. El cuerpo es yo mismo en cuanto manifiesto. Esto naturalmente no es una versión de la fórmula materialista que en realidad suprime el yo a favor de una estructura objetificada, hipostasiada como real. Es la afirmación-límite de la negación de objetificar la relación cuerpo-alma” (Gallaguer, p. 50).

La encíclica continúa: “También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador y enriquecerse recíprocamente” (p. 120).

Política y economía

La separación de ámbitos que se produce en la modernidad llevó a la separación entre la economía y la política, como si se tratase de dos ámbitos no solo diferentes, sino también excluyentes, de tal manera que por un lado existiría la economía como actividad que, a su vez, se expresa y estudia con una “ciencia” que se denomina “economía”, y por otro lado existiría otra ciencia que se denominaría “política”.

Esa separación, en lo concreto, se traduce en dos ámbitos diferentes, ocupado uno por el Estado y el otro, por el mercado. En la doctrina liberal, desde Adam Smith sabemos que es el mercado el que mediante la “mano invisible” se encarga de distribuir los bienes que la sociedad produce. En el neoliberalismo imperante, dicha mano invisible fue sustituida por el “derrame”. Hay que dejar que el mercado se desarrolle a sus anchas, sin ningún tipo de obstáculos, y él mismo se encargará de la distribución.

Sobre el tema, la encíclica se pronuncia claramente: “La política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictados y al paradigma eficientista de la tecnocracia. Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana” (p. 144).

Pero ¿qué es el bien común? La encíclica lo define como “el conjunto de las condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (p. 121). Tal vez más apropiado sería decir: “para el logro de la propia realización”.

Ahora bien, está claro que no es el mercado, es decir, no son las poderosas corporaciones económicas, las grandes empresas, los bancos, todo el poder financiero, quienes se encargarían de crear las condiciones para que los ciudadanos puedan realizarse plenamente, porque su finalidad no es esa sino la ganancia.

Como dice la encíclica: “La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que solo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación” (p. 144).

El bien común, por otra parte, exige que se pongan en práctica las medidas conducentes al logro del “destino universal de los bienes”, lo cual supone la subordinación “de la propiedad privada”, que no puede ser aceptada como derecho absoluto sin el reconocimiento de su “función social”.

Esta afirmación de la encíclica se acompaña con la afirmación de que “el rico y el pobre tienen igual dignidad porque a los dos los hizo el Señor” (p. 74), como se afirma en los proverbios (Prv. 22:2). Es necesario aclarar que el Señor no hizo a los pobres y a los ricos, sino a seres humanos, algunos de los cuales se enriquecieron en la medida en que otros se empobrecieron, generando una desigualdad que debe ser superada.

Como dice el Deuteronomio: “No olvides que fuiste esclavo en la tierra de Egipto de la que Yavé tu Dios te sacó” (Dt. 5:15), por lo cual “no debe haber pobres en medio de ustedes” (Dt. 15:4).





 

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