ENTREVISTA A IGNACIO RAMONET / El destacado intelectual sostuvo que las masas “están desapareciendo, por la individualización radical y acelerada que provocan las redes”. Remarcó que, al perderse los argumentos del debate en la escena pública que aportan los medios, se genera “una especie de neooscurantismo” que favorece el ascenso de la extrema derecha.
Por Héctor Bernardo
Periodista, escritor, docente en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP).
Fotos: Sebastián Miquel
Revista Maíz dialogó con Ignacio Ramonet(1), periodista, especialista en estudios de la comunicación y ex director de Le Monde Diplomatique.
El destacado intelectual aseguró que las redes reemplazaron a los medios masivos y reconfiguraron el orden social al generar una “individualización radical y acelerada”. Remarcó que las nuevas tecnologías de la comunicación provocaron un “cansancio informacional” y construyeron un “neooscurantismo” en el que se consolidaron los discursos de la ultraderecha. Todo ello sentó las bases para lo que Ramonet denomina “la sociedad posmediática”.
Nos llamó la atención y nos convocó a la reflexión una exposición suya en la que señaló que actualmente estamos en una “sociedad posmediática”. ¿Nos podría explicar esta idea?
Claro. Estoy trabajando en un ensayo que quisiera publicar este año y que se titulará “La sociedad posmediática y el fin de las masas”. Parto de la idea de que los medios tradicionales han llegado a una situación en la que no son creíbles. Me refiero a la prensa en manos de la oligarquía: la prensa tradicional, la radio, la televisión, todo esto que en su momento se constituyó en grandes conglomerados mediáticos, lo que también llamamos “latifundios mediáticos”, en particular en América Latina, que pertenecían a una oligarquía mediática y empresarial.
Vimos las grandes mentiras sobre la guerra de Irak y el desastre moral de haber mantenido durante catorce años detenido a Julian Assange, cuando se demostró que no había dicho ninguna mentira y los que pretenden defender al periodismo –las organizaciones de propietarios de prensa, como la SIP– nunca lo defendieron. Ahora vemos que, tras la decisión de Donald Trump de desmantelar la USAID, periódicos que dan lecciones de moral todos los días publican títulos como “La crisis de la USAID pone en peligro a la prensa independiente de América Latina”. Pero ¿cómo va a ser una prensa independiente si está financiada por una oficina de propaganda de Estados Unidos? Una prensa que está financiada por el Estado o por una organización de propaganda no es independiente; tiene derecho a existir, pero no la podemos calificar de independiente. Vemos también que la decisión que ha tomado Trump de entrar en conversaciones con Rusia ha dejado desconcertados a todos aquellos que han desarrollado un discurso totalmente propagandístico sobre cómo se concibió la crisis militar entre Ucrania y Rusia sin querer ver los argumentos que daba Rusia.
Todo ello ha llevado a que la confianza en los medios tradicionales se derrumbe, y no desde ahora, sino desde hace tiempo.
A ello se suma que hoy, evidentemente, el medio dominante son las redes. Pero, ¿qué ocurre? Cuando estudiamos la evolución de la llegada de los medios de masas, desde finales del siglo XIX hasta hoy, lo que vemos es que, con el desarrollo de los medios de comunicación –en particular, los medios de comunicación de masas: prensa escrita, radio, televisión, cine, etcétera–, se ha multiplicado la democracia, se han multiplicado las sociedades que defienden principios de derechos humanos, se ha desarrollado la idea de la representatividad, se ha desarrollado el espíritu crítico en el seno de la sociedad. Entonces, podemos decir –yendo muy rápidamente– que hay una ecuación que dice que, cuantos más medios de calidad hay en una sociedad, mayor es la calidad de la democracia en esa sociedad.
Al derrumbarse los medios y al ser sustituidos por las redes, que funcionan con otro tipo de sistema, la sociedad se queda como si no tuviera medios. De hecho, la generación que tiene menos de cuarenta años, en su gran mayoría, no mira los medios tradicionales, ni en papel ni en digital. Por consiguiente, estamos asistiendo a la construcción de una sociedad posmediática; ya no hay medios.
Llegamos a una situación en la que, al no ser ya los medios la argamasa, el elemento aglutinador, el elemento que cohesiona al dar y difundir una serie de principios –digamos, de civilización, de cultura, de cultura política–, el mundo literalmente estalla. Eso es lo que estamos viendo hoy día. No solo estamos frente a una sociedad posmediática, sino que, cuando ya no hay ese fluido que constituyen los medios y que va alimentando la discusión, el cerebro, el espíritu crítico, la necesidad de comentar y de organizarse, la sociedad también estalla.
Lo digo porque las masas, a la vez, están desapareciendo, por la individualización radical y acelerada que provocan las redes. Se producen una serie de fenómenos que son los que justifican que algunas sociedades elijan a personalidades tan extravagantes como Trump, Bolsonaro o Milei. El ascenso de la extrema derecha se da porque ya no hay argumentos racionales, argumentos en el debate en la escena pública que aporten los medios para constituir una barrera.
Hay una especie de neooscurantismo, de neosalvajismo. La sociedad se vuelve a salvajar. Y por eso lo que domina es la imposición de la fuerza como nueva legalidad.
Nadie habla de Naciones Unidas, nadie habla de un contexto en el que los derechos, digamos, o la ley internacional podrían funcionar. Estamos viendo, con gran perplejidad, que esta situación comunicacional está moldeando el nuevo tipo de sociedad. Porque mi tesis detrás de esto es que son los medios los que moldean la sociedad.
La historia es la historia de los cambios tecnológicos en la comunicación.
Desde el campo académico, también desde el campo de la militancia popular, ¿estamos llegando siempre tarde a las discusiones? ¿Cuándo empezábamos a profundizar la discusión sobre los medios hegemónicos de comunicación aparecen las redes sociales y otra vez volvemos a cero?
El propio estudio nos exige tanto tiempo, tanta dedicación, que finalmente no vemos cómo avanza el resto de la sociedad. En la academia, donde los trabajos son de larga duración –porque es necesario investigar y profundizar en un tema–, puede ocurrir ello. Por eso, como el periodismo es un poco más rápido, si combinamos los dos quizás podamos encontrar atajos.
Un ejemplo que me parece importante y que no he visto que los académicos, los especialistas de la comunicación, se hayan preocupado por él es lo que pasó en Rumanía. A finales de noviembre pasado, en Rumanía hubo elecciones presidenciales. Desde la caída de la dictadura de Nicolae Ceausescu (1989), Rumanía ha sido gobernada alternativamente por un partido socialdemócrata y un partido liberal. En esas elecciones del 29 de noviembre los dos candidatos que pasaron a la segunda vuelta fueron el candidato que los medios rumanos calificaron de prorruso –que obtuvo el primer lugar– y una candidata de fuera del sistema. Por consiguiente, la prensa tradicional sacó el discurso de que era “una maniobra de Putin”, que “no cabía duda de que el brazo de Moscú era muy largo”, etcétera. Cuando todo se encaminaba a una segunda vuelta, el Tribunal Supremo de Rumanía –que es igual que la Corte Suprema de Estados Unidos– decidió anular las elecciones. El argumento que dio fue que las redes sociales habían tenido una influencia demasiado grande en esta elección y que, por consiguiente, habían “falseado” el juego democrático.
No es tan frecuente que el Poder Judicial se entrometa en una elección política en un país importante como Rumanía –que es un miembro de la Unión Europea– para anular unas elecciones presidenciales. Es una decisión de gran envergadura. Creo que es la primera vez en la historia que se anulan unas elecciones bajo el pretexto de que un medio de comunicación habría tenido demasiada influencia. Hay que imaginarse cuántas elecciones habría que haber disuelto o anulado cuando empezó la televisión a tener influencia en nuestros países. Se puede citar el caso de Kennedy con Nixon, en particular en su célebre debate para la elección de 1960. O cuántas veces ha habido un masivo aporte financiero para comprar los medios en muchos países latinoamericanos o europeos, donde finalmente el dinero es el que hace la elección. Sin embargo, esta vez se anuló un resultado por la influencia de las redes.
En febrero hubo en Múnich una conferencia sobre la seguridad europea. Tenía como objetivo ver qué va a ocurrir con el conflicto militar entre Rusia y Ucrania. Había una intervención muy esperada: la del vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance. Pero, cuando llegó su intervención, Vance no habló para nada de Ucrania. Empezó diciendo que en Europa hay un problema y que ese problema no es Rusia, ese problema no es China, ese problema no es ni siquiera la guerra en Ucrania; y que el problema lo tienen los europeos con la libertad de expresión. Vance dijo: “Miren lo que ha pasado en Rumanía. Lo que ha pasado en Rumanía es absolutamente inaceptable. Que hayan anulado unas elecciones porque ganó alguien que utilizó las redes sociales”. Remarco que quien salió primero es alguien calificado de prorruso y que quien aquí lo está defendiendo es el vicepresidente de Estados Unidos, un hombre calificado como de extrema derecha. Muy ideológico.
Vance utilizó ese ejemplo, sin embargo, nuestros colegas de comunicación no habían notado lo que pasó en Rumanía. No habían considerado que eso era determinante. Lo que pasó en Rumanía tenía que habernos preocupado. A veces estamos tan absortos en tantas reflexiones en que queremos avanzar que no vemos lo esencial.
Usted señala que “la sociedad posmediática” es una sociedad que sufre un “cansancio informacional”, y que eso la lleva a una especie de “neooscurantismo”. ¿Cómo actuar frente a ello?
Creo que a través de los medios tradicionales ya no es posible dar esa pelea. Son cadáveres y no se pueden devolver a la vida. Aún hay una gran producción periodística, mucho trabajo periodístico de calidad, pero la audiencia no está ahí. Aunque también muchos medios de calidad han sabido bifurcar hacia las redes. Lo cierto es que en nuestras sociedades las personas que le dedican tiempo a leer información son muy pocas, son tantas como las que podía haber para la prensa en el siglo XIX, antes de que se transformara en prensa de masas. Puede que haya un 5 o un 10 % de la audiencia tradicional, que ahora sigue leyendo cosas serias, prensa seria, etcétera. Es cierto que The New York Times ahora tiene más de dos millones de suscriptores, pero es porque ahora tiene el mercado mundial y antes no lo tenía. La realidad es que ahora son muchos menos los que lo leen en Estados Unidos.
La masa, hoy, está en las redes, y las redes no funcionan como la prensa regular, porque el consumo de las redes es una actividad y el consumo de la prensa tradicional es una pasividad. Las estadísticas muestran que la gente pasa entre cuatro y ocho horas diarias en las redes. Durante mucho tiempo, la gente pasaba ocho horas diarias en el campo trabajando, en la fábrica o en la oficina. Si ahora la mayoría de los ciudadanos de nuestros países pasan entre cuatro y ocho horas en las redes, antropológicamente no es la misma ciudadanía. Algo cambia en el tipo de organización que tenemos.
(1) Ignacio Ramonet es periodista, escritor, doctor en Semiología e Historia de la Cultura y catedrático emérito de Teoría de la comunicación.
Revista Maíz dialogó con Ignacio Ramonet(1), periodista, especialista en estudios de la comunicación y ex director de Le Monde Diplomatique.
El destacado intelectual aseguró que las redes reemplazaron a los medios masivos y reconfiguraron el orden social al generar una “individualización radical y acelerada”. Remarcó que las nuevas tecnologías de la comunicación provocaron un “cansancio informacional” y construyeron un “neooscurantismo” en el que se consolidaron los discursos de la ultraderecha. Todo ello sentó las bases para lo que Ramonet denomina “la sociedad posmediática”.
Nos llamó la atención y nos convocó a la reflexión una exposición suya en la que señaló que actualmente estamos en una “sociedad posmediática”. ¿Nos podría explicar esta idea?
Claro. Estoy trabajando en un ensayo que quisiera publicar este año y que se titulará “La sociedad posmediática y el fin de las masas”. Parto de la idea de que los medios tradicionales han llegado a una situación en la que no son creíbles. Me refiero a la prensa en manos de la oligarquía: la prensa tradicional, la radio, la televisión, todo esto que en su momento se constituyó en grandes conglomerados mediáticos, lo que también llamamos “latifundios mediáticos”, en particular en América Latina, que pertenecían a una oligarquía mediática y empresarial.
Vimos las grandes mentiras sobre la guerra de Irak y el desastre moral de haber mantenido durante catorce años detenido a Julian Assange, cuando se demostró que no había dicho ninguna mentira y los que pretenden defender al periodismo –las organizaciones de propietarios de prensa, como la SIP– nunca lo defendieron. Ahora vemos que, tras la decisión de Donald Trump de desmantelar la USAID, periódicos que dan lecciones de moral todos los días publican títulos como “La crisis de la USAID pone en peligro a la prensa independiente de América Latina”. Pero ¿cómo va a ser una prensa independiente si está financiada por una oficina de propaganda de Estados Unidos? Una prensa que está financiada por el Estado o por una organización de propaganda no es independiente; tiene derecho a existir, pero no la podemos calificar de independiente. Vemos también que la decisión que ha tomado Trump de entrar en conversaciones con Rusia ha dejado desconcertados a todos aquellos que han desarrollado un discurso totalmente propagandístico sobre cómo se concibió la crisis militar entre Ucrania y Rusia sin querer ver los argumentos que daba Rusia.
Todo ello ha llevado a que la confianza en los medios tradicionales se derrumbe, y no desde ahora, sino desde hace tiempo.
A ello se suma que hoy, evidentemente, el medio dominante son las redes. Pero, ¿qué ocurre? Cuando estudiamos la evolución de la llegada de los medios de masas, desde finales del siglo XIX hasta hoy, lo que vemos es que, con el desarrollo de los medios de comunicación –en particular, los medios de comunicación de masas: prensa escrita, radio, televisión, cine, etcétera–, se ha multiplicado la democracia, se han multiplicado las sociedades que defienden principios de derechos humanos, se ha desarrollado la idea de la representatividad, se ha desarrollado el espíritu crítico en el seno de la sociedad. Entonces, podemos decir –yendo muy rápidamente– que hay una ecuación que dice que, cuantos más medios de calidad hay en una sociedad, mayor es la calidad de la democracia en esa sociedad.
Al derrumbarse los medios y al ser sustituidos por las redes, que funcionan con otro tipo de sistema, la sociedad se queda como si no tuviera medios. De hecho, la generación que tiene menos de cuarenta años, en su gran mayoría, no mira los medios tradicionales, ni en papel ni en digital. Por consiguiente, estamos asistiendo a la construcción de una sociedad posmediática; ya no hay medios.
Llegamos a una situación en la que, al no ser ya los medios la argamasa, el elemento aglutinador, el elemento que cohesiona al dar y difundir una serie de principios –digamos, de civilización, de cultura, de cultura política–, el mundo literalmente estalla. Eso es lo que estamos viendo hoy día. No solo estamos frente a una sociedad posmediática, sino que, cuando ya no hay ese fluido que constituyen los medios y que va alimentando la discusión, el cerebro, el espíritu crítico, la necesidad de comentar y de organizarse, la sociedad también estalla.
Lo digo porque las masas, a la vez, están desapareciendo, por la individualización radical y acelerada que provocan las redes. Se producen una serie de fenómenos que son los que justifican que algunas sociedades elijan a personalidades tan extravagantes como Trump, Bolsonaro o Milei. El ascenso de la extrema derecha se da porque ya no hay argumentos racionales, argumentos en el debate en la escena pública que aporten los medios para constituir una barrera.
Hay una especie de neooscurantismo, de neosalvajismo. La sociedad se vuelve a salvajar. Y por eso lo que domina es la imposición de la fuerza como nueva legalidad.
Nadie habla de Naciones Unidas, nadie habla de un contexto en el que los derechos, digamos, o la ley internacional podrían funcionar. Estamos viendo, con gran perplejidad, que esta situación comunicacional está moldeando el nuevo tipo de sociedad. Porque mi tesis detrás de esto es que son los medios los que moldean la sociedad.
La historia es la historia de los cambios tecnológicos en la comunicación.
Desde el campo académico, también desde el campo de la militancia popular, ¿estamos llegando siempre tarde a las discusiones? ¿Cuándo empezábamos a profundizar la discusión sobre los medios hegemónicos de comunicación aparecen las redes sociales y otra vez volvemos a cero?
El propio estudio nos exige tanto tiempo, tanta dedicación, que finalmente no vemos cómo avanza el resto de la sociedad. En la academia, donde los trabajos son de larga duración –porque es necesario investigar y profundizar en un tema–, puede ocurrir ello. Por eso, como el periodismo es un poco más rápido, si combinamos los dos quizás podamos encontrar atajos.
Un ejemplo que me parece importante y que no he visto que los académicos, los especialistas de la comunicación, se hayan preocupado por él es lo que pasó en Rumanía. A finales de noviembre pasado, en Rumanía hubo elecciones presidenciales. Desde la caída de la dictadura de Nicolae Ceausescu (1989), Rumanía ha sido gobernada alternativamente por un partido socialdemócrata y un partido liberal. En esas elecciones del 29 de noviembre los dos candidatos que pasaron a la segunda vuelta fueron el candidato que los medios rumanos calificaron de prorruso –que obtuvo el primer lugar– y una candidata de fuera del sistema. Por consiguiente, la prensa tradicional sacó el discurso de que era “una maniobra de Putin”, que “no cabía duda de que el brazo de Moscú era muy largo”, etcétera. Cuando todo se encaminaba a una segunda vuelta, el Tribunal Supremo de Rumanía –que es igual que la Corte Suprema de Estados Unidos– decidió anular las elecciones. El argumento que dio fue que las redes sociales habían tenido una influencia demasiado grande en esta elección y que, por consiguiente, habían “falseado” el juego democrático.
No es tan frecuente que el Poder Judicial se entrometa en una elección política en un país importante como Rumanía –que es un miembro de la Unión Europea– para anular unas elecciones presidenciales. Es una decisión de gran envergadura. Creo que es la primera vez en la historia que se anulan unas elecciones bajo el pretexto de que un medio de comunicación habría tenido demasiada influencia. Hay que imaginarse cuántas elecciones habría que haber disuelto o anulado cuando empezó la televisión a tener influencia en nuestros países. Se puede citar el caso de Kennedy con Nixon, en particular en su célebre debate para la elección de 1960. O cuántas veces ha habido un masivo aporte financiero para comprar los medios en muchos países latinoamericanos o europeos, donde finalmente el dinero es el que hace la elección. Sin embargo, esta vez se anuló un resultado por la influencia de las redes.
En febrero hubo en Múnich una conferencia sobre la seguridad europea. Tenía como objetivo ver qué va a ocurrir con el conflicto militar entre Rusia y Ucrania. Había una intervención muy esperada: la del vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance. Pero, cuando llegó su intervención, Vance no habló para nada de Ucrania. Empezó diciendo que en Europa hay un problema y que ese problema no es Rusia, ese problema no es China, ese problema no es ni siquiera la guerra en Ucrania; y que el problema lo tienen los europeos con la libertad de expresión. Vance dijo: “Miren lo que ha pasado en Rumanía. Lo que ha pasado en Rumanía es absolutamente inaceptable. Que hayan anulado unas elecciones porque ganó alguien que utilizó las redes sociales”. Remarco que quien salió primero es alguien calificado de prorruso y que quien aquí lo está defendiendo es el vicepresidente de Estados Unidos, un hombre calificado como de extrema derecha. Muy ideológico.
Vance utilizó ese ejemplo, sin embargo, nuestros colegas de comunicación no habían notado lo que pasó en Rumanía. No habían considerado que eso era determinante. Lo que pasó en Rumanía tenía que habernos preocupado. A veces estamos tan absortos en tantas reflexiones en que queremos avanzar que no vemos lo esencial.
Usted señala que “la sociedad posmediática” es una sociedad que sufre un “cansancio informacional”, y que eso la lleva a una especie de “neooscurantismo”. ¿Cómo actuar frente a ello?
Creo que a través de los medios tradicionales ya no es posible dar esa pelea. Son cadáveres y no se pueden devolver a la vida. Aún hay una gran producción periodística, mucho trabajo periodístico de calidad, pero la audiencia no está ahí. Aunque también muchos medios de calidad han sabido bifurcar hacia las redes. Lo cierto es que en nuestras sociedades las personas que le dedican tiempo a leer información son muy pocas, son tantas como las que podía haber para la prensa en el siglo XIX, antes de que se transformara en prensa de masas. Puede que haya un 5 o un 10 % de la audiencia tradicional, que ahora sigue leyendo cosas serias, prensa seria, etcétera. Es cierto que The New York Times ahora tiene más de dos millones de suscriptores, pero es porque ahora tiene el mercado mundial y antes no lo tenía. La realidad es que ahora son muchos menos los que lo leen en Estados Unidos.
La masa, hoy, está en las redes, y las redes no funcionan como la prensa regular, porque el consumo de las redes es una actividad y el consumo de la prensa tradicional es una pasividad. Las estadísticas muestran que la gente pasa entre cuatro y ocho horas diarias en las redes. Durante mucho tiempo, la gente pasaba ocho horas diarias en el campo trabajando, en la fábrica o en la oficina. Si ahora la mayoría de los ciudadanos de nuestros países pasan entre cuatro y ocho horas en las redes, antropológicamente no es la misma ciudadanía. Algo cambia en el tipo de organización que tenemos.
(1) Ignacio Ramonet es periodista, escritor, doctor en Semiología e Historia de la Cultura y catedrático emérito de Teoría de la comunicación.