Dirección Diagonal 113 y 63, Nº 291. La Plata, Pcia. de Bs. As.

Teléfonos 0221- 4223770 / 4250133 (interno 161)

Correo maiz@perio.unlp.edu.ar

ISSN: 2314-1131


Apuntes para despertar de una pesadilla política argentina

| revistamaíz.com.ar




LITERATURA EN EL BARRO (Por Walter Lescano) / En la ficción es donde se dirimen o se ponen en juego, todavía, muchas de las tensiones, contradicciones y desorientaciones varias con las que el presente parece instaurar su caos constante y con la determinante sensación de horror eterno –e invencible, y esa es la peor de las sensaciones de estos tiempos: la indefensión ante el feudalismo tecnológico–.
LITERATURA EN EL BARRO / En la ficción es donde se dirimen o se ponen en juego, todavía, muchas de las tensiones, contradicciones y desorientaciones varias con las que el presente parece instaurar su caos constante y con la determinante sensación de horror eterno –e invencible, y esa es la peor de las sensaciones de estos tiempos: la indefensión ante el feudalismo tecnológico–.

Por Walter Lescano
Escritor, editor, docente y periodista especializado en temas de juventud, música y contracultura.

Fotos: Sebastián Miquel

Literatura y política. Pienso en esas dos palabras y me pregunto ahora mismo: ¿realmente hay escritura que no sea, de una u otra manera, política, que no muestre sus verdaderas intenciones más allá de que lo que pretenda –o, incluso, diga– quien escribe y firma? Por supuesto que no, la literatura toda siempre se mete en el barro de lo social con mayor o menor suerte para comprender, con las herramientas que tenga a mano, sea o no la imaginación, qué es lo que está sucediendo por debajo de los radares –antes la massmedia, hoy el tráfico de internet– en el tiempo que le toca vivir y poner algunas palabras por escrito que den cuenta de eso –ese viaje que va de lo social visto en los rasgos y fibras de lo individual–. Porque, aún hoy en 2025, y quizás eso es lo que nos hace humanos a pesar de todo, es en la literatura y en la ficción donde se dirimen o se ponen en juego, todavía, muchas de las tensiones, contradicciones y desorientaciones varias con las que el presente parece instaurar su caos constante y con la determinante sensación de horror eterno –e invencible, y esa es la peor de las sensaciones de estos tiempos: la indefensión ante el feudalismo tecnológico–. Frente a un desorden absoluto que en sí misma carga la realidad, potenciada en estos días por las redes sociales –esa otra forma de poder híperconcentrado–, la literatura genera un efecto de cronología, de secuencia, de ordenamiento. Y, claro, de singularidad, detalle y desmantelamiento molecular de los hechos. Es esa singularidad donde se manifiesta lo político, es decir: los modos que adquiere la intervención, racionalidad y sentimentalidad potencial del individuo en la vida social de una época –y eso se problematiza hoy mucho más porque ya no se diferencia lo público de lo privado–. Decía el siempre actual Fogwill (1941-2010), alguien que tenía muy claro lo que implicaba para un escritor intervenir en la esfera pública: “escribo para no ser escrito”. Ahí, en ese dictum o, quizás es más certero pensarlo así, eslogan, se perfila una flecha de sentido para considerar el modo en el que se articula lo político y lo literario en la actualidad –y considero que siempre fue así–: hay un poder dominante al que hay que enfrentarse o, como mínimo, señalar sus falencias e impiedades –pensar, por ejemplo, en la novela Fortuna, de Hernán Díaz–.

Es muy claro que en los últimos años hubo ciertos cambios –o movimientos– en la literatura argentina en distintos órdenes en relación con cómo se manifiesta la política –que en algunos casos tiene que ver con lo partidario y en otros casos, la mayoría, no– en ciertos textos. El cambio más notable tal vez sea la manera en la que muchas autoras metabolizaron en sus ficciones la ola feminista que proviene desde 2015 hasta nuestros días y en la actualidad, diez años después –una década también es una generación adelante–, está en proceso de reinvención frente a la llegada de la autoproclamada derecha al Gobierno nacional. De este modo, se va gestando una batalla que podríamos decir que tiene que ver con las temáticas que se abordan. Son historias donde el ser femenino intenta correrse del lugar que le estuvo impuesto hasta bien entrado el siglo XXI: reproducirse, volverse objeto y pertenencia de deseo del varón, corresponder siempre con el imaginario masculino sobre femineidad –comportamiento “correcto”, vestimenta, gestualidades, etcétera–, maternidad –¿es posible ser buena madre?– y los roles dentro –ser buena hermana, buena hija, etcétera– y fuera de la familia –ser “respetable”, siempre intentar agradar, etcétera–, entre otros estereotipos que estas ficciones buscan confrontar de manera directa. Pensar en libros como Seda metamorfa, de Ana Ojeda, Madre robot, de Nora Rabinowicz, La débil mental, de Ariana Harwicz, cualquiera de los libros de Gabriela Cabezón Cámara, entre otros. Y, sumado a esto, hay que señalar que todos estos libros salieron primero por editoriales llamadas independientes –Mardulce, La parte maldita, Muchas nueces, entre otras que están haciendo un trabajo estratégico de curaduría propia en el campo literario– donde editoras mujeres pudieron leer que esa era la forma de dialogar con la época, a través de esa clase de textos con esa impronta iconoclasta y ponerlos en circulación. De esta manera, se constituyó una alianza que podríamos pensar desde los contenidos –los libros, las historias y lo que sucede ahí adentro– y, unido a eso, los modos de producción –editoriales comandadas por mujeres, algunas de las cuales solo publican mujeres o disidencias– y la búsqueda de un circuito propio que no dependa exclusivamente de las distribuidoras y de las librerías. Y esta red, definitivamente, es un gesto político que se puede percibir como de disputa y creación de un espacio que no existía hasta hace poco tiempo.

Ahora bien, cuando se reflexiona en lo político en relación con la literatura hay que considerar la destilación que hacen las escrituras para llegar al papel: esa temporalidad es lenta en comparación con lo que sucede en todos los otros ámbitos de interacción humana. De esta manera, la literatura va procesando con otros relojes lo que la sociedad va expresando en diversos espacios con reacciones cada vez más extravagantes y que requieren siempre de la inmediatez obligatoria y de la devolución impensada e indiscriminada. La literatura, por suerte, porque nunca busca ser veloz en dar ninguna respuesta, camina con otra respiración y distancia necesaria. La perspectiva es importante. Eso, por un lado. Por otra parte, al ser una zona de experimentación y trabajo de ambiciones de orden estético, debe contener en su interior, en el corazón de su experiencia, un sentido que aspire a una forma, arquitectura e ingeniería determinadas. Es imperiosa la búsqueda de un estilo que provea de la mejor manera lo que se quiere decir. Con esto quiero decir que hay que contemplar siempre qué vehículo utilizar para que la historia pueda encontrar su lenguaje particular y su esencia, y desde ahí encontrar un rasgo diferencial respecto de lo que sucede en todos los otros espacios, que la palabra tenga un peso y una densidad, un significado ganado y que marque su diferencia.

Considerando lo anterior, se puede pensar la importancia que tuvieron en el último tiempo la masificación y aceptación de los géneros fantásticos y de terror para hacer llegar con toda la magnitud posible historias con su sesgo político muy marcado y definitivo. ¿De qué otra manera acercarse al desastre ecológico, por ejemplo, si no es con una distopía? ¿De qué otro modo remontarse otra vez a la última dictadura militar, sin ir más lejos, si no es mediante la luz opaca del terror? La época que se vive, con más de dos décadas de internet encima y con toda la información de la historia humana a disposición, no es posible abordarla si se utiliza el puro realismo o el costumbrismo o cualquier vertiente del realismo más chato, porque la realidad cotidiana de esta parte del almanaque es totalmente hiperbólica e inverosímil. Por lo tanto, los recurso de los que se agarra la literatura son los géneros tradicionales, que muchas veces, claro que sí, tienden a diluirse o fundirse con otros géneros, pero que van manteniendo una fuerza inusitada para dialogar con este presente. Dos casos premiados y cada uno con su respectivo fandom: Nuestra parte de noche (Anagrama), de Mariana Enríquez, y Para hechizar a un cazador (Alfaguara), de Luciano Lamberti. Dos novelas que se meten con el sangriento periodo de los torturado y desaparecidos en la última dictadura argentina en clave de horror. Sumemos un caso más: Distancia de rescate (Random House), de Samanta Schweblin, que se mete con un tema de ecología, pero lo hace desde el terror campero y rural. Son todos casos que tienen su exposición política desde un lugar que se resignifica, en estos momentos en los que un Gobierno nacional apuesta por la represión y criminalización de cualquier tipo de protesta popular o de un sector de la sociedad.

Escribo este texto mientras un fotógrafo llamado Pablo Grillo se encuentra internado en el Hospital Ramos Mejía en estado de gravedad, debatiéndose entre la vida y la muerte, porque recibió un impacto de una cápsula de gas lacrimógeno que provino de las fuerzas de seguridad que comanda la ministra Patricia Bullrich. Grillo se encontraba haciendo su trabajo en la línea de fuego en una nueva manifestación de los jubilados que reclaman una pensión digna. Así son estos tiempos: te pueden llegar a fracturar el cráneo por hacer lo que te corresponde en tu tarea. La literatura también se encarga de hacer su tarea, porque siempre es política y encuentra sus zonas de intervención y de diálogo con el presente.

Me gustaría citar un caso más.

En diciembre del 2024 se publicó la novela Piquito en los vientos (Ediciones Godot), del narrador Gustavo Ferreyra. Es un texto poderosísimo, por su fuerza lingüística y su estructura poética/delirante, que cierra la saga del personaje Piquito, y que Ferreyra siguió a lo largo de seis libros extraordinarios –con trabajo/proyecto literario casi sin precedentes en la literatura argentina–. Ahora le pone un punto final. Bueno, este libro termina con el asesinato de Santiago Maldonado; es más: a él se lo dedica. En cierta manera, el narrador continúa la tradición de narrativa política que tiene ecos de lo que hacía Fogwill y que se trata de lo siguiente: poner los nombres y apellidos de quienes integran los avatares y devenires de los entramados políticos de un momento histórico para entender qué ocurre con este país –recordar que Los pichiciegos se escribió en tiempo real mientras ocurría la Guerra de Malvinas–. El trabajo que viene realizando Ferreyra en ese aspecto es destacable; por su manera de mirar la realidad argentina y al nombrar a esos agentes políticos determinantes con nombre y apellido conquista una densidad literaria-semántica a la que no se podría llegar de otra manera. Y eso es un recurso que siempre está a mano, al alcance de cualquiera. Muchas veces se habla de que la literatura, para sobrevivir al paso del tiempo, no debe estar tan pegada a la agenda cotidiana, y, sin embargo, la propuesta de Ferreyra demuestra los alcances significativos de una apuesta de este calibre.

Escribió James Joyce: “La historia es una pesadilla de la que intento despertar”. Para la literatura argentina, la política es una pesadilla que hay que enfrentar en cada libro, en cada publicación e intervención. Quiera o no darse cuenta quien escribe.

¿La batalla está en los temas –lo que se dice– o en las formas –cómo se dice–? ¿Hay un vacío en el discurso de lucha esperando irrumpir o ya está emergiendo –en ese caso, dónde–? ¿Existe un correlato de los dilemas progresismo/fascismo en la literatura actual o en la cultura popular de los últimos años?




 

| revistamaiz.com.ar |
Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons de Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.