AVANCES Y RETROCESOS EN LA LARGA LUCHA POR LOS DERECHOS HUMANOS / Frente al ataque del gobierno de La Libertad Avanza contra el “consenso del Nunca más”, los más de 340 juicios realizados desde el regreso de la democracia contra los autores de crímenes de lesa humanidad, deben servir de insumo para interpelar a las generaciones más jóvenes, que pueden sentirse distantes de aquella historia.
Por Luciana Bertoia
Politóloga y periodista especializada en justicia y derechos humanos.
Fotos: Sebastián Miquel
Con la llegada al poder de Javier Milei y Victoria Villarruel, no solo se puso en peligro la política de memoria, verdad y justicia –que se desarrolló durante las últimas dos décadas–, sino la construcción que la sociedad argentina hizo sobre los crímenes perpetrados desde el aparato estatal en las décadas de 1970 y 1980.
La democracia argentina se edificó en base a lo que algunos denominan el consenso del Nunca Más. Este consenso implica un nunca más a la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política y su implementación de un plan de desaparición y muerte, así como también un nunca más a la violencia política. Ese consenso se ha visto jaqueado en varias oportunidades, pero funciona como un horizonte. La forma que la sociedad argentina se dio para tramitar los crímenes aberrantes que se habían cometido durante la dictadura –y años anteriores– fue la judicial. Los organismos de derechos humanos, verdaderos impulsores, reclamaron el juicio y castigo a todos los culpables.
Inmediatamente recuperada la democracia, el presidente Raúl Alfonsín impulsó una política de juzgamiento acotada y que buscaba ser ejemplarizante para el resto de las Fuerzas Armadas. Si bien se pretendió que estas se juzgaran y condenaran a sí mismas para autodepurarse, la estrategia fracasó. Entre abril y diciembre de 1985, la Cámara Federal porteña juzgó a las tres primeras Juntas Militares por lo sucedido entre 1976 y 1982. El proceso, conocido como el Juicio a las Juntas, terminó con cinco condenas y cuatro absoluciones. Entre los condenados a prisión perpetua estaban Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, las caras más emblemáticas del llamado Proceso de Reorganización Nacional.
Ese proceso acotado de juzgamiento quedó interrumpido tras la activación de rebeliones militares que derivaron en la sanción del Punto Final (1986) y la Obediencia Debida (1987), a lo que se le sumarían los indultos de Carlos Menem, que terminaron por paralizar la posibilidad de obtener justicia. La Obediencia Debida no contemplaba, entre otros delitos, el robo de niños y niñas, lo que hizo que Videla y Massera volvieran a ser detenidos hacia finales de la década de 1990.
El Poder Judicial ha mostrado momentos de activación que funcionaban como caja de resonancia de lo que sucedía en la sociedad. En 1995 se produjeron una serie de hechos que volvieron a hacer presente la necesidad de justicia: la confesión que el marino Adolfo Scilingo le hizo al periodista Horacio Verbitsky acerca de su participación en vuelos desde los cuales se arrojaba a personas adormecidas a las aguas del mar Argentino o el Río de La Plata y la aparición en escena de H.I.J.O.S. –que, con la irreverencia de la juventud, sacudió las prácticas y los discursos del movimiento de derechos humanos–. Más tarde llegarían unos tibios reconocimientos de las jefaturas de las Fuerzas Armadas sobre el rol que habían jugado durante la dictadura.
El movimiento de derechos humanos mantuvo el reclamo de juicio y castigo. Cuando no se podía juzgar en la Argentina, fue a tribunales extranjeros a buscar justicia. Cuando los jueces argentinos afirmaban que no podían sustanciar procesos por lo sucedido, consiguió la sustanciación de juicios por la verdad. En 2001, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) logró que el juez Gabriel Cavallo declarara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en el caso en el que se investigaba la apropiación de Claudia Victoria Poblete, secuestrada junto a sus padres, llevada al campo de concentración conocido como “Olimpo” y finalmente sustraída por un militar.

Con la llegada al poder de Javier Milei y Victoria Villarruel, no solo se puso en peligro la política de memoria, verdad y justicia –que se desarrolló durante las últimas dos décadas–, sino la construcción que la sociedad argentina hizo sobre los crímenes perpetrados desde el aparato estatal en las décadas de 1970 y 1980.
La democracia argentina se edificó en base a lo que algunos denominan el consenso del Nunca Más. Este consenso implica un nunca más a la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política y su implementación de un plan de desaparición y muerte, así como también un nunca más a la violencia política. Ese consenso se ha visto jaqueado en varias oportunidades, pero funciona como un horizonte. La forma que la sociedad argentina se dio para tramitar los crímenes aberrantes que se habían cometido durante la dictadura –y años anteriores– fue la judicial. Los organismos de derechos humanos, verdaderos impulsores, reclamaron el juicio y castigo a todos los culpables.
Inmediatamente recuperada la democracia, el presidente Raúl Alfonsín impulsó una política de juzgamiento acotada y que buscaba ser ejemplarizante para el resto de las Fuerzas Armadas. Si bien se pretendió que estas se juzgaran y condenaran a sí mismas para autodepurarse, la estrategia fracasó. Entre abril y diciembre de 1985, la Cámara Federal porteña juzgó a las tres primeras Juntas Militares por lo sucedido entre 1976 y 1982. El proceso, conocido como el Juicio a las Juntas, terminó con cinco condenas y cuatro absoluciones. Entre los condenados a prisión perpetua estaban Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, las caras más emblemáticas del llamado Proceso de Reorganización Nacional.
Ese proceso acotado de juzgamiento quedó interrumpido tras la activación de rebeliones militares que derivaron en la sanción del Punto Final (1986) y la Obediencia Debida (1987), a lo que se le sumarían los indultos de Carlos Menem, que terminaron por paralizar la posibilidad de obtener justicia. La Obediencia Debida no contemplaba, entre otros delitos, el robo de niños y niñas, lo que hizo que Videla y Massera volvieran a ser detenidos hacia finales de la década de 1990.
El Poder Judicial ha mostrado momentos de activación que funcionaban como caja de resonancia de lo que sucedía en la sociedad. En 1995 se produjeron una serie de hechos que volvieron a hacer presente la necesidad de justicia: la confesión que el marino Adolfo Scilingo le hizo al periodista Horacio Verbitsky acerca de su participación en vuelos desde los cuales se arrojaba a personas adormecidas a las aguas del mar Argentino o el Río de La Plata y la aparición en escena de H.I.J.O.S. –que, con la irreverencia de la juventud, sacudió las prácticas y los discursos del movimiento de derechos humanos–. Más tarde llegarían unos tibios reconocimientos de las jefaturas de las Fuerzas Armadas sobre el rol que habían jugado durante la dictadura.
El movimiento de derechos humanos mantuvo el reclamo de juicio y castigo. Cuando no se podía juzgar en la Argentina, fue a tribunales extranjeros a buscar justicia. Cuando los jueces argentinos afirmaban que no podían sustanciar procesos por lo sucedido, consiguió la sustanciación de juicios por la verdad. En 2001, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) logró que el juez Gabriel Cavallo declarara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en el caso en el que se investigaba la apropiación de Claudia Victoria Poblete, secuestrada junto a sus padres, llevada al campo de concentración conocido como “Olimpo” y finalmente sustraída por un militar.
La llegada al gobierno de Néstor Kirchner en mayo de 2003 marcó un impulso desde el Gobierno de las iniciativas que el movimiento de derechos humanos había estado desplegando en soledad desde la sociedad civil durante más de quince años. Dio gestos políticos, como la anulación de las leyes de impunidad, que hasta entonces tenía como principal impulsora a Patricia Walsh. Renovó la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que finalmente ratificó la decisión del juez Cavallo, lo que significó la reapertura del juzgamiento.
Si bien el proceso no era acotado –como lo fue al regreso de la democracia––, no estuvo exento de tensiones: la más grave fue la desaparición del testigo y querellante Jorge Julio López horas antes de que sus abogadas pidieran en su nombre la condena de Miguel Osvaldo Etchecolatz, ex director general de Investigaciones de la Policía de la provincia de Buenos Aires. El 18 de septiembre de 2026 se cumplirán veinte años de aquella desaparición, que no frenó el proceso de juzgamiento pero que volvió a dejar a las claras la impotencia del Poder Judicial a la hora de responder a la familia y a la sociedad entera dónde están los desaparecidos.
Desde 2006, 1.197 personas han sido condenadas por delitos perpetrados durante los años del terrorismo de Estado, según las estadísticas de la Procuraduría de Crímenes Contra la Humanidad. Hay más de 300 causas en trámite –en juicio, con elevación a juicio y en instrucción–, lo que muestra que el proceso está lejos de darse por terminado.
Milei y Villarruel tienen pocos puntos en común. Uno de ellos es poner en crisis la política de memoria, verdad y justicia. Con matices y con diferentes intensidades, en el Gobierno de La Libertad Avanza se ha dado una política tendiente a justificar la actuación de las Fuerzas Armadas en los setenta y ochenta, afirmar que fueron sometidas a un proceso de demonización y sostener que sería necesario revisar la actuación del otro “demonio”, los militantes de los años sesenta y setenta. Esta tendencia, que ahora pasó a ser una vocación oficial, había sido advertida años atrás por el sociólogo Daniel Feierstein (2018), quien afirmaba que había en marcha una teoría de los dos demonios recargada, que se empleaba para avalar el juzgamiento de los sobrevivientes de los años setenta.
La familia militar fue mutando sus estrategias para defender a quienes implementaron el plan sistemático de desaparición y muerte. En las últimas dos décadas, la estrategia general pasó por reclamar “justicia para todos”. Esto implicaría juzgar a los militantes de los años setenta por delitos de entonces, que nada impidió que fueran investigados y sancionados. No había amnistías que les impidieran a los tribunales actuar. Lo que sucedió es que la dictadura lo hizo a su modo: secuestrando, torturando, asesinando y desapareciendo. Villarruel fue una de las voceras más efectivas de esa cruzada.
El Gobierno de La Libertad Avanza ha tenido noticias alentadoras desde el Poder Judicial. La Cámara Federal porteña dijo que debía investigarse como una “grave violación a los derechos humanos” la bomba que Montoneros colocó en julio de 1976 en la sede de la Superintendencia de Seguridad Federal, donde funcionaba la sede de la Inteligencia de la Policía Federal Argentina y un centro clandestino de detención, tortura y exterminio. El 24 de marzo, la Lista Bordó –que gobierna la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional– publicó un comunicado abogando por darles respuestas a “todas las víctimas”, lo que fue percibido por amplios sectores como un alineamiento directo con la Casa Rosada.
Los últimos anuncios del Gobierno se produjeron al cumplirse 49 años del último golpe de Estado. La Casa Rosada avisó que había firmado una solución amistosa con la familia de un capitán que había sido asesinado en Tucumán en diciembre de 1974. Si bien el Poder Ejecutivo se resiste a hacer público a qué se comprometió, habría caracterizado el hecho como un delito de lesa humanidad. En paralelo, anunció una desclasificación de material en poder de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE), cuyo alcance se desconoce. Sin embargo, podría tratarse de las “fichas” que los servicios tenían de quienes activaban políticamente en los años setenta.
Esta pretendida vuelta de taba en el proceso de juzgamiento va acompañada de acciones directas para debilitar las estructuras que apuntalan las investigaciones por crímenes de lesa humanidad: eliminación de los Equipos de Relevamiento y Análisis que funcionaban en el Ministerio de Defensa, baja de las recompensas que pagaba el Ministerio de Seguridad a quienes aportaban información sobre los prófugos, desmantelamiento de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CoNaDI), que busca a los bebés robados durante el terrorismo de Estado, y despido de abogados y peritos de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, entre muchas otras medidas.
Argentina recordará en marzo próximo los cincuenta años del último golpe. Para muchos, las consecuencias de ese período histórico son claras, evidentes y hasta palpables: faltan los cuerpos de sus familiares, amigos y compañeros. Para las generaciones más jóvenes puede ser una historia distante, que debe ser contada sin apelar a consignas hechas en otros tiempos que les dicen poco a quienes no vivieron el período, no se enteraron de la búsqueda de justicia en tiempos de impunidad ni se emocionaron con las primeras sentencias después de una larga caminata en el desierto de la injusticia.
La historia tiene que ser contada por sus protagonistas. Las preguntas no pueden ser contestadas como en un debate político: lo que ha dicho el Poder Judicial es muy importante, pero ese Poder Judicial goza de poca credibilidad muchas veces. Los más de 340 juicios que se sustanciaron deben ser un insumo de material para contar esta historia, pero no para cerrar preguntas. Los interrogantes son válidos, sacuden las prácticas y los discursos, ayudan a mejorar. Y se debe tener presente que los tiempos acucian: es una carrera contrarreloj para seguir descorriendo los velos de la mentira y el ocultamiento con el que los represores buscaron garantizar su impunidad.
Referencias
Feierstein, D. (2018). Los dos demonios (recargados). Marea.