Dirección Diagonal 113 y 63, Nº 291. La Plata, Pcia. de Bs. As.

Teléfonos 0221- 4223770 / 4250133 (interno 161)

Correo maiz@perio.unlp.edu.ar

ISSN: 2314-1131


Formas de vivir

| revistamaíz.com.ar
EN PRIMERA PERSONA (Por Alexandra Kohan) / Hacer preguntas, producir hiatos que no están dados, ensanchar la geografía de lo posible y lo decible ahí donde parece que no hay alternativa. Eso, dice Alexandra Kohan, es pensar, resistiéndose a la dicotomía antiintelectualista entre el pensar y el hacer y asumiendo que pensar en la escena pública es siempre un acto político. En esta nota, frente a esa nueva escena que es la pandemia, nos invita a introducir preguntas como modo de hacer... EN PRIMERA PERSONA / Hacer preguntas, producir hiatos que no están dados, ensanchar la geografía de lo posible y lo decible ahí donde parece que no hay alternativa. Eso, dice Alexandra Kohan, es pensar, resistiéndose a la dicotomía antiintelectualista entre el pensar y el hacer y asumiendo que pensar en la escena pública es siempre un acto político. En esta nota, frente a esa nueva escena que es la pandemia, nos invita a introducir preguntas como modo de hacer de la incertidumbre un lugar menos amenazante y, a la vez, de disputar el sentido de la vida para que no sea un objeto más en la lógica de los bienes que el mercado pretende preservar. Porque detener la máquina productiva, parar esa cinta que nos transporta y nos lleva a no tener tiempo que perder, a vivir suponiendo que no hay nada que perder, que se puede vivir sin perder nada, es también un acto de resistencia. 

Por Alexandra Kohan
Psicoanalista y docente de la UBA.

Fotos: Sebastián Miquel

Ya no queremos morir. De evidente y omnipresente, la muerte se ha vuelto escandalosa.
Anne Dufourmantelle 

Imaginemos una ciudad donde no hay deseo. Supongamos por ahora que los habitantes de la ciudad siguen comiendo, bebiendo y procreando de alguna manera mecánica; no obstante, su vida parece chata.
Anne Carson

Pensar es hacer preguntas. Producir hiatos y escansiones que no están dados, ensanchar la geografía de lo posible y de lo decible ahí donde parece que no hay espacio, que todo está clausurado, que solo resta “hacer lo que corresponde”, que “no hay alternativa”. Hacer preguntas, entonces, cobra la forma de un acto: se hacen preguntas, no están hechas, no vienen preformateadas. No es solamente un ejercicio retórico, no se trata de un devaneo intelectual ni de autoerotismo: pensar es separar, puntualizar, precisar, desviar, equivocar sentidos que parecían fijos y coagulados. Me resisto a esa dicotomía antiintelectualista entre el pensar y el hacer, toda vez que considero que pensar es ya un hacer. Y si ese pensar es público y con otros, queda claro su sesgo político. Pensar en la escena pública es un acto político. Pensar es, también, o sobre todo, hacer preguntas y precisar las condiciones de un modo de disponer las piezas de una escena que se precipita contingente, sorpresiva, de modo inesperado y rotundo. La pandemia es esa nueva escena pero que, en cuanto emergió como novedad, ya no dejó de repetirse idéntica a sí misma aunque en una especie de paradoja: es nuevamente idéntica, idéntica cada vez que emerge como nueva, es lo extraño en lo familiar, pero, lejos de ser efímero, se hace consistente y permanece en su extrañeza.

Es una escena en la que estamos intentando acomodarnos aunque, entiendo, lo mejor que puede pasarnos es no acomodarnos del todo. Por eso, aunque por momentos me resulte vano el ejercicio de pensar en este contexto, otras veces creo que es lo único que me posibilita no acostumbrarme a esta escena ahí donde pensar me produce incomodidad y vacilación.

El mundo se detuvo, el mundo, tal y como lo conocíamos hasta ahora, ya no está más allí. Ya no hay afuera y nos encontramos replegados o, en rigor, el mundo nos ha empujado hacia ese repliegue un tanto agobiante. Quedamos metidos en los pliegues de un mundo en retirada. Somos, como diría Antonio Di Benedetto, víctimas de la espera. Habitamos la cifra de la angustia: la inminencia. Porque, como sugiere Maurice Blanchot, “el desastre es su propia inminencia”. Vimos cómo se retiró la ola pero aún no se dibuja el tamaño que tendrá la siguiente. Al menos eso pasa en Argentina, en donde se habla de que todavía falta el pico, que junio, que julio, que viene, que no viene. Mientras, se siguen contando los muertos. Las coordenadas trágicas insisten en dibujarse en lo que va a ser una tragedia sin héroes.

No se trata entonces de paralizarnos esperando lo peor, tampoco se trata de hacer como si nada pasara y continuar con nuestras vidas. Se trata de dar lugar a la singularidad, esa que Marcelo Percia define como “desprendimiento de certezas individuales que agonizan, no dice lo excepcional, sino lo único”. Aquello que se torna inasible a la lógica mercantil, que se escapa. Por eso se trata, creo yo, de detenernos a pensar el mientras tanto, el mientras, el tanto. De detener la máquina productiva, esa que nos lleva a no poder parar, a no tener tiempo que perder, a vivir suponiendo que no hay nada que perder, que se puede vivir sin perder nada. Parar esa máquina, esa cinta que nos transporta y nos hace autómatas en nuestras vidas, es también un acto de resistencia.

Porque, como señala José Luis Juresa, “el ser del capitalismo es el ser de la acción pura (“no te detengas”), no la del acto, que para el psicoanálisis es una acción –tal vez mínima– que se sustrae de la pura acción, de la acción como un fin en sí mismo, para cuya continuidad infernal hay todo tipo de estímulos (drogas, entretenimientos varios) que la garantizan”. A la frenética imposición de producir, al imperativo de no perder tiempo, de seguir subidos a la línea de producción, intentar pensar algo es, para mí, una resistencia a lo que Percia llama “tiranías de la productividad”. Es así que, incluso atravesados por estos dispositivos que nos conducen a la pretensión de normalidad –estar escribiendo una nota–, incluso metidos hasta el límite en ellos, intentamos introducir un hiato –se me ocurrieron dos figuras que casualmente tienen que ver con el cuerpo: los fórceps y los llamados espaciadores dentales–, porque es abrir un espacio donde parecía que algo no pasaba, no cabía, no podría hacerse lugar. Entre medio de los cuerpos amarrados, confinados, abatidos si no muertos, las preguntas recogen algo de la vitalidad amenazada.

dos sillas vacias en la playita frente al rio



Hacer preguntas en medio del desastre es también desacomodarse y desacomodar, desquiciarse y desquiciar, desviarse y desviar aquello que se pretendía inconmovible. Porque el desastre, dirá Blanchot, desorienta lo absoluto, va y viene en un desconcierto nómade. Es en ese desconcierto, en esa incertidumbre, en ese saber que no hay, que considero que las preguntas pueden funcionar como un acto, no que arroje certezas ni saber, sino que haga de la incertidumbre un lugar habitable y menos amenazante.

Se trata de empezar a hacer preguntas, de que no nos agobie la mera gestión de la vida y el contador de los muertos. Más acá de las distintas políticas sanitarias, se trata de no dejarse tomar por una lógica disciplinar, al menos en lo discursivo. Más allá de los consensos acerca de la cuarentena, del encierro obligatorio, se hace necesario empezar a preguntarnos, empezar a tensionar todo eso que no queremos que se pretenda dado. Como planteó hace poco Aïcha Liviana Messina, si no intentamos pensar o poner a funcionar alguna lectura, “estamos simplemente aterrados, anulados en nuestra subjetividad”. Es en ese gesto de precisar, de acomodar las piezas, que también dijo que “más que remitir a la vida o a la muerte, el virus nos remite a las formas de la vida y de la muerte”. Se trata entonces de no ser meros objetos. Se trata también, según creo, de empezar a resistir a cierta obediencia que se impone aun entendiendo que el confinamiento, la distancia y la imposibilidad del encuentro físico sean necesarios aunque no sean una garantía. Se trata de empezar a introducir una diferencia entre cumplir u obedecer. “Obedecer es la ficción de que ante la ley la subjetividad se disuelve mientras que cumplir pareciera ser más de rebaño de formas de vida: tiene deseo”, dice Florencia Angilletta.

Se hace necesario, al menos para mí, empezar a introducir preguntas como modo de disputar el sentido de la vida para que no quede solamente del lado de un bien, que no sea un objeto más en la lógica de los bienes que el mercado pretende preservar.

Una tarde de marzo, dirigí este mensaje de texto a mi pareja que estaba en la misma casa: “si preservar tanto la vida implica que ya no vamos a tener vida, no sé si quiero preservarla, no sé si quiero que me cuiden tanto”. Esa misma tarde, una amiga muy querida me mandó el primer texto de Paul Preciado en el que se pregunta lo siguiente: “¿Bajo qué condiciones y de qué forma merecería la pena seguir viviendo?”.

Solo una lectura prejuiciosa leería en esas preguntas un deseo de salir a contagiarnos o de salir a contagiar, a transgredir la cuarentena en nombre de la libertad individual. No me interesa subrayar aún más ese gesto maniqueo que ha distribuido el asunto entre los que apoyan la cuarentena y los que no la apoyan (llamando a estos últimos anticuarentena). No se trata de eso. Entiendo y apoyo lo que este gobierno decidió, y creo que es la mejor solución. Pero aun así quiero formular preguntas. Así como hay formas de decir, también hay formas de vivir y formas de morir. Se trata de interrogar qué formas son esas sin quedar tomados por la lógica disciplinar que nos conduce a la ficción de que somos obedientes, que nos conduce a la anestesia que produce creernos del lado del bien.

Aïcha Liviana Messina también afirmó: “la ciencia es un ámbito ambivalente. Nunca es una búsqueda pura de conocimientos, porque necesariamente depende de financiamientos, estructuras, políticas. La ciencia puede abrirnos a lo desconocido o ser usada para legitimar discriminaciones, e incluso, lo sabemos, proyectos de exterminación. O bien tomará la vida como un valor que hay que preservar a toda costa, pensando entonces la vida como su objeto; o bien se pensará desde la fragilidad y la vulnerabilidad que constituyen su necesidad y motor, y que permiten pensar la vida en los modos de su despliegue, no como un valor en sí. En este segundo caso, la ciencia es inseparable del arte y de todo lo que nos invita a crear y a poner en cuestión nuestro modo de ser, de formar mundos”.

Me interesa, entonces, sostener las paradojas inevitables como un modo de hacer mundos, sobre todo hoy que nuestros mundos han caído. Las paradojas, esas que funcionan, no para ser resueltas, sino para mostrar lo que irrumpe contra toda expectativa, contra el sentido esperado, repetido y esterilizado, aséptico. Me interesa la paradoja como forma de despertarnos del sentido común estereotipado. Porque la paradoja nos inquieta y nos mantiene dispuestos a pensar. La paradoja es acaso una forma de la resistencia. Muchos son los que se han detenido de distintas maneras en las paradojas de la cuarentena. Destaco tres. José Luis Juresa dijo: “y he aquí la paradoja final: el virus se asoma a nuestra contemporaneidad como la minúscula materialización del bien que nos permea para arrebatarnos el cuerpo de la vida pública y política. Y otra vez el deseo es confinado al aislamiento del cuerpo que se enamora, que se apasiona, y que tiembla frente a la nueva limpieza que suena muchísimo más a la función ‘cleaned’ del teclado que, a prevención, protección y preservación de la humanidad, tal como se pregona”. Por su parte, Virginia Cano sostuvo: “díganme si no es paradójico que el deseo de cuidar los cuerpos nos prive de lo más hermoso que tienen, su capacidad de afectarse, de rozarse, de contagiarse, de conmoverse en el piel-con-piel, tejido-contra-tejido, carne-sobre-la-carne”. En el mismo sentido, Juan Bautista Ritvo dice: “el tapabocas que nos protege y nos ahoga, que nos mantiene en una especie de letargo casi animal, que nos separa del otro y nos entrega a nuestras negras fantasías, es una nueva metáfora que se integra al tropel de metáforas que denuncian qué es nuestro mundo actual”. Hay otras. Elegí estas tres porque hablan del deseo y de los cuerpos, esos que fueron sustraídos de la escena pública, de las ciudades. Y, como dice Anne Carson: “una ciudad sin deseo es, en suma, una ciudad sin imaginación. Allí la gente piensa solo lo que ya conoce”. Eso conduce a la quietud, a la fijeza, a la inmovilidad. Las paradojas arman un mundo en el que es posible recuperar algo de la vitalidad porque sacuden los subterfugios de la comodidad, nos confrontan con lo insoportable y con lo insoluble, con eso que no tiene solución ni disolución.

Creo que abrir espacios para que lo incierto pueda desplegarse, para que las paradojas nos inquieten, es un gesto que nos trae de nuevo el deseo al cuerpo, nos trae de nuevo el deseo y el cuerpo. Aun, y sobre todo, cuando el mundo se encuentre privado de ellos.

 

| revistamaiz.com.ar |
Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons de Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.