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Sin tiempo no hay justicia social

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LA UBERIZACIÓN DE LA VIDA (Por Delfina Rossi) / Cuando los límites de la jornada laboral se han diluido; las dobles o triples jornadas laborales se multiplican; cuando somos productores de contenidos para las redes sociales; cuando todo es la hiperactividad y el hiperproductivismo; el descanso se ha convertido en un privilegio. Así, el derecho a recuperar y reclamar nuestro tiempo, el tiempo donde de la nada pueda resurgir el todo, se vuelve central.
LA UBERIZACIÓN DE LA VIDA / Cuando los límites de la jornada laboral se han diluido; las dobles o triples jornadas laborales se multiplican; cuando somos productores de contenidos para las redes sociales; cuando todo es la hiperactividad y el hiperproductivismo; el descanso se ha convertido en un privilegio. Así, el derecho a recuperar y reclamar nuestro tiempo, el tiempo donde de la nada pueda resurgir el todo, se vuelve central.

Por Delfina Rossi
Economista, máster en Economía y en Asuntos Públicos, docente universitaria y directora del Banco de la Ciudad de Buenos Aires.

Fotos: Sebastián Miquel

Antes de avanzar con el tema principal, considero necesario dedicar unas líneas a la situación política que atraviesa Argentina, un escenario que sin duda influirá en el rumbo de los próximos años.

El 10 de junio, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ratificó la condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, en el marco de la denominada “Causa Vialidad”. Esta decisión constituye un acto de persecución y proscripción al peronismo. Cristina encarna la idea de bienestar material, que también incluía tiempo para el disfrute cultural, el descanso y la vida familiar. Ese tiempo que, en el presente, muchos sienten que se está desvaneciendo. Aquí abordaré ese tema.

Vivir sin tiempo

La aritmética electoral –el ejercicio de preguntarse por qué Sergio Massa (peronista) no logró ganar en primera vuelta en las elecciones presidenciales de 2023 por apenas tres puntos– tiende a limitar nuestra mirada sobre elementos coyunturales: el desdoblamiento electoral impulsado por los gobernadores, la escasez de combustible o el impacto de la corrección del tipo de cambio en medio de la campaña electoral. Sin embargo, es necesario reconocer que existen transformaciones sociales, culturales y económicas, que están modificando la vida cotidiana, que muchas veces no logramos percibir con claridad.

La revolución tecnológica se ha acelerado desde la pandemia, intensificando el proceso de mutación del capitalismo global hacia nuevas formas de producción, acumulación y, por tanto, reproducción. Sin embargo, quiero detenerme aquí en algo que parece más llano, la vida cotidiana, para afirmar que las grandes mayorías nos hemos quedado sin tiempo.

Como señalaba Karl Marx en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 la alienación es el proceso mediante el cual el ser humano se distancia de su esencia. En el marco del capitalismo, se separa de su propio trabajo y se extraña de él, y, con ello, de su propia vida. Más allá del ámbito estrictamente productivo, Agnes Heller, en Sociología de la vida cotidiana (1994), sugiere que la mayoría de las personas transitan su vida cotidiana de forma alienada: realizan sus tareas de manera automatizada, sin poder interpretar el porqué o para qué de sus acciones dentro del sistema. Para Heller, alcanzar la catarsis implica un momento de revelación: cuando el individuo comprende que su individualidad forma parte de un “nosotros”. Es en ese instante que emerge la posibilidad de interpretar –y, por ende, de hacer– política.

Ahora bien, la automatización de las cosas, la posibilidad de trabajar 24/7 desde nuestra casa, la imposición de estar siempre conectados, reportando, con nuestro panóptico a cuestas, como señaló Bauman en “El trabajo precariza la vida" (2025), hicieron que la alienación cotidiana se volviera muy efectiva. Y si no hay tiempo para vivir, tampoco hay tiempo para cuestionar, pensar o hacer política. Sugiero entonces que la pauperización del mercado de trabajo, la uberización de la vida y sus efectos sobre la subjetividad deben ser leídos también como factores que erosionan las democracias contemporáneas.

Tiempo para el mercado

En este contexto, no es inocente que el presidente Javier Milei haya afirmado que “la explotación laboral no existe” (en el Latam Economic Forum 2025). Su declaración se enmarca en un principio básico de la teoría económica neoclásica: si una relación laboral es voluntaria, entonces no hay abuso. Según esta lógica, el salario es el resultado de un intercambio entre dos partes teóricamente libres y racionales: un trabajador que ofrece su fuerza de trabajo y una empresa que lo contrata si el salario no excede la productividad que ese trabajador genera. Bajo estas condiciones, el mercado laboral se regula eficientemente a través del mecanismo de precios, y cada parte recibe lo que le corresponde según su contribución. Así, la idea misma de explotación queda desactivada: nadie es obligado, nadie es engañado. En este marco, cualquier intervención estatal –como regulaciones laborales, negociaciones sindicales o un salario mínimo– solo distorsiona el funcionamiento “natural” del mercado, generando desempleo.

Figuras de la escuela austríaca –a la cual adhiere el presidente– como Ludwig von Mises y Murray Rothbard sostienen que el trabajo debe entenderse como una mercancía más, cuyo precio, el salario, se determina como cualquier otro bien en el mercado. Mises, en La acción humana, de 1949, afirmaba que “el precio del trabajo se determina en el mercado del mismo modo que se fijan los precios de las mercancías” (2011, p. 611), y que carece de sentido hablar de explotación si la relación es voluntaria. Rothbard, por su parte, en El hombre, la economía y el Estado, de 1962, sostenía que “en el mercado no puede haber tal cosa como explotación” (Rothbard, 2009, p. 881), y que es la intervención estatal la que genera conflictos, al permitir que ciertos grupos obtengan beneficios a costa de otros. Esta visión radicaliza aún más la concepción individualista del intercambio y elimina toda posibilidad de conflicto estructural dentro del mercado.

Sin embargo, esta concepción de las relaciones laborales, aunque coherente dentro de su marco teórico, ha sido ampliamente cuestionada por otras corrientes del pensamiento económico, desde Marx hasta la actualidad. Particularmente, John Maynard Keynes, en Teoría general del empleo, el interés y el dinero, de 1936, propuso que el mercado de trabajo no se comporta como otros mercados. Los salarios no fluctúan libremente frente a cambios en la demanda, y, si lo hicieran, eso no garantizaría mayor empleo. La razón es simple: los empleadores no contratan solo porque los salarios bajan, sino porque esperan vender su producción. Si el consumo y la inversión caen, las empresas reducen su producción y, por ende, su demanda de trabajo. Así, puede haber personas dispuestas a trabajar por el salario vigente que no consigan empleo, es decir, desempleo involuntario. En este contexto, la noción de “libre elección” pierde fuerza, porque los trabajadores aceptan condiciones no por preferencia, sino por necesidad, en un entorno macroeconómico que no controlan. El aporte de Keynes es central: el desempleo deja de ser una decisión individual y se convierte en un fenómeno sistémico.

A esta visión, Michal Kalecki añadió una dimensión política clave en su ensayo “Aspectos políticos del pleno empleo”, de 1943. Allí sostiene que las élites empresariales tienen un interés en mantener cierto nivel de desempleo, ya que este funciona como un mecanismo de disciplina: limita las demandas de los asalariados y preserva las jerarquías. En este marco, la explotación no depende de si el contrato es voluntario o no, sino del poder relativo de las partes que negocian. Si uno tiene hambre y el otro tiene la comida, el intercambio puede ser voluntario, pero no es simétrico.

En definitiva, la afirmación de que “la explotación laboral no existe” no es solo una provocación discursiva, sino la expresión coherente de una ideología que niega las relaciones de poder estructurales en nombre de una supuesta libertad individual. Cuando se observa la realidad concreta del trabajo –atravesado por la precarización, la desigualdad y la pérdida de tiempo vital–, esa libertad se revela profundamente injusta.

Recuperar la noción de explotación no es un gesto nostálgico, sino una herramienta para volver a pensar la política desde la experiencia cotidiana de quienes trabajan, y para disputar el sentido común que naturaliza la desigualdad como si fuera el orden espontáneo de las cosas.

Más allá de la teoría, el trabajo

La visión ortodoxa tampoco se condice con los hallazgos empíricos sobre la importancia de instituciones laborales como el salario mínimo, o la negociación colectiva, que no reduce la demanda de trabajo, pero sí mejora los salarios y las condiciones laborales.(1) Por otra parte, las brechas salariales asociadas al trabajo no registrado –es decir, sin regulación– son significativas: en Argentina se estiman en un 41 %, considerando dos personas con iguales características observables (IIEP-BAIRES, 2025). En este sentido, la explotación laboral también se refleja en condiciones objetivas, como la imposibilidad de superar ciertos umbrales de bienestar; por ejemplo, la línea de pobreza. El informe citado destaca que el 27 % de los asalariados vivía en un hogar pobre en el cuarto trimestre de 2024, con una incidencia mucho mayor entre los no registrados –48 % frente a 16 % en los registrados–.

Los ingresos laborales en Argentina en los últimos años no logran, por sí solos, garantizar niveles mínimos de bienestar. El proceso de ajuste impulsado por el Gobierno de Milei profundizó el deterioro. Incluso el segmento más protegido –los asalariados privados registrados– en marzo de 2025 aún tenía ingresos reales 0,9 % inferiores a los de noviembre de 2023. Como respuesta a la caída de ingresos, se multiplicaron las estrategias para sostener las condiciones de reproducción. Una de las más relevantes fue el pluriempleo: mientras que en el cuarto trimestre de 2016 el 8,2 % de los ocupados tenía más de un empleo, en 2022 ese porcentaje ascendió al 10,8 %, y en 2024 alcanzó el 12 %.

En definitiva, afirmar que no existe la explotación laboral es desconocer no solo la historia del pensamiento económico, sino también las condiciones materiales que enfrentan millones de trabajadores. El trabajo no es solo un contrato: es también una relación social atravesada por asimetrías de poder y necesidades vitales. Negar estas dimensiones no contribuye a resolver los problemas del empleo y la pobreza; más bien los oculta bajo la retórica de un mercado idealizado que solo existe en los libros.

Los datos del primer semestre de 2025 se encuentran lejos de mejorar las condiciones mencionadas. Los indicadores laborales reflejan una intensificación en la desigualdad como consecuencia del programa económico de Milei. Un ejemplo de ello es que, a pesar del crecimiento económico del 5,8 % interanual en el primer trimestre, el desempleo aumentó. La tasa de desocupación abierta alcanzó el 7,9 %, el nivel más alto desde 2021, cuando los efectos de la pandemia de COVID-19 aún eran significativos. Peor aún, se deterioró la composición del mercado laboral, cayeron los asalariados y creció el cuentapropismo, donde la informalidad es muy elevada. Al mismo tiempo, se amplió la brecha de género: el desempleo entre las mujeres subió al 9 %, mientras que entre los varones se mantuvo en el 7 %. El segmento más golpeado fue el de las mujeres jóvenes de entre 14 y 29 años, donde la desocupación alcanzó el 19,2 %, casi dos puntos más que un año atrás.

Entonces, vemos cómo en la realidad práctica las teorías económicas neoclásicas no tienen cabida: no existe una relación de simetría entre salarios bajos y nivel de empleo, y aumenta la producción pero, lejos de aumentar los niveles de empleo de calidad, se ve un incremento en el pluriempleo.

¿Hay tiempo para algo más?

La inteligencia artificial y la automatización ya no son promesas del futuro: son realidades que están redefiniendo el presente del trabajo. En muchas empresas son los propios empleados quienes, desde hace tiempo, participan en el entrenamiento de los sistemas que eventualmente podrían reemplazarlos. Esto es especialmente evidente en sectores de servicios, como el back office, la gestión de reclamos o los centros de atención al cliente.

En estos entornos, donde las respuestas a consultas suelen seguir patrones predecibles –por ejemplo, “a” ante un reclamo y “b” ante una solicitud de información–, los bots han comenzado a ocupar el lugar de los operadores humanos. Estos sistemas automatizados ofrecen ventajas claras: menor margen de error, disponibilidad continua las veinticuatro horas y una experiencia de atención más eficiente para el cliente.

Pero la automatización no se limita al área de atención al cliente. También está transformando procesos en líneas de producción, control de calidad, contabilidad e incluso en la emisión de órdenes de compra a proveedores. La tecnología, con su capacidad para ejecutar tareas específicas con precisión y velocidad, está llevando la división del trabajo –como la soñó Adam Smith– a un nivel micro, maximizando la eficiencia y las ganancias del sector empresarial.

La automatización y la inteligencia artificial no solo están transformando procesos, sino también reemplazando miles de empleos asalariados formales. En paralelo, muchas personas acceden a nuevas formas de empleo fragmentado: los llamados microtrabajos, mediados por plataformas digitales y el internet de las cosas.

El teórico Nick Srnicek, en su libro Capitalismo de plataformas (2018), retoma el concepto de “cognitariado” para describir a esta nueva clase trabajadora. A diferencia del proletariado industrial del siglo XX, el cognitariado está compuesto por trabajadores del conocimiento que participan en procesos productivos cada vez más inmateriales, pero que siguen generando valor –aunque no siempre de forma equitativa–.

Este cognitariado es el motor detrás de una gran variedad de microtareas digitales: desde la creación de contenido, la gestión de redes sociales y el diseño web, hasta la participación en foros, la respuesta a encuestas y, en la cima de la pirámide, la programación y el desarrollo de software. Aunque estas tareas pueden parecer menores o dispersas, en conjunto sostienen buena parte de la economía digital contemporánea.

A primera vista podría parecer que la inteligencia artificial está eliminando empleos. Sin embargo, una consecuencia menos visible –pero igual de significativa– es que nos está dejando sin tiempo libre. En Después del trabajo (2024), Helen Hester y Nick Srnicek advierten que, lejos de liberarnos, la tecnología está colonizando nuestro tiempo personal.

Actividades que antes eran realizadas por trabajadores asalariados ahora recaen sobre los propios consumidores. Contratar un seguro de viaje, hacer las compras del supermercado, pedir comida en línea o escanear productos en cajas de autoservicio son tareas que antes delegábamos y que hoy asumimos como parte de nuestra rutina diaria. Lo que se presentó como un avance en eficiencia en realidad ha significado una transferencia de trabajo no remunerado desde empleados hacia usuarios, y, en consecuencia, una disminución de trabajadores. Es fácil: el capital cambia trabajo asalariado por consumidores trabajadores.

Esta lógica se extiende también al plano digital. Se espera que estemos constantemente activos en nuestros dispositivos, generando datos: qué consumimos, qué nos gusta, a qué le damos “me gusta”. Así, nos convertimos en trabajadores invisibles que alimentan los algoritmos de las plataformas sin recibir a cambio más que la ilusión de participación.

Sin tiempo no hay democracia

En la elección presidencial de 2023, desde Unión por la Patria hicimos campaña intentando explicar que la motosierra libertaria venía a recortar derechos: el derecho a las vacaciones pagas, al aguinaldo, a las paritarias libres, a la indemnización laboral, a la jornada limitada. Pero no supimos ver –aunque muchos militantes de base lo advertían– que esos derechos ya habían desaparecido para amplios sectores: para los monotributistas, para las trabajadoras de casas particulares, para quienes hacen repartos en Rappi, PedidosYa o Uber y solo cobran por lo que producen día a día, a destajo. Esos derechos ya no existen para quien abre una verdulería o un kiosco, para el albañil, para el feriante, ni siquiera para la docente particular o el terapeuta que atiende por su cuenta. La uberización de la vida es una realidad.

Si en los años noventa las mujeres tuvieron que salir a trabajar porque el sueldo del varón no alcanzaba para sostener una familia, hoy dos sueldos tampoco alcanzan. Probamos vivir con los abuelos, pero la jubilación quedó por el suelo. Probamos matrimonios infelices, porque ¿quién puede divorciarse sin trabajo? Probamos que nuestros hijos se quedasen hasta los 30 o 35 años en casa. Probamos salir a laburar con niños a cuestas, trabajar desde casa después de una jornada de ocho horas más la de traslado. Probamos, insistimos, generamos estrategias para llegar a fin de mes, porque nos dicen que se puede ser “masivo-bro”, porque vemos en redes sociales que se puede seguir consumiendo más y más.

Mientras tanto, vivimos sin tiempo. Pasan los años, las generaciones, y vivimos sin tiempo. O, quizás, sobrevivimos. Porque, al final, no podemos ir a un acto escolar de nuestros hijos, no almorzamos con nuestros abuelos, nos juntamos menos con amigos, porque no hay plata ni tiempo y da vergüenza decirlo. Nos encerramos frente al escenario de los juegos del hambre.

Y ahí, en esa sociedad que corre sin saber hacia dónde, se nos va la vida. Vivir sin tiempo es el mal de nuestros días. Vivir para complacer al mercado, a los mercados: el laboral, el de consumo, el financiero. Y entonces, con este nivel de trabajos precarios, de subsistencia, de explotación, la máxima peronista de que “el trabajo dignifica” ya no alcanza. No todos los trabajos dignifican. Dignifica el trabajo con horarios claros, con tareas definidas, con objetivos colectivos, con posibilidad de crecer, de transformar, y con un sueldo digno. No dignifica pedalear cincuenta cuadras bajo la lluvia o con un grado bajo cero. Dignifica un salario con el que se pueda planificar el mes, el año. Dignifica no tener miedo al despido. No dignifica trabajar sin que el salario alcance a fin de mes o llegar a viejo y que la jubilación mínima no sea suficiente para vivir.

Entender el nivel de descomposición de la vida cotidiana es condición sine qua non para resignificar nuestros valores en una sociedad que no tiene tiempo para escuchar una canción o leer una novela, que no tiene tiempo para pensar en la política, para sentir lo que duele la patria. Si queremos recuperar la política, hay que entender el mecanismo de alineación del sistema y por qué hoy tenemos que volver a hablar del derecho al descanso. La sociedad del cansancio (2012), de Byung-Chul Han, habla justamente de la relevancia del cansancio como mecanismo biológico que pone un límite a la hiperactividad.

Desde su origen, el peronismo promovió políticas para que las y los trabajadores gozasen de tiempo libre: reducción de la jornada laboral, vacaciones pagas, centros de recreación, hoteles sindicales. Ya el 8 de enero de 1948 Juan Domingo Perón nos hablaba del derecho al descanso. Desde la concepción de que las vacaciones y el turismo deben ser para todos, nos decía: “Que cada cual, según sus medios, tenga el descanso reparador de su cuerpo. Que el espíritu de cada cual pueda disfrutar de las bellezas de nuestra Patria, que es de todos, de pobres y ricos por igual”.(2))

Pero ese tiempo libre para vacacionar o para descansar hoy está en disputa. Vivimos hiperconectados y nuestro tiempo de descanso se ve cada vez más reducido. Hoy necesitamos recuperar el tiempo para las familias, para el ocio, para el descanso, para no producir, para pensar.

Quienes se alarman por la caída de la natalidad olvidan la doble o triple opresión que enfrentan las mujeres que cuidan, quienes poseen dos o tres jornadas diarias. Y aquí también es un error pensar solo al Estado como cuidador. También debemos recuperar el tiempo para cuidarnos entre todos y todas: tiempo para acompañar a un familiar enfermo, para ir al hospital, para compartir un festejo, para esparcimiento. Eso es la felicidad del pueblo: poder vivir sin estar corriendo para juntar el mango, sin perder la salud mental por miedo a perder el trabajo, descansar.

En tiempos donde la inmediatez domina nuestras rutinas, detenernos a reflexionar se vuelve un acto casi contracultural. Sin embargo, la democracia requiere de nuestra atención y compromiso.

Si bien la discusión sobre el uso del tiempo ha sido abordada principalmente desde los feminismos, es hora de extenderla y pensarla también en términos productivos, reproductivos y de poder. Lo viejo funciona: la militancia, el encuentro, los mates, la comunidad. Pero, para que funcione, necesitamos tiempo.

Citas

(1) Cf. Campos-Vázquez, Esquivel y Santillán (2017).

(2) Disponible en: https://jdperon.gob.ar/8-de-enero-de-1948/.


Referencias

Bauman, Z. (2025, febrero 12). El trabajo precariza la vida. https://culturainquieta.com/pensamiento/el-trabajo-precariza-la-vida-por-zygmunt-bauman/.

Campos-Vázquez, R. M., Esquivel, G. y Santillán, A. S. (2017). The impact of the minimum wage on income and employment in Mexico. CEPAL Review, 122. 

Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.

Heller, A. (1994). Sociología de la vida cotidiana. Península.

Hester, H. y Srnicek, N. (2024). Después del trabajo: Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre. Caja Negra.

Instituto Interdisciplinario de Economía Política de Buenos Aires (IIEP-BAIRES) (2025). Informe EDIL: Empleo asalariado informal. Cuarto trimestre 2024. Universidad de Buenos Aires. https://iiep.economicas.uba.ar/wpcontent/uploads/2025/03/InformeEdil_empleo_asalariado_informal.pdf.

Kalecki, M. (1943). Political aspects of full employment. The Political Quarterly, 14(4).

Keynes, J. M. (1936). The general theory of employment, interest and money. Macmillan.

Marx, K. (2006). Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Akal. 

Mises, L. von (2011). La acción humana: Tratado de economía. Unión Editorial, p. 611.

Rothbard, M. N. (2009). Hombre, economía y Estado con poder y mercado: El gobierno y la economía. Instituto Ludwig von Mises, p. 881.

Srnicek, N. (2018). Capitalismo de plataformas. Caja Negra.







 

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