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En fila y cuadro apretado

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Por Telma Luzzani / LA RESTAURACIÓN CONSERVADORA EN LATINOAMÉRICA / A lo largo de los siglos, Estados Unidos ha utilizado diversas estrategias para sostener su hegemonía, desplegando sobre América Latina un vasto menú de presiones políticas que no pocas veces se mostraron insuficientes y derivaron en el uso liso y llano de la fuerza. En los últimos años, a los conocidos golpes de mercado y guerras mediáticas se sumó el lawfare, cuyos...
LA RESTAURACIÓN CONSERVADORA EN LATINOAMÉRICA / A lo largo de los siglos, Estados Unidos ha utilizado diversas estrategias para sostener su hegemonía, desplegando sobre América Latina un vasto menú de presiones políticas que no pocas veces se mostraron insuficientes y derivaron en el uso liso y llano de la fuerza. En los últimos años, a los conocidos golpes de mercado y guerras mediáticas se sumó el lawfare, cuyos primeros ensayos fueron los casos de los presidentes Zelaya y Lugo, y sus aplicaciones exitosas y más groseras las que se dirigieron a Dilma Rousseff y Jorge Glas y las que en estos días se concentran sobre Lula da Silva y Cristina Fernández. Señas claras de que están en riesgo la democracia, los derechos y las libertades colectivas e individuales. Es hora de la marcha unida. De ponerse en fila y andar en cuadro apretado.

Por Telma Luzzani
Periodista especializada en política internacional, autora de varios libros, entre ellos, Territorios vigilados. Cómo operan las bases norteamericanas en Sudamérica, premiado con Mención de Honor en el VIII Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012.

Fotos: Sebastián Miquel

Hay una frase del intelectual norteamericano Immanuel Wallerstein que no deja de deslumbrar por su profunda sencillez. “¿Qué significa ser una potencia hegemónica?”, se pregunta. Y responde: “Significa que esa potencia puede, generalmente, definir las reglas del juego geopolítico y, casi siempre, se sale con la suya simplemente ejerciendo presión política, sin tener que recurrir al uso de la fuerza activa”.

Este razonamiento lleva a preguntarse por el contenido y la dimensión de lo que Wallerstein llama “presión política”, es decir, cuáles son todas aquellas instancias a las que una potencia va apelando hasta llegar al momento límite después del cual sólo resta aplicar la fuerza.

América Latina ha sido un laboratorio de pruebas donde Estados Unidos desplegó su vasto menú de “presiones” y aplicó su violencia bélica tanto cuando decidió construirse como potencia como después, cada vez que necesitó sostener su hegemonía global. Sería larguísimo enumerar las instancias en las que la “presión política” fue insuficiente y arremetió con fuego. Vale apenas recordar que, además de los hechos muy conocidos –los golpes de Estado en Guatemala (1954), Brasil (1964) o Chile (1973), las intentonas fallidas como la de Cuba (1961) o las invasiones relámpago en República Dominicana (1965), Granada (1983) o Panamá (1989)–, en el siglo XIX el Pentágono comandó 5.980 embestidas con naves de guerra en un lapso de veintiocho años (entre 1869 y 1897), es decir, 214 por año, y que realizó 34 invasiones militares en los primeros años del siglo XX.

No obstante, ni la sangre ni el terror impidieron que, ya en el siglo XXI, el Imperio tuviera que enfrentarse –dentro de su propio continente– al que tal vez fuera el mayor desafío de su historia. En 1999 fue electo un presidente de Venezuela que estructuró el mayor plan emancipador continental desde las guerras de independencia del siglo XIX. En 2003 triunfó en Brasil un presidente obrero, el mismo que fundó el mayor partido de izquierda en América. En 2005, en la cara del propio presidente norteamericano, se rechazó un plan de asociación de libre comercio largamente bordado por la Casa Blanca. Y en 2008, desentendiéndose totalmente de Washington, Sudamérica creó un organismo de integración sudamericano –UNASUR– que logró frenar dos golpes de Estado y reincorporar a Cuba al quehacer regional, entre muchas otras conquistas.

El cambio en el balance geopolítico continental era altamente significativo. En un artículo reciente, el expresidente ecuatoriano Rafael Correa señala que “en 2009, de 10 países latinos de América del Sur, 8 tenían gobiernos de izquierda […] y cuando en febrero de 2010 se crea la Celac, con 33 miembros, de los 20 países latinos de ese organismo, 14 tenían gobiernos de izquierda, es decir, el 70%”. Era vital para su subsistencia, concluye Correa, que en la primera oportunidad que tuvieran el Imperio y los poderes fácticos locales desataran una “restauración conservadora” que les permitiera “acabar con estos procesos de cambio en favor de las grandes mayorías y de la total independencia regional”.

Es así como a lo conocido –golpes de mercado, guerra mediática, sabotajes, desabastecimiento, propagación de rumores falsos, etcétera– se sumó una novedosa estrategia que se sitúa en el plano moral, tiene como centro el supuesto “combate” a la corrupción (u otro delito) y usa como arma ejecutora la vía judicial. Los casos de los presidentes de Honduras y Paraguay, Manuel Zelaya (2009) y Fernando Lugo (2012), fueron los primeros ensayos a nivel de las más altas autoridades en América Latina. En el siglo XXI hay menos golpes militares y más golpes parlamentarios y judiciales.



Hoy, el caso más grosero –pero no el único– es el de Brasil, con los intentos de Estados Unidos y el establishment brasilero de impedir que Luiz Inácio “Lula” da Silva, candidato preferido por las grandes mayorías, vuelva al poder en Brasilia.

Esta nueva arma político-golpista se conoce con el nombre de “lawfare”, es decir, el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de la imagen pública e inhabilitación del adversario. Ya fue aplicada exitosamente contra la presidenta legítima de Brasil, Dilma Rousseff, y el exvicepresidente Jorge Glas en Ecuador. Ahora, el experimento apunta a Lula y a Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. Es importante subrayar que esta técnica no se aplica sólo a líderes progresistas que pueden ser presidenciables, sino también a personas de sus entornos, como es el caso del exvicepresidente argentino Amado Boudou, encarcelado sin delito, pero cuya detención salpica indirectamente la imagen de CFK. De la misma manera, este uso jurídico para deslegitimar y demonizar enemigos políticos se aplica masivamente a defensores de los derechos humanos o dirigentes sociales, como Milagro Sala.

“La violencia de la ley sustituyó la violencia de las armas, porque destruye la imagen política de las personas, las apaga, ataca su dignidad e incluso puede haber casos en los que les lleva sus vidas”, opinó el antropólogo John Comaroff, de la Universidad de Harvard, cuando los abogados de Lula le dieron el caso para que lo evaluara. Según los especialistas, para este nuevo tipo de ataque se elige primero una ley específica que pueda crear presunción de culpa y luego se escoge el campo de batalla más ventajoso, es decir, el tribunal o el magistrado que mejor pueda colaborar con el fin buscado.

En toda esta trama, los medios de comunicación antiprogresistas cumplen un rol fundamental. El primer paso es publicar sospechas y noticias falsas que ayuden a crear causas aparentemente legítimas: en el caso de Lula, la supuesta posesión de un departamento en Guarujá “regalado” por la constructora OAS a cambio de multimillonarios contratos para obras públicas; en el caso de CFK, un supuesto acuerdo en beneficio de Irán. En el segundo paso, la prensa aliada da una amplia cobertura a la demanda inventada, provocando, a medida que se reiteran los artículos periodísticos, una fuerte opinión negativa en la ciudadanía. Este clima tiene como efecto que se cometan irregularidades procesales con total impunidad y que se allane el camino hacia una condena o una prisión preventiva sin pruebas fehacientes.

Como las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial (supuestamente uno de los tres Poderes que garantiza el equilibrio democrático) no deriva del voto popular (a diferencia de los otros dos) y sus miembros son elegidos por mecanismos políticos opacos. Pero, mientras los militares pasan a retiro y tienen prohibido (en teoría) intervenir en política, los miembros del Poder Judicial son vitalicios y operan políticamente amparados en la “institucionalidad”. Ellos, como el periodismo, dicen ser “objetivos e independientes”. La realidad los ha desmentido con fuerza. Un ejemplo de falta de imparcialidad flagrante es el caso de las cuentas offshore del presidente Mauricio Macri, comprobadas a fines de 2016. La cobertura periodística fue pobrísima y la actuación jurídica, prácticamente nula. Mientras los mandatarios de otros países que figuraban en la misma lista que Macri debieron renunciar porque sus ciudadanos no toleraban un corrupto dirigiendo la nación, en Argentina el hecho pasó como si nada.

La reflexión de Wallerstein y la delicada situación geopolítica que vive Estados Unidos en la actualidad nos obligan a preguntarnos hasta dónde pueden llegar las “presiones políticas” y qué formas pueden tomar. Hoy vuelven a estar en riesgo la democracia, los derechos y las libertades colectivas e individuales. Como durante la dictadura militar de 1976, una parte del Poder Judicial parece estar dispuesta a claudicar en sus valores.

Si Lula ganara otra vez las elecciones en octubre de 2018, el enorme esfuerzo invertido en la contrarreforma (que se inició con el golpe contra Zelaya y la destitución de Dilma sin delito) habrá sido en vano. Toda la inversión política, financiera y mediática, desperdiciada. Todas las ganancias económicas obtenidas (entre muchas otras, la explotación por parte de empresas extranjeras del presal –los ricos yacimientos de petróleo hallados durante el gobierno de Lula– o el uso de los espacios aéreos y espaciales argentinos por parte de empresas privadas) estarían en peligro de perderse.

El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos pone la actual coyuntura latinoamericana en su justa dimensión: “Si el Poder Judicial no hubiera cumplido su función, tal vez Lula ya hubiera sido víctima de un accidente de aviación o algo similar. Pero la inversión imperial en el Poder Judicial (mucho mayor de lo que se puede imaginar) permitió que no se llegara a tales extremos”. Está claro que De Sousa Santos piensa en atentados que parecen accidentes aéreos, como el que sufrió el expresidente de Panamá, Omar Torrijos, en enero de 1981.

No se ha llegado a esa instancia, pero sabemos bien que el límite donde empieza la violencia real está cerca. “Es la hora del recuento, y de la marcha unida”, decía José Martí. Es hora de defender lo nuestro y frenar la restauración.

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