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¿Por qué avanzan las ultraderechas en el mundo?

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UNA HIPÓTESIS INTERPRETATIVA (Por Javier Balsa) / El proyecto de un mundo sin moral, donde la fuerza –militar o económica– sea la que rija las reglas de la vida y elimine todo papel del Estado como mediador para reducirlo a su condición de gendarme, busca imponer, tanto en el plano de los hechos como en el de las ideas, las condiciones para que el gran capital no esté sometido a regulaciones estatales y, al mismo tiempo, solo contribuya con una mínima carga impositiva.
UNA HIPÓTESIS INTERPRETATIVA / El proyecto de un mundo sin moral, donde la fuerza –militar o económica– sea la que rija las reglas de la vida y elimine todo papel del Estado como mediador para reducirlo a su condición de gendarme, busca imponer, tanto en el plano de los hechos como en el de las ideas, las condiciones para que el gran capital no esté sometido a regulaciones estatales y, al mismo tiempo, solo contribuya con una mínima carga impositiva.

Por Javier Balsa
Magister en ciencias sociales (FLACSO) y doctor en Historia (UNLP).

Fotos: Sebastián Miquel

Un mundo sin moral: tres escenas de la vida ultraderechista

Las ultraderechas avanzan en la mayor parte del mundo y, cuando logran llegar al gobierno, aplican sus políticas de forma cada vez más descarada. Veamos tres escenas que pintan esta cruda realidad, no en nuestro país, sino en la principal potencia mundial.

En la primera escena nos encontramos a Donald Trump diciéndole a Volodímir Zelenski “No tienes las cartas ahora” (“You don’t have the cards right now”) para hacerlo callar cuando este intentaba responderle argumentativamente al vicepresidente norteamericano –que formaba parte de esa especie de “emboscada” que le tendieron al presidente ucraniano en la Casa Blanca–.(1) Más allá de lo que opinemos de la guerra en Ucrania, la idea de fondo en esta intervención de Trump es que no existe la moral, que solo hay posiciones de fuerza. Al presidente de un país que se defiende de la invasión de una gran potencia y que depende de la ayuda militar norteamericana se le puede decir en la cara y en vivo que lo único que importa es si tiene o no tiene “cartas”, y, si no las tiene, no puede, ni siquiera, opinar.

En la segunda escena vemos a Trump proponer que Estados Unidos se haga cargo de la Franja de Gaza, pues “ya no es un lugar donde se pueda vivir”, y la convierta en una “riviera”. A continuación, acompañar esta idea con el retuit de un obsceno video en el que se ve un “paraíso” de hoteles cinco estrellas bajo una lluvia de dólares.(2) Sin ninguna moral, se diseña construir un espacio para los ricos bajo la lógica de poder del capital luego del genocidio de un pueblo y la destrucción total de su infraestructura.

En la tercera escena, Elon Musk deja en claro el objetivo final de estas políticas: “Creo que necesitamos eliminar agencias [federales] enteras, en lugar de dejar en pie parte de ellas. Es como dejar la mala hierba [...] si no se quita la raíz, es fácil que vuelva a crecer”. Unos días más tarde, Trump postea que lo quiere a Musk incluso más agresivo. En una línea similar, en nuestro país, Javier Milei afirma: “Soy el tipo que está dentro del Estado para destruirlo”.

Estas tres escenas sintetizan un proyecto de un mundo sin moral, al menos sin una moral abstracta, en tanto reglas pretendidamente universales y razonadas. Al mismo tiempo, no solo se propone acabar con el estado de bienestar, sino también con uno que asuma cualquier papel de mediador, que regule mínimamente la lógica del capital. Solo quedaría el Estado gendarme del siglo XIX, pues lo único que importa es la fuerza, tanto militar como del poder económico del capital –en especial, del concentrado–. Es que, sin una moral abstracta, ya no sería necesario un Estado mediador o mínimamente democrático.

Este mundo sin moral no resulta incompatible con la propuesta de la ultraderecha de regresar a los “valores tradicionales”. Ágnes Heller (2002) sostenía que “las fuerzas sociales más negativas son [...] las que niegan la moral abstracta en nombre de costumbres concretas, que niegan cualquier validez a los sistemas de valores abstractos oponiéndose de este modo conscientemente al desarrollo de los valores genéricos verificados hasta aquel momento (aunque sea un desarrollo alienado). Son estas precisamente las leyes morales que el fascismo declara ‘no válidas’” (p. 256). Es esta falta de una moral abstracta lo que hoy, nuevamente, proponen las fuerzas de ultraderecha. Por eso pueden, sin inmutarse, autocontradecirse de los modos más alevosos.

En el plano conceptual, esta falta de moral y la reivindicación de los valores tradicionales entronca con lo que los teóricos ultraneoliberales pregonaron: desde un individualismo extremo, impugnaron toda idea de lo social, pues podría dar lugar a la construcción de un espacio deliberativo, democrático o, incluso, meramente legislativo, que podía ponerle límites al mercado (Brown, 2020). En su ejecución práctica, este ultraneoliberalismo está generando hoy un fuerte nihilismo, el rechazo a sentir compasión por el otro y, en términos más generales, una pérdida de significación de la conducta, de la coherencia y de la verdad: “ya no necesita ser moral, solo decirlo a los gritos” (Brown, 2020, p. 198). Y esos gritos lo que pregonan es la crueldad.

La sociedad capitalista ya había fomentado la crueldad, en especial en sus construcciones coloniales y racistas (Segato, 2021). El despliegue del neoliberalismo en las últimas décadas del siglo pasado había fomentado también la meritocracia, con el efecto de erosionar la solidaridad y la empatía, socavar la dignidad del trabajo y corroer la democracia desde un ideal tecnocrático (Sandel, 2021). Y, especialmente desde la crisis de 2008, las fuerzas neoliberales fueron, cada vez más, movilizando políticamente las personalidades autoritarias, los prejuicios y los odios sociales para impulsar opciones políticas de derecha (Catanzaro, 2021; Cuesta y Wegelin, 2024), retomando las lógicas del fascismo que habían estudiado Erich Fromm y Theodor Adorno. En la actualidad, esta deriva ha alcanzado niveles sorprendentes. Estos dirigentes ultraneoliberales, gracias a la falta de una moral abstracta, pueden emplear de forma explícita y generalizada, desde la cima del Estado, estos prejuicios, estos odios, esta meritocracia y esta crueldad. Al mismo tiempo se sienten desinhibidos del requisito de vincularse con la mera idea de verdad. Hay que remontarse al nazismo para encontrar una discursividad similar, de allí el eco que percibimos de estas experiencias; eco mucho más fuerte que el que detectaba hace unos años Daniel Feierstein (2019). Ni siquiera les importa sostener el doble discurso que observamos en las derechas de períodos anteriores, incluso dictatoriales.

Carlos Nelson Coutinho (1999) planteaba que “la lucha por la hegemonía implica una acción que, derivada para la efectivización de un resultado objetivo en el plano social, presupone la construcción de un universo intersubjetivo de creencias y valores”, y, por lo tanto, cada orden social tendría su “eticidad” (pp. 115-116, traducción propia). Podemos plantear la hipótesis de que, por ese motivo, en un futuro próximo iremos hacia una realidad poshegemónica. La causa de esta deriva es que a este ultraneoliberalismo le resulta difícil lograr construir consensos mayoritarios de largo plazo. Por eso nos encontramos en un mundo donde reina una extraña crisis de hegemonía, sin proyectos que logren adhesiones claras, y donde se apela a la irracionalidad, a las noticias falsas, al anticientificismo, al punto de hacer casi un elogio de la ignorancia (Balsa, 2024a, cap. II).

No son desvíos, distracciones o anormalidades: es un proyecto “orgánico”

Cuando la ultraderecha comenzó a crecer en algunos países, se trató de explicar cada uno de estos fenómenos a partir de las particularidades nacionales –que, por cierto, siempre son necesarias para comprenderlos con precisión–. Sin embargo, la extensión e intensidad que han ido alcanzado las ultraderechas nos obligan a conceptualizarlas como un fenómeno “orgánico”. Antonio Gramsci (1999) llamaba a diferenciar los fenómenos “ocasionales” de los fenómenos “orgánicos”. Si los primeros dependen principalmente de las figuras políticas y sus personalidades, los segundos caracterizan toda una época histórica y se refieren a cierta adecuación de los procesos políticos e ideológicos a la estructura económica (Tomo 5, Cuaderno 13, parágrafo 17). Cabe aclarar que Gramsci no pensó nunca estas adecuaciones como un mero “reflejo” o un proceso automático o funcionalista. En cambio, las conceptualizó como una dinámica de relaciones de fuerza que, en el mundo contemporáneo, se traduce en una lucha por la hegemonía, en la cual los intelectuales orgánicos de las clases dominantes –tanto los intelectuales típicos como los políticos y otros organizadores de la sociedad– elaboran proyectos que tratan de presentar como universales, pero que en realidad buscan imponer los intereses de la clase a la que tratan de representar (más detalles en Balsa, 2022).

Cuando Musk propone acabar con pedazos enteros del Estado, cuando Trump interviene erradicando toda moral, o cuando Milei hace ostentación de su crueldad y también de su intención de destruir el Estado desde dentro, no están haciendo meros alardes o distracciones. Están instalando su programa, tanto en el plano de los hechos como en el de las ideas. Su proyecto es lograr que el gran capital no esté sometido a regulaciones estatales y, al mismo tiempo, solo contribuya con una mínima carga impositiva. Los intelectuales orgánicos del gran capital juzgan que las reformas neoliberales de fines del siglo XX se quedaron cortas. Prepararon ideológicamente el terreno actual, pero dejaron mucho de la institucionalidad estatal del siglo XX (Rivera Ríos et al., 2023).

Es que las características de este gran capital han mutado drásticamente en las últimas dos décadas. De las diez empresas con mayor capitalización en 2024, siete están vinculadas a internet y al mundo de la computación; de hecho, Apple, Microsoft, Nvidia, Alphabet-Google, Amazon y Meta ocupan las seis primeras posiciones –la sexta es una petrolera saudí–. La gran mayoría de sus megamultimillonarios dueños no reciben ganancias capitalistas “normales” –producto de la extracción directa de plusvalía–, sino ganancias extraordinarias posibles por sus posiciones monopólicas o cuasimonopólicas, es decir que son rentas. Por eso Yanis Varoufakis (2024) denomina esta situación como “tecno-feudalismo”. Evitaremos entrar aquí al debate de en qué medida esto ya no es capitalismo; de hecho, Shoshana Zuboff (2021) describe este fenómeno como “capitalismo de la vigilancia”. Esta especialista ha analizado en detalle la lógica de estas empresas que, bajo la prédica de lograr que ninguna política se interponga en el camino de la innovación tecnológica, lo que buscan –y crecientemente logran– es captar una enorme cantidad de información sobre nuestra vida privada para poder modificar nuestras ideas y nuestros deseos y planificar nuestras conductas. Para que su proyecto pueda imponerse en forma completa, requieren que la ciudadanía no pueda debatir estas cuestiones y, menos aún, contar con un Estado democrático en el que estas deliberaciones puedan tomar forma de leyes que hagan transparentes los mecanismos del “texto en las sombras”, que democraticen realmente la dinámica del mundo digital y que impidan que nos manipulen en formas que hace un par de décadas nos parecían intolerables y que hoy han logrado que naturalicemos.

Estos megamultimillonarios cuentan con mucho poder político, mediático y económico para imponer su proyecto, y, adicionalmente, tienen una serie de ventajas debido a otros tres factores. En primer lugar, la amplia difusión previa del discurso neoliberal debilita la posibilidad de emergencia de proyectos alternativos. En particular, el resto de la burguesía, aunque sufre porque el proceso de concentración y las rentas monopólicas reducen notoriamente su tasa de ganancia, no logra elaborar una propuesta diferente, pues la misma requeriría de crecientes niveles de intervención estatal que la ideología neoliberal ha demonizado.

En segundo lugar, varios fenómenos se han combinado para producir un cambio en las sensibilidades de gran parte de la ciudadanía: el resentimiento de sectores medios como reacción a la reducción de las jerarquías, cierta reacción neoconservadora, el emprendedurismo, la smartphonización de las vidas, entre otras cuestiones, tal como analiza Alejandro Grimson (2024). Y la ultraderecha se ha mostrado mucho más preparada para sacar provecho de estos cambios en las sensibilidades, en algunos casos trabajando explícitamente en forjar emociones que sostengan sus posiciones reaccionarias (Illouz, 2023). En términos más generales, ha ido creciendo un neoindividualismo que incluso atraviesa a personas con diferentes posiciones políticas. En un estudio en curso hemos podido detectar cómo jóvenes con diferentes posiciones ideológico-políticas comparten perspectivas vitales sumamente individualistas y procuran un control de todos los aspectos de sus vidas en un contexto de escasas oportunidades, lo que redunda en una cierta incapacidad para tener sueños de mediano o largo plazo (Ávalos y Balsa, 2025).

En tercer y último lugar, desde el campo nacional-popular, progresista o de izquierdas nos está siendo muy difícil presentar una propuesta política y, sobre todo, una propuesta de orden social que sea capaz de volver a enamorar a las masas. Y la gente nunca saltará al vacío, por eso resulta incorrecto meramente esperar que estos proyectos ultraneoliberales fracasen. Incluso, cuando fracasan, hemos visto que logran retornar al poder bastante rápidamente: Trump imponiéndose electoralmente solo cuatro años más tarde –a pesar de las causas judiciales que enfrentó– o el regreso al poder estatal del neoliberalismo argentino luego de su derrota electoral en 2019.

Lo más grave es que en muchos países las fuerzas nacional-populares o progresistas no cuentan siquiera con espacios democráticos internos en los que debatir y construir estos proyectos. Proyectos que, para complejizar aún más la situación, requieren trabajar, al mismo tiempo, en tres planos distintos que debemos articular para que no sean de mera “resistencia”, sino de disputa de la hegemonía y de combate a las fuerzas antidemocráticas.

En primer lugar, hay que construir un espacio amplio de defensa de la democracia y de consolidación de una esfera de la opinión pública plural, lo cual requiere democratizar no solo los medios, sino sobre todo las redes sociales y sacarlas del control por parte de los monopolios del capitalismo de la vigilancia. Aquí deberíamos procurar sumar a lo que debería ser el “centro” liberal-democrático. Hoy son, en muchos países, fuerzas políticas pequeñas y poco decididas, pero resultan claves en la defensa de estos objetivos democráticos, como lo podemos ver en varios países europeos, donde al menos han comenzado a avanzar en este sentido.

En segundo lugar, hay que reconstituir una moral del respeto, unas subjetividades solidarias. Aquí deberían sumarse todos los espacios que promuevan estas sensibilidades, desde las Iglesias, las comunidades, los clubes barriales, los espacios educativos y un largo etcétera. Es probable que sea un espacio más acotado que el anterior, pues el “centro” liberal puede no sentirse atraído por este plano más solidario, pero no por ello es menos necesario para defender una base moral frente a tanta amoralidad.

Y, en tercer lugar, deberíamos reconstruir una utopía. No alcanza con la crítica al capitalismo. Hay que volver a enamorar con una alternativa potente de un modelo de sociedad distinta que, más allá de las etiquetas, personalmente, continúo pensándola como socialista. Lo cual nos plantea, adicionalmente, el desafío de cómo articular un horizonte utópico con las luchas políticas concretas, para evitar toda división del campo popular (Balsa, 2024b).

Citas

(1) Véase: https://www.pagina12.com.ar/807474-un-trump-muy-enojado-le-advirtio-a-zelenski-que-esta-jugando.
(2) Véase: https://www.pagina12.com.ar/806906-trump-compartio-un-video-con-una-franja-de-gaza-reconstruida.


Referencias

Ávalos, N. y Balsa, J. (2025). ¿Con qué sueña la juventud en la era Milei? https://jacobinlat.com/2025/07/con-que-suena-la-juventud-en-la-era-milei/
Balsa, J. (2022). El problema del sujeto en las luchas por la hegemonía: ¿clase o proyecto? En L. Huertas y F. Villarraga (comps.), Ante la astucia del zorro. Extramuros.
Balsa, J. (2024a). ¿Por qué ganó Milei? Disputas por la hegemonía y la ideología en Argentina. Fondo de Cultura Económica.
Balsa, J. (2024b). Debates sobre la estrategia en contextos de lucha hegemónica. https://jacobinlat.com/2024/10/debates-sobre-la-estrategia-en-contextos-de-lucha-hegemonica/.
Brown, W. (2020). En las ruinas del neoliberalismo. Tinta Limón.
Catanzaro, G. (2021). Espectrología de la derecha. Cuarenta Ríos.
Coutinho, C. N. (1999). Gramsci. Um estudo sobre seu pensamento político. Civilização Brasileira.
Cuesta, M. y Wegelin, L. (2024). Prejuicio y política. UNSAM.
Feierstein, D. (2019). La construcción del enano fascista. Capital Intelectual.
Gramsci, A. (1999). Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era.
Grimson, A. (2024). Los paisajes emocionales de las ultraderechas masivas. CALAS.
Heller, Á. (2002). Sociología de la vida cotidiana. Península.
Illouz, E. (2023). La vida emocional del populismo. Katz.
Rivera Ríos, M., García Veiga, J, Araujo Loredo, O. D. y Lujano López, J. B. (2023). El capitalismo del quinto Kondratiev. Fondo de Cultura Económica.
Sandel, M. (2021). La tiranía del mérito. Debate.
Segato, R. (2021). Contra-pedagogías de la crueldad. Prometeo.
Varoufakis, Y. (2024). Tecno-feudalismo. Ariel.
Zuboff, Sh. (2021). La era del capitalismo de la vigilancia. Paidós.




 

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