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Un modelo argentino de juzgamiento

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madres de plaza de mayo en una marcha




Por Pablo Llonto / LESA HUMANIDAD / Alumbrados por el Juicio a las Juntas, los juzgamientos por los crímenes del terrorismo de Estado encontraron en nuestro país una llave para luchar contra toda impunidad. ¿Cómo fue posible? No hay duda de que, sin la persistencia de las Madres de Plaza de Mayo y los diversos organismos que en la calle y en los tribunales advirtieron primero la necesidad de juzgar a todas y todos los genocidas, nada se habría logrado. Pero tampoco sin la toma de conciencia de gran parte de la sociedad respecto de que no había ninguna forma de garantizar el Nunca más si los autores de los crímenes no eran juzgados y condenados. Todo ello a lo largo de un camino trazado desde...
LESA HUMANIDAD / Alumbrados por el Juicio a las Juntas, los juzgamientos por los crímenes del terrorismo de Estado encontraron en nuestro país una llave para luchar contra toda impunidad. ¿Cómo fue posible? No hay duda de que, sin la persistencia de las Madres de Plaza de Mayo y los diversos organismos que en la calle y en los tribunales advirtieron primero la necesidad de juzgar a todas y todos los genocidas, nada se habría logrado. Pero tampoco sin la toma de conciencia de gran parte de la sociedad respecto de que no había ninguna forma de garantizar el Nunca más si los autores de los crímenes no eran juzgados y condenados. Todo ello a lo largo de un camino trazado desde 1985 y colmado de obstáculos, que va desde allí hasta las leyes del perdón y los indultos, y desde el renacer de la marcha de los juicios en 2003 hasta la inmediata reacción política y social que impidió el 2x1 a los genocidas durante el gobierno de Mauricio Macri.

Por Pablo Llonto
Periodista y abogado en causas por crímenes de lesa humanidad.

Fotos: Sebastián Miquel

El canto se repite en cualquier rincón de la Argentina donde un juicio por delitos de lesa humanidad comienza o termina: “Como a los nazis, les va a pasar: a donde vayan los iremos a buscar”.

Alumbrados por aquel Juicio a las Juntas de 1985, pero con otras metodologías jurídicas y las más diversas peticiones a fin de llegar hasta el escondite del último genocida, los juzgamientos por los crímenes del terrorismo de Estado encontraron en nuestro país una llave para luchar contra toda impunidad.

¿Cómo fue posible? La respuesta no debe buscarse en una sola referencia ni en determinado año, o en algún libro o texto doctrinario que hubiese aconsejado una metodología.

Todo fue logrado gracias a la persistencia de las Madres de Plaza de Mayo y los diversos organismos que, en la calle y en los tribunales, advirtieron primero la necesidad de juzgar a todas y todos los genocidas (sí, porque había también mujeres en la represión).

El largo camino trazado desde 1985, ya se sabe, estuvo colmado de obstáculos y cardos. Los propios de una Justicia ineficiente y cómplice más los agregados por dos Ejecutivos, el de Alfonsín y el de Menem, que no tuvieron vergüenza política para taponar, con leyes del perdón e indultos, el empuje de una sociedad que pretendía justicia. El primero, porque fue débil. El segundo, porque fue manso ante el reclamo de los uniformados golpistas y los encorbatados dueños del poder económico. 

Pero fue la toma de conciencia de gran parte de la sociedad argentina –un recorrido pausado pero donde se apreciaban los incrementos– lo que permitió sentar las bases de un convencimiento democrático trascendental: el más importante de estos cuarenta años. No había ninguna forma de garantizar el Nunca más si los autores de los crímenes no eran juzgados y condenados.

Si bien el renacer de la marcha de los juicios se produjo en 2003, fue a partir de la condena al Turco Julián (veinticinco años de prisión por los secuestros y tormentos a José Poblete y Gertrudis Hlaczik) en el centro clandestino El Olimpo que se abrió el segundo tramo de condenas por delitos de lesa humanidad, luego de dos décadas de impunidad. 

Se invalidaban así las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y se inauguraba un período de juicios y sentencias que pasó a tener la observación de buena parte del mundo jurídico. 

Al comienzo todo era ilusión. Sobre todo, nos ilusionábamos con la probable comprensión en los juzgados de aplicar la necesaria celeridad que estas causas precisaban. 

Nada de ello ocurrió. La gravedad del problema se advirtió en los primeros meses de esta segunda etapa. Los jueces de instrucción tardaban años en las investigaciones y los tribunales orales le agregaban más años aún al inicio de los juicios orales.

De algo sí había certeza entre las víctimas, sobrevivientes, familiares y organismos de derechos humanos: nadie que hubiese participado en los hechos quedaría excluido del juzgamiento. Es decir, pediríamos condena del primero al último de quienes intervinieron en los crímenes. General o cabo, comisario o agente policial, arzobispo o cura de cuartel, juez o funcionario judicial de baja categoría. 
Uno de los primeros temas especiales que debió abordarse en el reinicio de los juicios fue el marco temporal del terrorismo de Estado. Para ello, el juicio oral sobre la masacre de Trelew en 1972 fue clave. La sentencia del Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia, que el 15 de octubre de 2012 condenó a Carlos Marandino y otros dos exmarinos, Luis Emilio Sosa y Emilio Jorge del Real (fallecidos en el transcurso de las apelaciones), como responsables del homicidio agravado de los presos políticos del 22 de agosto de 1972, permitió extender en otros juicios del país la fecha de inicio del plan de exterminio a mucho tiempo antes del 24 de marzo de 1976.


Otro asunto que exigió una especial dedicación en la elaboración teórica del plexo de razonamientos para condenar fue el de la cadena de mandos. Los integrantes de los estados mayores y de las planas mayores de las estructuras represivas se encontraban, al inicio de la nueva etapa, fuera del foco de atención de los fiscales y jueces instructores, hasta que la evidencia notoria en el examen de documentos de época advirtió que era necesario estudiar esa forma de actuar. Nada se podía ejecutar hacia abajo sin la intervención de distintos aportes de los mandos superiores.

Poco a poco, una serie de hechos que parecían invisibilizados por los operadores judiciales salieron a luz en las condenas. El más evidente fue el de los delitos sexuales. Llevó años. Hasta que en 2021 el Tribunal Oral Nº 5 de CABA, en la causa ESMA, condenó a Jorge “Tigre” Acosta y Alberto “Gato” González por abusos y violaciones contra tres mujeres que estuvieron secuestradas en aquel centro clandestino de detención. Hasta entonces, los jueces y las juezas investigaban y sancionaban esos hechos como incluidos en el delito de torturas.

Ya con la fuerza de una reacción popular de visible apoyo mayoritario al enjuiciamiento a los responsables de las peores atrocidades, una serie de alternativas se abrieron en los tribunales. Los pedidos para castigar a los responsables civiles de los secuestros y asesinatos se extendieron por todo el país y de esa manera lo que popularmente se conoce como “la pata civil de la dictadura” tuvo, aunque en forma minúscula, sanción. La sentencia que en 2018 condenó a los gerentes de la Ford por la privación ilegal de la libertad y los tormentos de veinticuatro obreros de su planta en Pacheco ha sido considerada de las más importantes que en ese tema se concretaron en estos años. Lo mismo sucede con las causas que se abrieron pidiendo que se incluyan como víctimas a todos los menores de edad que fueron secuestrados junto a sus padres (desaparecidos) pero que no resultaron apropiados.

La mayoría de los juicios orales que se llevaron adelante desde 2003 fueron empujados por familiares querellantes que se empoderaron bajo el entendimiento de exigir al Estado que cumpla sus obligaciones internacionales de remover todo obstáculo que pretendiese frenar la consigna de juicio y castigo a los culpables.

Ni siquiera el temporal de los cuatro años de la presidencia de Mauricio Macri alteró el paso firme de los juicios. Si bien nadie olvida el intento de la Corte Suprema (con el sello implacable de los jueces macristas Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti) de aplicar el beneficio del 2x1 (por cada año de prisión preventiva tener por cumplidos dos de prisión real) a los genocidas, lo concreto es que la protesta social inmediata con miles de personas en las calles y la reacción inmediata de todo el arco político votando una ley que impide el 2x1 a los genocidas frenaron a la Corte.

Quizás este episodio represente el hecho de mayor convencimiento político de una amplia coincidencia que unifica a la mayoría del pueblo. Costó décadas a pura defensa de la democracia, y, si bien existen minorías negacionistas o livianamente reivindicadoras del golpismo, no existen hoy en el país plataformas partidarias que levanten pedidos de indultos y amnistías para los genocidas.

Como bien señalaban algunos analistas en los primeros meses de la democracia recuperada en 1983, Argentina se había ubicado en una posición muy observada anhelada por gran parte de la comunidad internacional. Se trataba de la aparición de un país que, al fin, pretendía seguir el legado ético y jurídico que había dejado el caso de los juicios de Nüremberg y Tokio.

Con un agregado nacional que mereció y merece el reconocimiento en todos los foros o escenarios donde se habla de castigar los crímenes más aberrantes para la humanidad: en Alemania y Japón, los criminales de guerra enjuiciados después de la Segunda Guerra Mundial habían perdido no solo el poder político sino también el poder militar. Venían de una derrota absoluta. En la Argentina de 1983, los militares no habían perdido ni el monopolio de las armas ni su capacidad para desafiar la democracia, cuestión que llevaron adelante entre 1987 y 1990.

Pero nada de ello detuvo a las Madres, a las Abuelas, a los familiares y a millones de argentinas y argentinos que se iban sumando año tras año a las más diversas formas de exigir justicia. Fue en las calles y con las más diversas formas de protesta (escraches, baldosas, actos, recitales, clases abiertas, etcétera) que la conciencia popular perfiló una identidad que levantó tres palabras innegociables: Memoria, Verdad y Justicia.

Cada año, un hecho de comprobación se repite en todas las provincias argentinas. Marchas multitudinarias llenan plazas los 24 de marzo, en el Día de la Memoria. Y en cada una de ellas, la firme convicción de que se tiene que juzgar hasta el último de los genocidas reafirma aquel canto: a donde vayan los iremos a buscar.

Para llevarlos ante un tribunal. 






 

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