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El territorio como campo de lucha

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Por Carlos Del Valle Rojas / LOS ESTADOS NACIONALES CHILENO Y ARGENTINO Y EL PUEBLO MAPUCHE / Desde que se independizaron de la corona española, las oligarquías criollas han implementado diversas estrategias para asegurar el poder. Si la segunda parte del siglo XIX se caracterizó por la aplicación de una necropolítica que acompañó la constitución de unos Estados nacionales blancos, masculinos y productivos y se cristalizó...
LOS ESTADOS NACIONALES CHILENO Y ARGENTINO Y EL PUEBLO MAPUCHE / Desde que se independizaron de la corona española, las oligarquías criollas han implementado diversas estrategias para asegurar el poder. Si la segunda parte del siglo XIX se caracterizó por la aplicación de una necropolítica que acompañó la constitución de unos Estados nacionales blancos, masculinos y productivos y se cristalizó en las intervenciones genocidas de los ejércitos argentino y chileno contra los mapuche, la tan gradual como eficiente producción de estos como enemigos será la estrategia constante hasta el siglo XXI: un proceso que comienza con la estigmatización, conforma una discriminación sistemática con base en la naturalización de la diferencia, se consolida en la judicialización de toda manifestación o reclamo y culmina en la sujeción criminal como la más perversa de las prácticas. Apogeo, crisis de los relatos hegemónicos y desafíos inmediatos.

Por Carlos Del Valle Rojas
Doctor en Comunicación. Profesor titular de la Universidad de La Frontera, Temuco, Chile.

Fotos: Sebastián Miquel

Del exterminio y el despojo a la insurgencia: cuando el territorio es el campo de lucha

La expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Hacer morir o dejar vivir constituye, por tanto, los límites de la soberanía, sus principales atributos. La soberanía consiste en ejercer un control sobre la mortalidad y definir la vida como despliegue y la manifestación del poder. (Mbembe, 2011: 20)

Aunque hay quienes sostienen que las oligarquías se apropiaron del poder en América Latina, lo cierto es que ellas mismas lo crearon con arreglo a sus propios intereses y desde entonces lo detentan casi invariablemente. Luego, no puede apropiarse del poder quien siempre lo ha mantenido. Sin embargo, no cabe duda de que la estética, el lenguaje y algunos de los intereses en disputa han cambiado; de modo que lo que sí podemos observar son diferentes estrategias para asegurar el control y el poder.

En efecto, los grupos económicos y políticos que se independizan de la corona española a comienzos del siglo XIX serán los mismos que diseñan e implementan luego los Estados nacionales; pero no sólo eso, es la misma oligarquía criolla que, en pos de la idea de Estado nacional, gestionará violentamente los territorios.

En este proceso de gestión violenta de los territorios como campo en disputa, observaremos al menos dos tipos de intervención: el exterminio y el despojo. En ambos casos la matriz es la misma, a saber, Estados nacionales blancos, masculinos y productivos –y si es posible, medianamente ilustrados–. A esto llamamos el proyecto civilizatorio. Una ideología institucionalizada, clasista y racista en sus bases, genocida en sus métodos y oligarca en su vocación y propósitos.

Será la gestión violenta de los territorios de los nuevos Estados nacionales lo que calará hondamente y determinará las relaciones socioculturales hasta nuestros días; siendo hitos fundacionales la Campaña del Desierto en Argentina y la Pacificación de La Araucanía en Chile, que constituyen acciones genocidas contra el pueblo mapuche y que no han tenido el tratamiento político-jurídico que corresponde.

Será precisamente la gestión violenta de los territorios de los nuevos Estados nacionales lo que calará hondamente y determinará las relaciones socioculturales hasta nuestros días; siendo hitos fundacionales las intervenciones militares de la segunda parte del siglo XIX, con la Campaña del Desierto en Argentina y la Pacificación de La Araucanía en Chile –eufemismos aparte–, que constituyen acciones genocidas contra el pueblo mapuche y que no han tenido el tratamiento político-jurídico que corresponde. Se trata, evidentemente, de la aplicación planificada, sistemática y eficiente de una necropolítica (Mbembe, 2011), una política basada en una decisión gubernamental sobre quién merece morir, quién será exterminado.



Si hay escaso reconocimiento de los hechos, menos de su profundidad y alcances. Como tampoco ha habido restauración –material y simbólica– que haga perdonable lo imperdonable.

Si la segunda parte del siglo XIX se caracterizó por las intervenciones genocidas de los ejércitos de ambos países, cuyo objetivo militar de eliminar al mapuche se logró con mayor o menor eficiencia, según el caso, el siglo XX sumará estrategias que combinan la invisibilización y el olvido.

La producción del “enemigo íntimo”: una estrategia constante de los siglos XIX, XX y XXI

En estos relatos hay siempre un héroe, un crimen, una víctima y un villano […] el villano es intrínsecamente malo e irracional: el héroe no puede razonar con el villano; tiene que luchar contra él y derrotarlo o matarlo. (Lakoff, 2007: 57)

Lo que define la producción del “enemigo íntimo” (Nandy, 1983) como una estrategia es, por una parte, su persistencia y, por otra, los diferentes modos de producción que la caracterizan.

Lo anterior, porque observaremos un enemigo que durante el siglo XIX: (a) es convenientemente identificado en el propio territorio y con el cual existen históricas relaciones de vecindad, por eso es íntimo. Esta fase es coincidente en Chile y Argentina. (b) Es desacreditado mediante atribuciones de carácter moral propias de la época, entre las cuales encontramos las nociones de “bárbaro” y “salvaje”.

En tanto, en el siglo XX será estigmatizado por su supuesta oposición y resistencia casi natural al “desarrollo económico” y la “modernidad”, en cuyo caso se retomarán estereotipos de otras épocas (siglos XVI y XVII), como los de “flojo”, “borracho” e incluso “rebelde”. Este período tendrá muchos matices entre Argentina y Chile, básicamente porque en Chile se focalizará en la región sur de La Araucanía, que, por las altas expectativas de producción agrícola y forestal, será reiteradamente condenada a la improductividad como responsable importante de la “falta de desarrollo” del país. En Argentina, en cambio, las comunidades mapuche se concentran en las pampas del sur, cuya producción tendrá otras dinámicas y, en cualquier caso, una población indígena mucho más escasa.

Finalmente, el siglo XXI es una época caracterizada especialmente por reivindicaciones y demandas desde la perspectiva de los derechos humanos, por lo tanto, los mapuches asumirán –como señal de los tiempos– el carácter de un movimiento social fuerte, razón por la cual no se dudará en rotularlos un paso más allá de la figura del “rebelde”, para pasar a la imagen del “terrorista”, es decir, quien se moviliza entre el anarquismo y la violencia radical. El terrorista es, pues, la figura del opositor sin ley, que atenta contra el “orden público”, de modo que amerita la aplicación de un derecho penal como enemigo (Jacobs y Cancio, 2003), materializado en la invocación desde el Estado nacional de la Ley Antiterrorista y la Ley de Seguridad Interior del Estado, como en el caso chileno. Este tercer momento volverá a reencontrar a Chile y Argentina, con no más de dos décadas de diferencia; porque mientras en Chile comienza en 1997 –con el primer atentado incendiario e invocación de la Ley de Seguridad Interior del Estado– y tiene un hito importante en 2002 con la muerte del primer mapuche producto del conflicto, en Argentina comenzará en 2017, con las primeras movilizaciones y tomas de terrenos, pero también con la muerte del primer mapuche producto del conflicto.

Pero el camino de la producción del enemigo íntimo es tan gradual como eficiente. Comienza con discursos estigmatizadores altamente metafóricos y difundidos a través de la industria cultural. La estigmatización, construida en base a ciertos estereotipos y prejuicios, opera como atributos desacreditadores, va conformando una discriminación sistemática en la cual la diferencia ha sido naturalizada y constituye una explicación del conflicto –“son conflictivos porque son diferentes”–. Como la diferencia –y, por supuesto, los diferentes– es causa de conflictos y estos deben ser superados, cualquier manifestación o reclamo indígena es judicializado –esto es, tratado exclusivamente en los tribunales– y criminalizado –vale decir, despolitizado absolutamente–. Realizadas estas operaciones, la protesta social mapuche adquiere una tipología criminal propia (criminación), según la cual siempre son ellos los culpables (incriminación); constituyéndose así un perfecto derecho penal del enemigo. Sólo de este modo llegamos al momento final de esta estrategia –la más perversa de las prácticas de los Estados nacionales y sus gobiernos privados indirectos–, la sujeción criminal (Misse, 2018), es decir, el trabajo de una máquina político-jurídica de pretensiones totalizadoras, que logra convencer al otro (enemigo íntimo) de su condición criminal y de la imposibilidad de su restauración –porque él mismo programa las políticas de “rehabilitación” y “resocialización”–.

Crisis de los relatos hegemónicos, tensiones institucionales e incertidumbres

La modernidad es el extático holocausto de la racionalidad indígena, aunque lo que la sustituya sea un vulgar remedo de las inalcanzables angustias del occidental industrial; la nacionalidad es la erradicación de las identidades colectivas irreductibles a la abstracción del Estado, en tanto que la diferencia es la folclorización paternalista de las distinciones civilizadoras. (García Linera, 2009: 251)

Lo que observamos hoy es cómo todo lo anterior ha entrado en una profunda crisis, especialmente durante los últimos diez años, cuando el indígena mapuche extiende las demandas y reivindicaciones de sus tierras, utiliza para ello métodos violentos y desprecia hondamente la oligarquía –hoy trasvestida empresarial y transnacional–.



Cuando las crisis se hacen constantes, las narrativas que sostenían la institucionalidad que aseguraba la hegemonía –cuando el Estado nacional sólo regula las operaciones del mercado, es funcionalmente reducido, privatizado y empobrecido– se desdibujan, abren paso a nuevos actores y relaciones, y por lo tanto sus actores y roles tradicionales son desmitificados.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con el relato de la justicia, donde la capacidad de juzgar de los tribunales es fuertemente cuestionada.

En el sur de Chile, luego de veinte años de sostener invariablemente el relato hegemónico –sustentado por cierto en los fallos de los propios tribunales– que rezaba que “los indígenas mapuches son responsables de los actos terroristas que se les imputa”, por cierto bajo el régimen de una certeza moral de dudosa procedencia, el Tribunal de Temuco falló en el último caso que los mapuches imputados –y a quienes se aplicó la Ley Antiterrorista– no eran responsables de los hechos, esto es, no se logró acreditar su culpabilidad a través de las innumerables pruebas recogidas. Fue tal el impacto de esta decisión que la resistencia social, cultural y política –antes que la propia jurídica– desplazó la discusión hacia la figura del juez que dictó la sentencia. ¿Por su incompetencia?, ¿por su mal manejo del caso? No, porque al momento de leer el fallo vestía una chaqueta roja, señal inequívoca –para muchos– de su parcialidad. Una parcialidad cromática. El discurso hegemónico siguió al pie de la letra el axioma estratégico sostenido por Lakoff (2007), la única salida fue cambiar el marco, evitar hablar de la sentencia, para debatir sobre la chaqueta roja del juez. Allí sí tenían mucho que decir quienes se oponían al fallo y deseaban mantener el relato hegemónico –hecho prescriptivo– de que los indígenas mapuches eran los responsables con prescindencia de cualquier fallo jurídico-judicial, y por lo mismo sólo era admisible un fallo de culpabilidad. La absolución era la negación de la eficacia de la Justicia.

Los desafíos inmediatos: reconocimiento material y simbólico

Pues el respeto de las culturas en el diálogo cultural no se puede limitar a una actitud formal de reconocimiento de la existencia de otra cultura a la manera en que el derecho nos obliga a respetar el derecho a la existencia de otra persona. (Poulain, 2017: 99)

Es imposible intentar avanzar en la resolución del conflicto entre los Estados nacionales y el pueblo mapuche –al cual se debe sumar decididamente a las empresas transnacionales– sin diálogos por convicción. Como también es prácticamente imposible avanzar en el diálogo sin el reconocimiento sincero de los hechos históricos ocurridos. Aquí los eufemismos no tienen cabida: se trató de intervenciones militares de tipo genocida. Todo lo demás es retórica. En Chile esto es particularmente decisivo, porque después de cuarenta años se mantenía el debate si la dictadura se originó con una intervención militar o un golpe militar. Bueno, supongo que aún hay quienes confunden intervenir políticamente con invadir militarmente.

Ahora bien, el reconocimiento ha de ser a la vez material y simbólico, porque junto a políticas de distribución –de tierras, de uso, de acceso a la salud y la educación, etcétera– es necesario implementar políticas de reconocimiento simbólico, por ejemplo en la Constitución, en la autonomía regional, etcétera.

Esto es particularmente complejo en el marco de una gubernamentalidad privada indirecta (Mbembe, 2011), que los gobiernos de derecha insisten en mantener si no abiertamente profundizar, porque es la realización de su sueño más arcaico: privatizar los Estados y desde allí lograr el paraíso del “libre flujo de mercancías”, que no es más que asegurar las ganancias de la nueva oligarquía sin protección alguna.

Este escenario es particularmente complejo, porque el modelo económico neoliberal sostiene los fundamentos mismos de todo el sistema y desde hace mucho. Al respecto, el Banco Mundial –cuyo rol ha sido clave para los países latinoamericanos, especialmente en los ochenta y noventa– tiene una doctrina muy clara:

By promoting urban migration and education, ethnic groups advance the private fortunes of their members. On the other hand, ethnic groups organize politically; occasionally they engage in acts of violence, destroying wealth and discouraging the formation of capital. Ethnic groups can thus both generate benefits and inflict costs on societies. (Bates, 1999)

Referencias

Bates, R. (1999). “Ethnicity, capital formation, and conflict”, en Social Capital Initiative Working Paper, Nº 12. Washington D.C.: The World Bank, Social Development Department, Social Capital Working Paper Series.
García Linera, Á. (2009). La potencia plebeya. Acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia. Bogotá: Siglo del Hombre Editores y CLACSO.
Jakobs, G. y M. Cancio (2003). Derecho penal del enemigo. Madrid: Civitas Ediciones.
Lakoff, G. (2007). No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. Madrid: Editorial Complutense.
Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Seguido de Sobre el gobierno privado indirecto. Santa Cruz de Tenerife: Melusina.
Misse, M. (2018). El crimen como el ser del sujeto. Escritos sobre la sujeción criminal. Temuco: Ediciones Universidad de La Frontera.
Nandy, A. (1983). The intimate enemy. Loss and recovery of self under colonialism. Oxford: Oxford University Press.
Poulain, J. (2017). Sobre la capacidad de juzgar. Temuco: Ediciones Universidad de La Frontera.


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