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La injusticia no será eterna

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EN PRIMERA PERSONA (Por Loreley Unamuno) / En enero de 2006, Loreley Unamuno se tomó un micro e inició un viaje que iría mucho más allá de compartir junto a una inmensa mayoría la ceremonia que convertiría a Evo Morales en el primer presidente indígena de Bolivia. En esa tierra comprendió el significado que la organización comunitaria tiene en la identidad y las batallas de un pueblo y cómo el cine documental puede aportar a ellas y a la construcción de su memoria...
EN PRIMERA PERSONA / En enero de 2006, Loreley Unamuno se tomó un micro e inició un viaje que iría mucho más allá de compartir junto a una inmensa mayoría la ceremonia que convertiría a Evo Morales en el primer presidente indígena de Bolivia. En esa tierra comprendió el significado que la organización comunitaria tiene en la identidad y las batallas de un pueblo y cómo el cine documental puede aportar a ellas y a la construcción de su memoria. De allí, y de un encuentro en el Cerro Rico de Potosí, nació la película Mujeres de la mina, que se estrenó ocho años después y le permitió descubrir cuánto tenía en común con quienes siempre han sido objeto de conquista, pero también cuán grande puede ser la potencia de unos cuerpos cuya resistencia se fue amasando durante siglos de expoliación, sometimiento y violencia.

Por Loreley Unamuno
Cineasta. Directora, junto a Malena Bystrowicz, del documental Mujeres de la mina (2014).

Fotos: Loreley Unamuno

Sin muchas vueltas, saqué un pasaje a La Quiaca en uno de esos micros que parten de Once y son más baratos porque salen de la calle. El destino final era La Paz, para llegar a tiempo a presenciar la asunción de Evo Morales Ayma, primer presidente indígena de Bolivia, país que había conocido en un viaje con amigas a los dieciocho años y me había revolucionado toda. Sin nada planeado, compré algunos rollos de foto con la poca plata que tenía, armé la mochila y me fui. Así, como un impulso, tomó forma un viaje que resultó ser tan transformador que hoy día aún hace eco.

El camino desde La Quiaca-Villazón hasta La Paz era una caravana de extranjeros y locales con el mismo destino. En todos lados se charlaba de Evo y la palabra “esperanza” era la que más se oía. En cada lugarcito para comer en la ruta era el tema de conversación obligado. Campesinas con sus ropas de fiesta y los aguayos cargadísimos de cosas para celebrar acompañaban las rondas de músicos que improvisaban en cada alto de camino.



La primera asunción de Evo Morales fue en las ruinas de Tiwanaku, lugar ancestral sagrado cerca de La Paz. Una inmensa parte del pueblo boliviano, junto a movimientos sociales e indígenas del mundo, se congregaron allí. Era un acto político completamente distinto a cualquiera de los que había visto en mi vida: las fuerzas de seguridad eran reemplazadas por los “Ponchos Colorados”; cada comunidad traía en sus aguayos comidas de sus tierras para compartir con quien se acercara, mientras escuchábamos por la radio el relato de lo que iba sucediendo en lo alto de la montaña, donde, en una ceremonia indígena, investían a Evo como presidente. Él había elegido hacer este evento antes del formal acto político en el Palacio Quemado, y esa decisión hablaba mucho por sí misma. Era enero de 2006.

Fue en ese viaje que comencé a ver cómo estaba de afianzada la organización comunitaria en la identidad boliviana. Brotaba naturalmente, como una silenciosa forma de resistencia, una trama compleja que subsiste por los cientos de años de expoliación y despojo, que va llevando saberes y generando mecanismos para hacer frente a los colonialismos de ayer y de hoy. A veces casi imperceptible, otras explosiva, la resistencia cultural suele mostrar su alcance a lo largo del tiempo. La memoria histórica de un pueblo es algo que se dimensiona en perspectiva.

Pero, además, fue también en esos días que empecé a enraizar mi conexión con el cine documental, como una forma de encuentro con un otro, de interpretar y narrar experiencias personales, políticas. Es decir, comencé a comprender el registro documental justamente como un modo de aportar a la construcción de la memoria de un pueblo, de resistencia, de deconstrucción y esbozos. Y en eso conocí a Francisca.


Al Cerro Rico de Potosí llegué de “casualidad”, acompañando a un amigo fotógrafo que iba a visitar a unos mineros a quienes había retratado tiempo atrás. Yo andaba medio a la deriva, viendo, escuchando, cuando de pronto una mujer de pollera y con una pala en la mano pasó delante de mí y nos pusimos a conversar. Me miraba a los ojos y me dejé llevar por ella, casi sin hablar, porque me faltaba el aire por los casi 4.000 metros de altura y la velocidad a la que ella se movía. Yo paraba cada tanto con la excusa de mascar coca, pero en realidad quería respirar. Casi terminando el recorrido que me iba llevando por sus lugares de trabajo, se detuvo repentinamente y, como quien se queda pensando en algo, me dijo: “¿Y por qué no vienen a filmar con nosotras, las mujeres mineras?”. Así, me invitó a volver, me anotó su teléfono en un papelito y se perdió, caminando rápido por el cerro gris de barro mezclado con desechos minerales. Ese encuentro fue la semilla de la película Mujeres de la mina que realizamos con Ma-lena Bystrowicz y estrenamos ocho años después, en Bolivia también.

Durante esos años fuimos atravesando varias capas de nuestras miradas, de la razón por la que queríamos hacer esa película. Se nos fueron complejizando las preguntas y, no sin contradicciones y contratiempos, nos fuimos empoderando y fortaleciendo. Descubrimos que teníamos mucho, muchísimo en común con las mujeres mineras. Y que del mismo modo en que ellas eran una fuente de inspiración y fortaleza para nosotras, lo podían ser para otras personas. Porque las mujeres, como las culturas ancestrales y los territorios de Nuestra América, fuimos y somos elementos de conquista, control y sometimiento por parte de las hegemonías económicas, políticas y culturales del colonialismo, el capitalismo y el patriarcado. Pero también somos semilla de resistencia y movimientos. El mundo que habitamos y la defensa de nuestros territorios del neocolonialismo extractivista, la soberanía alimentaria, la defensa de las agriculturas familiares, el valor de las lenguas y los saberes ancestrales de los pueblos originarios, el hablar también de territorios incluyendo nuestros cuerpos y la rabia que nos irrumpe, desborda e increpa ante cada ataque, ante cada femicidio, la deconstrucción de todas las violencias que atraviesan nuestras vidas, son sólo algunas de las tramas de esas resistencias que, como las trenzas de las mujeres de las minas, se van tejiendo en el tiempo.

“La injusticia no será eterna”, decía Domitila Chungara.


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