CUANDO SE INTENTA INVISIBILIZAR LA DESIGUALDAD / La negación de las consecuencias psíquicas y sociales de la diferencia sexual va de la mano de la búsqueda de transferir la responsabilidad de la violencia machista al feminismo radical.
Por Renata Passolini
Psicóloga y psicoanalista con perspectiva de género.
Fotos: Sebastián Miquel
Las expresiones radicales de cualquier movimiento social suelen ser las más ruidosas, extremas y de características violentas, no así las formas de expresión más sutiles que generan menor interés social. Dentro del movimiento feminista han tenido un impacto social más inmediato las movilizaciones de la militancia y de los activismos que el discurso académico de estudiosas que vienen trabajando sin tregua desde el siglo pasado.
Me pregunto por qué la definición de feminismo queda asociada solo a una de sus formas de expresión. A nivel personal, las formas en que se hace un reclamo pueden gustarnos más o menos, pero no dejan de ser la denuncia de una desigualdad social y contienen el deseo de subvertir la realidad a una más igualitaria. Haciendo un gran esfuerzo, se podría pensar que aún existen personas que desconocen esta cara de la desigualdad, pero dadas las cifras de mujeres que mueren cada día a manos de sus parejas, padrastros, novios y amantes, entre otros vínculos de género, me pregunto si se puede realmente sostener que no existe tal desigualdad.
Me resulta más adecuado pensar en una negación de la desigualdad, no solo en un desconocimiento. La pregunta entonces sería por qué hoy en día necesitamos negar la brecha que existe entre hombres y mujeres. Podríamos respondernos que se niega la diferencia a raíz de los privilegios que algunos podrían perder a causa de su reconocimiento. Debemos tener presente que una potente ilusión de igualdad colabora para que podamos negar las consecuencias psíquicas y sociales de la diferencia sexual.
Pienso en la religión, como formadora de pensamiento, como artesana de una moral y de un discurso que intenta darnos respuestas a cada paso. Conversando sobre cuestiones de género, un estudioso de la Biblia me decía “Dios los hizo hombre y mujer” intentando explicarme con una frase el sinsentido de los estudios de género y la denuncia de la desigualdad en ese plano, cuando todos somos iguales ante Dios. Sin embargo, la Iglesia pide a las mujeres, entre otros mandatos, sumisión a sus maridos para ser buenas esposas y saber acompañarlos.
Conozco personas admirablemente inteligentes que niegan la influencia que la diferencia sexual adquiere en nuestra sociedad y en nuestras vidas particulares. Personas que se llaman a sí mismas progresistas, que tienen un compromiso social con los colectivos más vulnerables, pero niegan la existencia del patriarcado o la desigualdad social que produce la dominación social masculina.
Como psicoanalista, he acompañado a muchas mujeres que, cursando su embarazo, expresaban sin entender muy bien por qué un ferviente deseo de “que sea varón”, o su decepción porque “era mujer”. Otras tantas han relatado abusos sexuales en su temprana infancia surgidos al interior de su entorno familiar y luego silenciados por este mismo círculo. Otras dan cuenta de tortuosos recorridos vitales a causa de crisis en torno de la maternidad y las vicisitudes que esto genera en sus vidas amorosas, laborales, profesionales, sociales, las transformaciones en sus cuerpos, en su autoestima, etcétera. Me cuesta pensar que nada de esto sea visto por aquellas personas que niegan el efecto nocivo de las desigualaciones sociales que genera la diferencia sexual en nuestras vidas.
El reconocido humorista Daniel Paz, en su publicación “El nudo infinito” en el diario Página/12, dice que de todas las formas de expresión del feminismo decide quedarse con la más berreta: el feminismo radical. ¿Por qué decide quedarse con esta forma si no ve en ella nada valioso? ¿Será que para hablar del feminismo se debe rebajarlo hasta quitarle todo su valor?
El texto, humorístico, dice: “Las mujeres son buenas, los hombres son malos”, y todos sus derivados, por ejemplo “Las mujeres siempre dicen la verdad, los hombres siempre mienten”. Luego ofrece ocho tips ágiles y amenos para que gane la ultraderecha, conectando de forma causal al feminismo radical con el avance de la ultraderecha. Sugiere que “Si las mujeres siguen siendo así, los varones jóvenes seguirán votando nazis”. Ojalá el feminismo radical fuera tan potente como para torcer las elecciones. Ojalá el feminismo pudiera tener agencia sobre los nazis o la ultraderecha; seguramente sería más simple revertir estos tiempos tormentosos en los que vivimos. Ojalá los hombres se sintieran implicados como parte del problema, y como parte de la solución. No es posible un cambio si gran parte de la población niega el padecimiento que este problema genera a nivel social, familiar, individual, y resulta que quienes denuncian lo que está pasando son acusadas por sus “malas” formas y descartadas por “berretas”.
El feminismo, como cualquier “ismo”, encierra múltiples expresiones, y ninguna de ellas es culpable de que gane la derecha en el mundo. Del mismo modo que el humorista encuentra coherente su planteo, se podría decir: “Sigan así, varones neoliberales de derecha, que las mujeres jóvenes seguirán haciéndose feministas”. Cada quien se encontrará pensando la idea del derecho o del revés según su ideología, su idiosincrasia, su identidad, su género. Parafraseando a Bertolt Brecht, debemos estar avisados de que “al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime”.
El problema de la desigualdad social a causa de la diferencia sexual se plantea simplemente porque esta diferencia existe, en primera instancia, a nivel de los cuerpos, pero también a nivel de las consecuencias psíquicas y sociales que la divisoria en dos colectivos ha causado históricamente sobre nosotros. Y si desde el siglo XIX se insiste en la denuncia es porque dicha diferencia genera sufrimiento, dicha diferencia mata.
Las expresiones radicales son parte de la denuncia que hace el feminismo, que no pide la muerte del macho –ni lo mata–, sino que exige una sociedad más equitativa para mujeres y varones. Y propuestas como la de Paz no colaboran en esa dirección, sino que tienen más que ver con la historia del colectivo masculino, que más de una vez se ha creído mejor y más capacitado que el femenino, y esto hasta con un respaldo científico: quizá sea un recuerdo encubridor (Freud), pero siendo niña escuché en la televisión a diversos representantes de la ciencia explicando cómo el tamaño del cerebro nos hacía más o menos inteligentes.
Es un silogismo filosófico repetido de forma performática el que dice “Todos los hombres son mortales”, con el que Aristóteles dio cuenta de un tipo de razonamiento que tenemos los humanos, donde avanzamos a partir de una generalización para sacar nuestras conclusiones a partir de las premisas iniciales. Pero no todas las generalizaciones son ciertas. Ni todas las mujeres son buenas, ni todos los hombres son malos, ni todos los hombres mienten. Siempre hay algo de maldad y bondad en el humano, aunque se reparta de forma diferente en cada uno. Por otro lado, la mentira no es privativa de un género, pero es cierto que, en sus formas más patológicas, está muy presente en la perversión. Solo es cuestión de ver cómo se reparten numéricamente las personas según su género en la psicopatía, la perversión y, en definitiva, las acciones delictivas, los homicidios, y luego observar la cantidad de población carcelaria, la cual es estadísticamente mayor para el colectivo masculino. No partir de generalizaciones es un mejor comienzo para nuestro pensar, y, en definitiva, para la representación que nos hacemos de nuestra realidad.
Tal vez nos lleve mucho tiempo ver una distribución de roles y funciones de género que no nos perjudique a todos. Y, si bien hoy en día se pueden ver transformaciones, no hay certezas sobre las formas que tomarán los vínculos entre los géneros en un futuro. Pero negar la realidad y culpar a quienes sufren las consecuencias de la desigualación social del sistema actual no es una buena dirección a tomar. Recordemos que el nazismo no tuvo en su conformación el empuje del movimiento feminista, mucho menos del feminismo radical, dado que aún no había surgido. Sin darse cuenta, el mensaje latente en la publicación del humorista Paz sería: “Sigan así, mujeres, que despertarán la violencia de los hombres jóvenes”, culpando de algún modo a algunas mujeres –las feministas radicales– por el ascenso de las expresiones más violentas en el colectivo masculino. Así vamos, a tientas, sin entender por qué gana la derecha en el mundo o por qué las mujeres buenas se hacen feministas.
Las expresiones radicales de cualquier movimiento social suelen ser las más ruidosas, extremas y de características violentas, no así las formas de expresión más sutiles que generan menor interés social. Dentro del movimiento feminista han tenido un impacto social más inmediato las movilizaciones de la militancia y de los activismos que el discurso académico de estudiosas que vienen trabajando sin tregua desde el siglo pasado.
Me pregunto por qué la definición de feminismo queda asociada solo a una de sus formas de expresión. A nivel personal, las formas en que se hace un reclamo pueden gustarnos más o menos, pero no dejan de ser la denuncia de una desigualdad social y contienen el deseo de subvertir la realidad a una más igualitaria. Haciendo un gran esfuerzo, se podría pensar que aún existen personas que desconocen esta cara de la desigualdad, pero dadas las cifras de mujeres que mueren cada día a manos de sus parejas, padrastros, novios y amantes, entre otros vínculos de género, me pregunto si se puede realmente sostener que no existe tal desigualdad.
Me resulta más adecuado pensar en una negación de la desigualdad, no solo en un desconocimiento. La pregunta entonces sería por qué hoy en día necesitamos negar la brecha que existe entre hombres y mujeres. Podríamos respondernos que se niega la diferencia a raíz de los privilegios que algunos podrían perder a causa de su reconocimiento. Debemos tener presente que una potente ilusión de igualdad colabora para que podamos negar las consecuencias psíquicas y sociales de la diferencia sexual.
Pienso en la religión, como formadora de pensamiento, como artesana de una moral y de un discurso que intenta darnos respuestas a cada paso. Conversando sobre cuestiones de género, un estudioso de la Biblia me decía “Dios los hizo hombre y mujer” intentando explicarme con una frase el sinsentido de los estudios de género y la denuncia de la desigualdad en ese plano, cuando todos somos iguales ante Dios. Sin embargo, la Iglesia pide a las mujeres, entre otros mandatos, sumisión a sus maridos para ser buenas esposas y saber acompañarlos.
Conozco personas admirablemente inteligentes que niegan la influencia que la diferencia sexual adquiere en nuestra sociedad y en nuestras vidas particulares. Personas que se llaman a sí mismas progresistas, que tienen un compromiso social con los colectivos más vulnerables, pero niegan la existencia del patriarcado o la desigualdad social que produce la dominación social masculina.
Como psicoanalista, he acompañado a muchas mujeres que, cursando su embarazo, expresaban sin entender muy bien por qué un ferviente deseo de “que sea varón”, o su decepción porque “era mujer”. Otras tantas han relatado abusos sexuales en su temprana infancia surgidos al interior de su entorno familiar y luego silenciados por este mismo círculo. Otras dan cuenta de tortuosos recorridos vitales a causa de crisis en torno de la maternidad y las vicisitudes que esto genera en sus vidas amorosas, laborales, profesionales, sociales, las transformaciones en sus cuerpos, en su autoestima, etcétera. Me cuesta pensar que nada de esto sea visto por aquellas personas que niegan el efecto nocivo de las desigualaciones sociales que genera la diferencia sexual en nuestras vidas.
El reconocido humorista Daniel Paz, en su publicación “El nudo infinito” en el diario Página/12, dice que de todas las formas de expresión del feminismo decide quedarse con la más berreta: el feminismo radical. ¿Por qué decide quedarse con esta forma si no ve en ella nada valioso? ¿Será que para hablar del feminismo se debe rebajarlo hasta quitarle todo su valor?
El texto, humorístico, dice: “Las mujeres son buenas, los hombres son malos”, y todos sus derivados, por ejemplo “Las mujeres siempre dicen la verdad, los hombres siempre mienten”. Luego ofrece ocho tips ágiles y amenos para que gane la ultraderecha, conectando de forma causal al feminismo radical con el avance de la ultraderecha. Sugiere que “Si las mujeres siguen siendo así, los varones jóvenes seguirán votando nazis”. Ojalá el feminismo radical fuera tan potente como para torcer las elecciones. Ojalá el feminismo pudiera tener agencia sobre los nazis o la ultraderecha; seguramente sería más simple revertir estos tiempos tormentosos en los que vivimos. Ojalá los hombres se sintieran implicados como parte del problema, y como parte de la solución. No es posible un cambio si gran parte de la población niega el padecimiento que este problema genera a nivel social, familiar, individual, y resulta que quienes denuncian lo que está pasando son acusadas por sus “malas” formas y descartadas por “berretas”.
El feminismo, como cualquier “ismo”, encierra múltiples expresiones, y ninguna de ellas es culpable de que gane la derecha en el mundo. Del mismo modo que el humorista encuentra coherente su planteo, se podría decir: “Sigan así, varones neoliberales de derecha, que las mujeres jóvenes seguirán haciéndose feministas”. Cada quien se encontrará pensando la idea del derecho o del revés según su ideología, su idiosincrasia, su identidad, su género. Parafraseando a Bertolt Brecht, debemos estar avisados de que “al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime”.
El problema de la desigualdad social a causa de la diferencia sexual se plantea simplemente porque esta diferencia existe, en primera instancia, a nivel de los cuerpos, pero también a nivel de las consecuencias psíquicas y sociales que la divisoria en dos colectivos ha causado históricamente sobre nosotros. Y si desde el siglo XIX se insiste en la denuncia es porque dicha diferencia genera sufrimiento, dicha diferencia mata.
Las expresiones radicales son parte de la denuncia que hace el feminismo, que no pide la muerte del macho –ni lo mata–, sino que exige una sociedad más equitativa para mujeres y varones. Y propuestas como la de Paz no colaboran en esa dirección, sino que tienen más que ver con la historia del colectivo masculino, que más de una vez se ha creído mejor y más capacitado que el femenino, y esto hasta con un respaldo científico: quizá sea un recuerdo encubridor (Freud), pero siendo niña escuché en la televisión a diversos representantes de la ciencia explicando cómo el tamaño del cerebro nos hacía más o menos inteligentes.
Es un silogismo filosófico repetido de forma performática el que dice “Todos los hombres son mortales”, con el que Aristóteles dio cuenta de un tipo de razonamiento que tenemos los humanos, donde avanzamos a partir de una generalización para sacar nuestras conclusiones a partir de las premisas iniciales. Pero no todas las generalizaciones son ciertas. Ni todas las mujeres son buenas, ni todos los hombres son malos, ni todos los hombres mienten. Siempre hay algo de maldad y bondad en el humano, aunque se reparta de forma diferente en cada uno. Por otro lado, la mentira no es privativa de un género, pero es cierto que, en sus formas más patológicas, está muy presente en la perversión. Solo es cuestión de ver cómo se reparten numéricamente las personas según su género en la psicopatía, la perversión y, en definitiva, las acciones delictivas, los homicidios, y luego observar la cantidad de población carcelaria, la cual es estadísticamente mayor para el colectivo masculino. No partir de generalizaciones es un mejor comienzo para nuestro pensar, y, en definitiva, para la representación que nos hacemos de nuestra realidad.
Tal vez nos lleve mucho tiempo ver una distribución de roles y funciones de género que no nos perjudique a todos. Y, si bien hoy en día se pueden ver transformaciones, no hay certezas sobre las formas que tomarán los vínculos entre los géneros en un futuro. Pero negar la realidad y culpar a quienes sufren las consecuencias de la desigualación social del sistema actual no es una buena dirección a tomar. Recordemos que el nazismo no tuvo en su conformación el empuje del movimiento feminista, mucho menos del feminismo radical, dado que aún no había surgido. Sin darse cuenta, el mensaje latente en la publicación del humorista Paz sería: “Sigan así, mujeres, que despertarán la violencia de los hombres jóvenes”, culpando de algún modo a algunas mujeres –las feministas radicales– por el ascenso de las expresiones más violentas en el colectivo masculino. Así vamos, a tientas, sin entender por qué gana la derecha en el mundo o por qué las mujeres buenas se hacen feministas.










