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Sin puertas y pintada de pueblo

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Por Eduardo Rinesi / LA EDUCACIÓN SUPERIOR COMO DERECHO Y EL LEGADO DE LA REFORMA / Debió pasar mucho tiempo para que la pregunta por el gobierno de la Universidad como objeto de un derecho de los estudiantes pertenecientes a la pequeña élite que en 1918 asistía a ella pasara a ser la pregunta por la Universidad misma como objeto de eso que es hoy: un derecho humano universal. Pero ¿qué significa esto? ¿Meramente que cualquier ciudadano que quiera concurrir a esta institución debería poder hacerlo? Reflexiones sobre la educación superior como derecho colectivo de todo el pueblo, con la mirada puesta en las responsabilidades de la Universidad en sus misiones de...
LA EDUCACIÓN SUPERIOR COMO DERECHO Y EL LEGADO DE LA REFORMA / Debió pasar mucho tiempo para que la pregunta por el gobierno de la Universidad como objeto de un derecho de los estudiantes pertenecientes a la pequeña élite que en 1918 asistía a ella pasara a ser la pregunta por la Universidad misma como objeto de eso que es hoy: un derecho humano universal. Pero ¿qué significa esto? ¿Meramente que cualquier ciudadano que quiera concurrir a esta institución debería poder hacerlo? Reflexiones sobre la educación superior como derecho colectivo de todo el pueblo, con la mirada puesta en las responsabilidades de la Universidad en sus misiones de formación, investigación y extensión.

Por Eduardo Rinesi
Politólogo y filósofo. UNGS.

Fotos: Sebastián Miquel

Pasados los fastos de la conmemoración del centenario de la Reforma Universitaria que tuvo lugar, en nuestro país y en toda la región, un par de años atrás, los compañeros y las compañeras de Maíz me invitan a reflexionar sobre el legado de ese importante movimiento en nuestro modo actual de pensar la educación superior –tal como establece la muchas veces citada Declaración Final de la Segunda Conferencia Regional de Educación Superior del IESALC/UNESCO reunida en Cartagena de Indias en 2008, ratificada en la Tercera Conferencia, en Córdoba, diez años después, y tal como lo establece también la legislación positiva argentina desde la reforma de la Ley de Educación Superior en 2015– como un derecho universal. No se trata de una tarea simple, porque en realidad ese legado tampoco es evidente. En efecto, la Reforma del 18 dejó una marca ostensible en nuestros modos de pensar otra cuestión fundamental en nuestras representaciones sobre la Universidad y sobre qué cosa es una universidad democrática, que es la cuestión de la libertad –palabra que a veces los grandes textos reformistas reemplazaron por la que constituye su más sonora modulación republicana: autonomía–, pero estuvo muy lejos de acercarse a postular la idea, que hoy en efecto preside nuestras representaciones sobre el tema, del “derecho” a la Universidad: de la Universidad como un derecho.

A decir verdad, ninguno de los grandes movimientos de democratización de la vida universitaria ocurridos en Occidente durante todo el siglo XX tuvo semejante pretensión en su horizonte. La propia idea de compromiso –de “compromiso social de la Universidad”, como todavía se dice en la mejor herencia de esos movimientos– es en realidad el más claro indicio de que la Universidad nunca dejó de pensarse, todo a lo largo de ese siglo, como una institución esencialmente extranjera a ese ámbito donde se desarrollaban los conflictos, los problemas y el drama social de los pueblos, ámbito con el que, siempre desde fuera y como “gratuitamente”, se “comprometía”. La Universidad, en efecto, todo a lo largo de sus mil años de historia (que son los que tiene en la cultura de los países de lo que llamamos Occidente), siempre fue pensada como lo que siempre fue: una máquina de fabricar élites, y si no puede desconocerse la importancia de los impulsos que hicieron que esas instituciones elitistas y minoritarias se plantearan la pregunta por su “compromiso” con las causas de obreros, mujeres, minorías sexuales y civiles y raciales y pueblos sometidos de todo el mundo, tampoco puede dejar de advertirse la distancia entre esa idea de compromiso y la comprensión de la Universidad como una institución encargada de garantizar algo que pudiera conceptualizarse como un derecho

Sin embargo, la palabra “derecho” no está del todo ausente en algunos de los textos, a los que nos referíamos recién, que nos dejó como legado la Reforma, y entre los cuales elijo aquí considerar el más famoso: el muy influyente Manifiesto Liminar del 21 de junio de 1918, donde esa palabra, “derecho”, no solo aparece, sino que aparece usada de un modo particularmente interesante, que llama nuestra atención sobre lo que se me permitirá presentar aquí como una tensión constitutiva que la habita. En efecto, la palabra “derecho” aparece, ya en el inicio –en el tercer párrafo– del Manifiesto, y no una sino dos veces: una vez para aludir de modo crítico a esa “especie de derecho divino” de los profesores sobre el que se sostenía el régimen universitario que los estudiantes cuestionaban, y otra vez para aludir al derecho de los estudiantes a darse un gobierno propio. En su primera aparición, con su primer significado, la palabra derecho sirve para indicar un derecho “objetivo” –objetivamente existente en el mundo cuyo modo de funcionamiento se impugnaba–, un derecho instituido que se trataba de denunciar y de rebatir. En la segunda, con su segunda valencia, la palabra derecho sirve para indicar un derecho “subjetivo” –postulado por ese sujeto colectivo que eran los estudiantes–, un derecho instituyente que se trataba de reivindicar y conquistar.



Podríamos conversar un rato largo, desde luego, sobre esa denuncia y este reclamo, pero en realidad he introducido esta doble referencia a la idea de derecho en el Manifiesto apenas para señalar dos cosas. La primera es la importancia de esta tensión o ambivalencia en el significado mismo de la palabra “derecho”. Que a veces usamos para indicar los derechos que alguien tiene, de hecho, en el mundo, y otras veces para decir que “tenemos derecho” a algo a lo que, de hecho, no tenemos derecho, y justo porque no lo tenemos, pero también porque nos parece un escándalo que no lo tengamos, porque nos parece que no puede ser, que “no hay derecho” a que no lo tengamos. Por regla general, en efecto, quien dice “Yo tengo derecho a tal cosa” –digamos: a comer dos veces por día, a ir a la Universidad– está diciendo, en realidad, dos cosas. Una: yo no tengo, de hecho, ese derecho. Y la otra: pero es un escándalo que no lo tenga. No puede ser que no lo tenga. No hay derecho a que no lo tenga. Lo debería tener. Cuando los estudiantes reformistas dicen que ellos tienen el derecho a co-gobernar la Universidad, lo que están diciendo es que, de hecho, no lo tienen –porque lo que ocurre de hecho es que rige, en esa Universidad que justo por eso quieren reformar, “el derecho divino” de los profesores–, pero que es un escándalo que no lo tengan, que deberían tenerlo, y que se proponen conquistarlo.

La segunda cosa que yo quería señalar a partir de esta referencia al modo en que está usada la palabra “derecho” en el Manifiesto es que el derecho del que aquí se trata, el derecho subjetivo a co-gobernar la Universidad contra la vigencia del derecho objetivo de los profesores a gobernarla ellos solos y a su antojo, era el derecho… de los estudiantes. De los universitarios. Los universitarios reformistas de 1918 reclaman, ante una estructura universitaria jerárquica, odiosa y excluyente, su derecho a gobernar, a co-gobernar, la Universidad. Pero debía pasar todavía mucho tiempo para que estas consideraciones que aquí estamos haciendo sobre la tensión entre derecho subjetivo y derecho objetivo, para que estas reflexiones que aquí estamos proponiendo alrededor de la idea de que reivindicar un derecho que se dice tener es siempre reivindicar un derecho que de hecho no se “tiene”, pero que es un escándalo que no se tenga porque se debería tener, pudieran aplicarse a otro tipo de derechos y a otro sujeto de derechos en torno a la Universidad. Para que la pregunta, en otras palabras, dejara de ser la pregunta por el gobierno de la Universidad como materia u objeto de un derecho de los estudiantes pertenecientes a la pequeña élite que en 1918 o en 1968 o en 1969, aquí y en todas partes, asistía a ella, para pasar a ser la pregunta por la Universidad misma como materia u objeto de un derecho humano universal. 

En el medio, desde luego, pasaron muchas cosas. Entre esas muchas cosas que pasaron yo querría apenas detenerme aquí –puesto que en este artículo estamos tratando con textos, con panfletos, con proclamas, con palabras– en un cierto discurso pronunciado más de cuatro décadas después de los que habían sacudido la Córdoba conservadora de 1918 por un notorio hijo de aquella Reforma que, en la estela de una larga tradición que desde entonces había atravesado todo el continente, radicalizó los postulados de ese movimiento hasta darles una entonación francamente revolucionaria de la que hasta entonces habían carecido. El 28 de diciembre de 1959, en efecto, cuando la Revolución cubana se preparaba para cumplir un año, Ernesto “Che” Guevara recibió el título de doctor honoris causa en Pedagogía en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, allá, en Cuba, y en esa ocasión pronunció un discurso que es muy conocido y ha sido citado muchas veces, y que a mí me parece fundamental en esta historia que aquí estoy tratando de contar del pasaje desde la idea reformista de que los estudiantes universitarios tienen un derecho a co-gobernar la institución en la que estudian a la idea mucho más reciente, y mucho más ambiciosa, de que la Universidad misma debe ser considerada un derecho universal.

El discurso del Che es bien conocido. Es en ese discurso que el revolucionario argentino pide que la Universidad se vista de pueblo, se vista de negro, de mulato, de campesino, de obrero… Esta frase se ha citado ya mil veces, y es hermosa y muy potente. Contiene, además, una interesante teoría, no ya sobre la Universidad, sino sobre el pueblo, al que Guevara piensa como uno pero también como diverso, como uno pero múltiple en oficios, razas y colores. No deja de recordar, esta “teoría” guevarista sobre el pueblo, la que catorce años antes había formulado por su parte, en su preciosa crónica del 17 de octubre de 1945, Raúl Scalabrini Ortiz, con su relato del modo en que se acercaban al centro de la ciudad de Buenos Aires los trabajadores de las distintas ramas de la industria portando en los colores de sus rostros las señales de sus orígenes diversos: mediterráneos, nórdicos, americanos… Así, el pueblo scalabriniano es un pueblo diverso pero unido, unificado, en el único nombre –que Scalabrini, elegante, omite– que todas esas gargantas corean en común. Un pueblo uno pero diverso. Polícromo. “Multifacetado”, escribe Scalabrini. Por ahí –por el lado del juego con los colores y su multiplicidad– va también Guevara: que la Universidad abra sus puertas –reclama–, o mejor, que se quede sin puertas en absoluto, para que el pueblo la penetre y la pinte con los colores que le dé la gana.

Todo esto es conocido: esas frases del célebre discurso de Guevara son de las más citadas, de las más repetidas de esa pieza memorable. Pero no quiero dejar de señalar también el interés y la importancia del final de ese discurso, en el que el Che sostiene que la Universidad debe dejar de ser pensada como un privilegio exclusivo de los ricos, para pasar a ser pensada “como un derecho” –lo cito– “de todo el pueblo cubano”. Esta frase es sin duda extraordinaria. La palabra “derecho”, que en el Manifiesto Liminar aparecía para indicar la apetencia de los estudiantes universitarios a co-gobernar la Universidad, cuatro décadas después aparece para indicar la exigencia de que la propia Universidad pueda ser tenida por un derecho de un sujeto mucho más amplio: el pueblo, todo el pueblo, como dice el Che. La Universidad como un derecho de todo el pueblo. Déjeseme subrayar el doble interés que tiene esta formulación, verdaderamente sorprendente en 1959 y en Cuba –en una Cuba donde la Revolución apenas iniciaba su jornada y no había tenido tiempo todavía para producir las extraordinarias transformaciones educativas que produciría en las décadas siguientes–, pero sorprendente, en realidad, dada su enorme radicalidad, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, y que todavía habla al corazón de nuestro presente latinoamericano con la fuerza de un mandato.

En primer lugar, como es obvio, decir que la Universidad debe ser un derecho “de todo el pueblo cubano” quiere decir que la Universidad debe ser un derecho de todos y cada uno de los ciudadanos que componen ese pueblo. Que en principio cualquier cubano –pero abramos el ángulo de mira: cualquier habitante de cualquier país en el que se postule que la Universidad es un derecho universal: vuelvo a decir que ese es el caso del nuestro en virtud de lo que dice expresamente el texto de una ley de la nación, por mucho que durante los últimos cuatro años los mandatarios de los gobiernos de todos los niveles del Estado se hayan obstinado en desconocerlo y en decir todo tipo de barbaridades sobre el asunto: que sembrar universidades “por todas partes” había sido “una locura”, que “todos sabemos” que, en este país, los pobres no llegan a la Universidad…–, que en principio cualquier ciudadano, entonces, que quiera asistir a la Universidad debería poder hacerlo. Es evidente lo avanzado de esa idea en un país y en un momento –repito: Cuba, 1959– en que un alto porcentaje de la población apenas había podido terminar los niveles educativos más elementales, y solo unos pocos el nivel inmediatamente previo al universitario: si hoy, en la Argentina, la idea de la educación superior como un derecho es audible y verosímil, lo es entre otras cosas porque acompañar a los jóvenes a terminar sus estudios en todos los niveles educativos anteriores al universitario constituye una obligación, establecida por la ley, para las familias y el Estado.
 


Pero suponer que la idea de que la Universidad es un derecho de todo el pueblo quiere decir solo esto que acabo de apuntar es incurrir, en realidad, en una doble reducción: primero, la que implica pensar al pueblo apenas como la suma de los individuos que lo integran, y no como un sujeto colectivo que puede y debe ser tenido como titular de derechos igualmente colectivos; segundo, la que implica representarse la Universidad apenas como una institución encargada de la formación profesional de sus estudiantes, siendo que la formación es una de las funciones que tiene la Universidad, no la única, y que junto a ella hay que tener en cuenta también, por lo menos, sus otras dos funciones primordiales: la investigación y lo que tradicionalmente llamamos “extensión”. En lo que les queda a estos rápidos apuntes querría preguntarme qué significa que la Universidad debe ser pensada como un derecho del pueblo, como decía el Che –y como es necesario que leamos tanto la Declaración Final de la CRES de 2008 como el principio establecido en el texto reformado en 2015 de la Ley de Educación Superior de nuestro país–, sin incurrir en esta doble reducción. Vamos a preguntarnos entonces qué quiere decir que la Universidad es un derecho colectivo del pueblo desde el punto de vista de las responsabilidades de la Universidad en sus misiones de formación, investigación y extensión. 

Y bien: desde el punto de vista de sus responsabilidades formativas, decir que la Universidad es un derecho colectivo del pueblo quiere decir que el pueblo tiene derecho a que la Universidad forme para él a los –mejores– profesionales, científicos, técnicos, docentes que ese pueblo necesita. ¿Que necesita para qué? Pues para desarrollarse –Raúl Zaffaroni ha sugerido que los pueblos tienen un “derecho al desarrollo”, pretensión nada obvia pero que, aceptada, se desdobla en una cantidad de consecuencias del más alto interés–, para realizarse, para ver asegurados otros derechos que también lo asisten – ¿qué querría decir, por ejemplo, que el pueblo tiene un “derecho a la salud” si eso no incluyera la obligación del Estado de formar los mejores profesionales encargados de garantizarlo? –… Desde ya, “lo que el pueblo necesita” debe pensarse lejos de cualquier utilitarismo: los pueblos “necesitan”, también –como ha argumentado Martha Nussbaum–, una cantidad de saberes perfectamente “inútiles”. Pero, con todas las sutilezas que hay que incorporar al argumento, ayudaría a evitar una lectura estrechamente individualista del tópico del “derecho a la Universidad” no perder de vista el principio general de que es a las necesidades de ese sujeto colectivo que es el pueblo que la Universidad debe consagrar sus afanes formativos.

En cuanto a la investigación, decir que la Universidad es un derecho del pueblo quiere decir que el pueblo tiene que poder apropiarse de los saberes que las universidades y los universitarios producimos, y que no puede ser que circulen después –porque eso nos da más puntos en el ridiculum vitae o porque nos reporta más beneficios económicos o simbólicos o del tipo que sea– en el desangelado formato de los papers referateados en alguna revista de real o presunta excelencia, muchas veces escrita en un idioma distinto al que cotidianamente habla ese mismo pueblo que pagando sus impuestos sostiene nuestros salarios de investigadores universitarios, ni tampoco como meros insumos para que las grandes empresas bioquímicas o farmacéuticas o de lo que sea se sigan llenando de dinero sobre la base de los esfuerzos investigativos de los académicos de excelencia que siguen produciendo nuestras universidades. ¿Que esas son las “reglas de juego”?: cierto. ¿Y que a ese juego hay que jugarlo?: ponele. Pero, incluso en ese caso, es necesario que la Universidad, además de no dejar de reflexionar críticamente sobre los modos en los que participa todo el tiempo de ese juego, aprenda a hablar también otro lenguaje –que no es más fácil, sino mucho más difícil que el lenguaje académico corriente–, que es el lenguaje que le permita intervenir con eficacia –vienen a la memoria los grandes textos de Jürgen Habermas sobre esta cuestión– en las grandes discusiones colectivas.

Por último: la “extensión”. Palabra que desde hace tiempo viene siendo revisada y criticada desde una perspectiva que se hace cargo de buena parte de las novedades y de las transformaciones que venimos apuntando acá. A veces se ha propuesto reemplazarla por “articulación”, “acciones con la sociedad” u otras expresiones semejantes. Otras veces se ha indicado que se la debería reemplazar por su opuesta “in-tensión”: meter en la Universidad las tensiones del mundo, más que salir filantrópicamente de los claustros en dirección a la atención de una presunta demanda o necesidad social dirigida a la Universidad. Como sea: la idea de que el pueblo es sujeto de un derecho a la Universidad no puede no querer decir también, además de todo lo que ya hemos dicho que quiere decir cuando se atiende a las tareas universitarias de formar profesionales y de producir conocimiento, que las organizaciones sociales, políticas, culturales y de todo tipo en las que ese pueblo se organiza tienen que tener con la Universidad –incluso dentro mismo de su estructura de deliberación y autogobierno– una interlocución horizontal permanente y mutuamente enriquecedora. Por este camino, como por los que dejamos indicados más arriba en relación con la docencia y con la investigación, nuestras universidades se pondrán a la altura de lo que quisieron para ellas los mejores pensamientos reformistas y revolucionarios del último siglo.





 

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