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Los sueños perdidos de la Revolución de Mayo

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Por Hernán Brienza / LA TRADICIÓN DEL IGUALITARISMO RADICAL / ¿Por qué no se reivindica en la actual Argentina la revolución popular de Chuquisaca? ¿Por qué se la desconoce y ningunea? ¿Qué significa establecer como mito fundacional la revolución porteña antes que la de la América profunda? Celebrar Mayo de 1810 ¿no es celebrar también las amputaciones a las que fue sometido este continente?...
LA TRADICIÓN DEL IGUALITARISMO RADICAL / ¿Por qué no se reivindica en la actual Argentina la revolución popular de Chuquisaca? ¿Por qué se la desconoce y ningunea? ¿Qué significa establecer como mito fundacional la revolución porteña antes que la de la América profunda? Celebrar Mayo de 1810 ¿no es celebrar también las amputaciones a las que fue sometido este continente? ¿Por qué se decide festejar los intereses de una ciudad-puerto y no el desacato de la intelectualidad americana más brillante? Crónica del nacimiento de la patria, un 25 de mayo pero de 1809, entre otra gente y en otro rincón del territorio, donde se jugó la suerte de los sueños más profundos de la Revolución y se produjo el hecho igualitario más radical de todo el proceso emancipador, que incluyó a los pueblos originarios como protagonistas.

Por Hernán Brienza
Politólogo y periodista.

Fotos: Sebastián Miquel

El andamiaje cultural porteñocéntrico impuso en la sociedad argentina la interpretación que indica que la libertad y la independencia en nuestro territorio nacieron en Buenos Aires y en mayo de 1810. Pero lo cierto es que nuestra patria no nació ese día: los sueños de república, de libertad, de independencia, la Primera Junta en estas tierras no provinieron de esa ciudad-aldea portuaria, atestada de sacerdotes ocultadores, comerciantes rapaces, contrabandistas nocturnos y pensadores liberales. No. La patria fue parida otro día: curiosamente, otro 25 de mayo, pero de 1809. Exactamente un año antes. Y en el otro rincón del territorio. Allí en Chuquisaca, en el Alto Perú, en el corazón de la América andina, entre gente de rostros cobrizos, de caminar cansino y tonada cadenciosa.

Chuquisaca pertenecía entonces al Virreinato del Río de La Plata, pero tenía una serie de beneficios propios: autonomía administrativa y poder de policía propio. Su gran tesoro no era la plata potosina ni las regalías de la aduana. Su riqueza era la Universidad Mayor, Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca, uno de los centros de estudios más importantes del mundo. Era tan reconocida que la llamaban “la Atenas de América”. En sus aulas estudiaron Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo, entre otros revolucionarios jacobinos que se pasean por estas páginas. La Universidad de Chuquisaca era el verdadero centro de las luces de principios del siglo XIX.

Todo comenzó cuando llegaron a América las noticias de la caída del rey Fernando VII y la instauración de la Junta de Sevilla. La Real Audiencia de Charcas –como también se conocía a la ciudad que hoy se llama Sucre en honor al mariscal Antonio José, mano derecha de Simón Bolívar– se opuso y llamó a constituir otras juntas provinciales. En noviembre de 1808, el delegado sevillano, el mismísimo Goyeneche, entró en la ciudad de Chuquisaca e intentó que el territorio quedara en manos de Carlota Joaquina Teresa de Borbón, hermana de Fernando y reina regente de Portugal en el Brasil. De inmediato, los claustros de la Universidad se convirtieron en un polvorín y rechazaron de plano las exigencias de Goyeneche, y el regente Antonio de Boeto se enfrentó con el delegado sevillano acusándolo de querer entregar América a los portugueses. Públicamente, recuerda el historiador José María Rosa, lo acusó de ser “un aventurero audaz y un general de cartón”. La sesión solemne para el Real Acuerdo terminó a los sillazos y de un lado quedaron el arzobispo Benito María Moxó y Francolí, el virrey Santiago de Liniers y el presidente de la Real Audiencia, Ramón García de León y Pizarro, y del otro los oidores y la Universidad. Poco después, la Audiencia reconoció la autoridad de la Junta sevillana, pero el germen revolucionario ya había despertado.
En un panfleto titulado Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos, Monteagudo hacía suyo el famoso silogismo de Chuquisaca: “¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas”, rezaba el lema independentista.


Los meses que siguieron fueron de agitación y conspiraciones. En un panfleto titulado Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos, escrito por Monteagudo, el jacobino tucumano hacía suyo el famoso silogismo de Chuquisaca: “¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas”, rezaba el lema independentista. Monteagudo expone no sólo la soberanía americana, sino también el fundamento de toda soberanía política: la felicidad del pueblo. Con un estilo entusiasta y voluntarista, escribe: “Infiero que ni el juramento del vasallaje que han prestado al español los americanos, ni la posesión de trescientos años que ha logrado aquel en ella, son título suficiente para deberlos dominar. No el juramento, porque no debiendo haber sido más libre que aquel en que sacrifica el hombre su libertad misma, no ha inducido en el americano obligación alguna el violento y cautivo que ha prestado al español si el terror que ha inspirado en él la ferocidad de aquel, el miedo de ser víctimas sangrientas de su despotismo, la terrible situación de ser destituidos de armas para defenderse, el ver depositada la fuerza en solos los españoles y en ellos solos reunida la autoridad, es el cautivo principio de donde nace su compromiso. Y si no, responded, ¿de dónde resulta la nulidad del vasallaje que han prestado los habitantes de la península al francés Emperador? Sin duda de la fuerza que les infiere la imposibilidad de resistir. Pero aun cuando este juramento fuese libre y espontáneo, no fue, como rengo dicho, bajo de la tácita e indispensable condición de que los monarcas españoles los mirasen con amor y felicitasen su patria. ¿Y bien? ¿En dónde está esta felicidad? ¿En la ignorancia que han fomentado en la América? ¿En la tenaz porfía y vigilante empeño de impedir a Minerva el tránsito del océano y de sujetarla en las orillas del Támesis y del Sena? ¿En tenerlos gimiendo bajo del insoportable peso de la miseria, en medio mismo de las riquezas y tesoros que les ofrece la amada patria? ¿En haberlos destituido de todo empleo? ¿En haber privado su comercio e impedido sus manufacturas? ¿En el orgullo y despotismo con que se les trata por el español más grosero? ¿En haberlos últimamente abatido y degradado hasta el nivel de las bestias? Sí. En esto consiste la felicidad que les ha prodigado la España y de aquí mismo la nulidad de sus votos. Si de la dominación de trescientos años queréis valeros para justificar la usurpación, debéis confesar primero que la nación española cometió un terrible atentado cuando, después de ochocientos años que se sujetó a los moros, consiguió sacudir su yugo. Debéis responder a la misma España, Francia e Inglaterra que después de haber sufrido una dilatada serie de años la dominación de los romanos, restablecieron al fin su libertad y merecieron los elogios de toda su posteridad. ¿Queréis que cuando la España, por manifiesto castigo del brazo vengador del Omnipotente, sufre en su ruina y destrucción la misma suerte que ha hecho experimentar a las Américas, permanezcan y estén sujetas todavía a un Fernando que habla conmigo ahora en la región de los muertos? ¿Queréis que cuando el cielo les abre la puerta de la felicidad, sean tan insensibles que permitan el pesado yugo de otra nación? ¿No es cierto que cuando la convulsión universal de la metrópoli y el terrible contagio de la entrega llegaran sin duda hasta la América, deben aspirar a vivir independientes?”

Sin dudas se trata de un texto que por su valor histórico y su pluma febril corta la respiración. Y concluye con la memorable arenga del Inca: “Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día, con semblante tranquilo y sereno, la desolación e infortunios de vuestra desgraciada patria, recordad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos, desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación y amanezca el claro y luminoso día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia. Sí, paisanos, vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios. Reuníos pues, corred a dar principio a la gran obra de vivir independientes. No nos detenga Fernando, porque o no tiene o no tendrá en breve más vida que su nombre, ni más existencia que la que publican el fraude y la mentira. Revestíos de entusiasmo y publicando vuestra libertad, seréis todos dichosos y el espectáculo de una felicidad será envidiable en el universo entero”.

Los chuquisaqueños decían obedecer solamente al rey Fernando VII y que si él faltaba no tenían por qué reconocer a una autoridad intermedia. Cuando regresó el documento, García de León y Pizarro comenzó a modificarlo, pero una nueva pueblada lo interrumpió. A fines de abril, el presidente pidió ayuda al intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz, para que pusiera orden en la audiencia citada para el 20 de mayo. Pero los revolucionarios supusieron que iban a ser reprimidos por las fuerzas potosinas y decidieron ganarles de manos. Sin embargo, García de León y Pizarro mandó detener a los oidores que conspiraban contra él.

Ubicado a 4.000 metros de altura, en el Templo del Sol, donde miles y miles de hombres y mujeres se postraron a rezar a sus dioses y donde esos mismos se reunían para reclamar a sus autoridades, es decir, en el centro político y económico del Incanato, Castelli miró a su pueblo y le dijo: “Nada tendrá que desear mi corazón, al ver asegurada para siempre la libertad del Pueblo Americano”.

Finalmente, la revolución estalló el 25 de mayo a las 18 hs, cuando fue detenido el oidor Jaime de Zudáñez. El levantamiento no se hizo esperar: el pueblo lo acompañó a la cárcel y comenzó a apedrear los edificios públicos. Fue prácticamente liberado por la multitud, que lo llevó en andas hasta la Plaza Mayor. Entre la gente se destacaba, dicen las crónicas de la época, el mismísimo Monteagudo, quien gritaba: “Muera el mal gobierno, viva el rey Fernando VII”. García de León y Pizarro renunció el 26 por la madrugada y asumió la “Audiencia gobernadora”.

Un párrafo aparte merece el joven tucumano, nacido el 20 de agosto de 1789, que inició su carrera política en mayo de 1808 cuando, en la ciudad de Chuquisaca, obtuvo el título de abogado y se dedicó a trabajar como defensor de pobres. Monteagudo, en su rol de intelectual, escribió de puño y letra la primera proclama independentista: “Hasta aquí hemos tolerado esta especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria, hemos visto con indiferencia por más de tres siglos inmolada nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto que degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes y mirado como esclavos. Hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina”.

No quedan dudas. Había nacido la Primera Junta Americana en territorio argentino.

Ahora bien, ¿por qué no se reivindica en la actual Argentina la revolución popular de Chuquisaca? ¿Por qué se la desconoce y se la ningunea? ¿Qué significa festejar como mito fundacional la revolución porteña antes que la de la América profunda? Celebrar Mayo de 1810 ¿no es celebrar también las amputaciones a las que fue sometido este continente con complicidad de los directoriales como Juan Martín de Pueyrredón (la Banda Oriental) y de los liberales como Bernardino Rivadavia (Bolivia)? ¿Por qué se decide festejar los intereses de una ciudad-puerto antes que el desacato de la intelectualidad americana más brillante?

Quizás la respuesta se encuentre, también, en los intereses que pugnaban en aquella región norteña. En el Alto Perú se jugó la suerte de los sueños más profundos de la Revolución de Mayo. Allí se produjo el hecho igualitario más radical de todo el proceso emancipador y que incluyó a los pueblos originarios como protagonistas. Ocurrió el 25 de mayo de 1811 y fue el intento de Castelli de profundizar la revolución que había empezado en 1809 en Chuquisaca y se había confirmado exactamente un año antes en la altiva Buenos Aires. Los actores principales de dicha jornada fueron Castelli y Monteagudo. Juntos, jefe y secretario, al mando del Ejército Auxiliar del Alto Perú, contaron con el apoyo de los caudillos parroquianos como Juana Azurduy y Manuel Padilla. Estaban de pie frente a su formación. A un costado, el precario cañoncito bautizado Túpac Amaru en homenaje al líder americano descuartizado; de frente, su ejército y miles de criollos, mestizos e indígenas que escuchaban con atención sus palabras.

No estaban en cualquier lugar, estaban en Tiahuanaco, cerquita nomás del Lago Titicaca, donde, dicen, Manco Cápac y Mama Ocllo fundaron hace cientos de años el Imperio inca. Ubicado a 4.000 metros de altura, en el Templo del Sol, donde miles y miles de hombres y mujeres se postraron a rezar a sus dioses y donde esos mismos se reunían para reclamar a sus autoridades, es decir, en el centro político y económico del Incanato, Castelli miró a su pueblo y le dijo: “Nada tendrá que desear mi corazón, al ver asegurada para siempre la libertad del Pueblo Americano”. Y en su proclama, pronunciada en castellano pero traducida en lenguas originarias, decretó: “Los sentimientos manifestados por el gobierno superior de esas provincias desde su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad en todas las clases, dedicando su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de elegirla más ejecutivamente. En este caso se consideran los naturales de este distrito, que por tantos años han sido mirados con abandono y negligencia, oprimidos y defraudados en sus derechos y, en cierto modo, excluidos de la mísera condición de hombres que no se negaba a otras clases rebajadas por la preocupación de su origen. Así es que, después de haber declarado el gobierno superior, con la justicia que reviste su carácter, que los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos, sin otra diferencia que la que presta el mérito y aptitud: no hay razón para que no se promuevan los medios de hacerles útiles reformando los abusos introducidos en su perjuicio y propendiendo a su educación, ilustración y prosperidad con la ventaja que presta su noble disposición a las virtudes y adelantamientos económicos.

No hay dudas de que el proceso revolucionario incluía entre sus principios más agudos la lógica igualitaria radical entre los distintos pueblos que componían América. Y que los pueblos originarios eran considerados protagonistas del proceso. Así lo demuestran las acciones de Castelli y Belgrano en el norte, los acuerdos de San Martín en Cuyo para el cruce de los Andes, las proclamas de Monteagudo.

En consecuencia, ordeno que siendo los indios iguales a todas las demás clases en presencia de la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos distritos, del mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados, dedicarse con preferencia a informar de las medidas inmediatas o provisionales que puedan adoptarse para reformar los abusos introducidos en perjuicio de los indios, aunque sean con el título de culto divino, promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre repartimiento de tierras, establecimientos de escuelas en sus pueblos y excepción de cargas impositivas indebidas: pudiendo libremente informarme todo ciudadano que tenga conocimientos relativos a esta materia a fin de que, impuesto del por menos de todos los abusos por las relaciones que hicieren, pueda proceder a su reforma.

Últimamente declaro que todos los indios son acreedores a cualquier destino o empleo que se consideren capaces, del mismo modo que todo racional idóneo, sea de la clase y condición que fuese, siempre que sus virtudes y talentos los hagan dignos de la consideración del gobierno y a fin de que llegue a noticia de todos se publicará inmediatamente con las solemnidades de estilo, circulándose a todas las juntas provinciales y su subalterna para que de acuerdo con los ayuntamientos celen su puntual y exacto cumplimiento, comunicando a todos los subdelegados y jueces de su dependencia estas mismas disposiciones: en inteligencia de que en el preciso término de tres meses contados desde la fecha deberán estar ya derogados todos los abusos perjudiciales a los naturales y fundados todos los establecimientos necesarios para su educación sin que a pretexto alguno se dilate, impida, o embarace el cumplimiento de estas disposiciones. Y cuando enterado por suficientes informes que tengo tomados de la mala versación de los caciques por no ser electos con el conocimiento general y espontáneo de sus respectivas comunidades y demás indios, aun sin traer a consideración otros gravísimos inconvenientes que de aquí resultan, mando que en lo sucesivo todos los caciques sin exclusión de los propietarios o de sangre no sean admitidos sin el previo consentimiento de las comunidades, parcialidades o aíllos (Ayllus) que deberán proceder a elegirlos con conocimiento de sus jueces territoriales por votación conforme a las reglas que rigen en estos casos, para que beneficiada en estos términos se proceda por el gobierno a su respectiva aprobación.”

Se trataba del acto de mayor radicalismo igualitario de la Revolución de Mayo: todos eran libres e iguales. Y luego también decretó la emancipación de los pueblos, el libre avecinamiento, la libertad de comercio, el reparto de las tierras expropiadas a los enemigos de la revolución entre los trabajadores de los obrajes, la anulación total del tributo indígena, equiparó legalmente a los indígenas con los criollos y los declaró aptos para ocupar todos los cargos del Estado, tradujo al quechua y al aimara los principales decretos de la Junta, abrió escuelas bilingües –quechua-español, aimara-español–, removió a todos los funcionarios españoles de sus puestos, fusilando a algunos, deportando a otros y encarcelando al resto. Obviamente, era demasiado revolucionario, tanto para las élites altoperuanas como para el gobierno porteño.

La pulsión jacobina de Castelli iba a ser refrendada dos años después por la Asamblea del Año XIII. En aquella oportunidad, los constituyentes legislaron sobre el sistema de explotación colonial del trabajo indígena: la mita, la encomienda y el yanaconazgo. “La política de ampliación de derechos hacia los pueblos originarios estuvo presente desde el origen de la revolución”, explica el historiador misionero Pablo Camogli en su libro Asamblea del Año XIII. “En consecuencia, resulta lógico que entre las primeras disposiciones de la Asamblea se encontrara la ratificación formal del fin de toda forma de explotación laboral de los pueblos originarios. En la sesión del viernes 12 de marzo de 1813, se sancionó el decreto expedido por la Junta Provisional de Gobierno relativo a la extinción del tributo y además la derogación de la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios bajo todo respecto y sin exceptuar aún el que prestan a las iglesias y sus párrocos o ministros.”

Al igual que lo había hecho Castelli dos años atrás, la Asamblea, ya en carácter de oficial, informa que “se tenga a los mencionados indios de todas las Provincias Unidas por hombres perfectamente libres y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos que las pueblan”. No hay dudas de que el proceso revolucionario incluía entre sus principios más agudos la lógica igualitaria radical entre los distintos pueblos que componían América. Y que los pueblos originarios eran considerados protagonistas del proceso. Así lo demuestran las acciones de Castelli y Manuel Belgrano en el norte, los acuerdos de José de San Martín en Cuyo para el cruce de los Andes, las proclamas de Monteagudo. Sin embargo, con la institucionalización de la independencia aquellos deseos fueron apagándose. Rápidamente, el proto-Estado con centro en Buenos Aires irá empujando a los pueblos originarios a la frontera del sistema capitalista, desplazándolos de la centralidad igualitaria al lugar de la Otredad salvaje. A partir de la segunda década de la revolución, la “frontera productiva” combatirá a las tribus aborígenes hasta la Campaña al “desierto” en 1879, o a los territorios del Chaco ya entrado el siglo XX.

Pero pese al infeliz y brutal destino que el Estado nacional argentino propinó a los pueblos originarios a lo largo de doscientos años, hubo un momento luminoso en la relación. Fue en los albores de la revolución, cuando hombres como Mariano Moreno, Castelli, Monteagudo –todos ellos estudiantes de la luminosa Universidad de Chuquisaca–, Belgrano y San Martín soñaron la posibilidad de una república igualitaria en la que sólo reinara la diferencia de las capacidades y de la idoneidad individual. Eran liberales, claro. Pero de una tradición progresista que nunca más se iba a repetir con esa fuerza –al menos ya no desde el autodenominado liberalismo– en la historia argentina.

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