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Ciudad Eva Perón

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Por Lucía García Itzigsohn / LA CIUDAD DE LAS QUE LUCHAN / Aunque en 1955 un decreto persecutorio le extirpó el nombre de Eva Perón, nada pudo evitar que las mujeres de esa ciudad irrumpieran para siempre en la política tal como lo había hecho ella: como un vendaval. Insultadas por la injusticia, fueron trazando las continuidades de una batalla en la que quienes pelearon por la efectivización del voto femenino se encuentran con quienes hoy vuelven a ocupar las plazas. Desde Evita hasta Cristina, desde las Madres...
LA CIUDAD DE LAS QUE LUCHAN / Aunque en 1955 un decreto persecutorio le extirpó el nombre de Eva Perón, nada pudo evitar que las mujeres de esa ciudad irrumpieran para siempre en la política tal como lo había hecho ella: como un vendaval. Insultadas por la injusticia, fueron trazando las continuidades de una batalla en la que quienes pelearon por la efectivización del voto femenino se encuentran con quienes hoy vuelven a ocupar las plazas. Desde Evita hasta Cristina, desde las Madres y las Abuelas hasta Rosa Bru y Eugenia Curí, genealogía de una ciudad de mujeres imprescindibles que se atrevieron a saltar el cerco y, en ese mismo movimiento, contribuyeron a romperlo.

Por Lucía García Itzigsohn
Periodista. Integrante de PAR (Periodistas de Argentina en Red por una Comunicación no Sexista).

Fotos: Sebastián Miquel y Archivo fotográfico de la FPyCS

Las mujeres irrumpimos en la política como un vendaval. Años de sufragismo y de resistencias machistas, que esgrimían desde limitaciones del lenguaje hasta diferencias relativas al tamaño del cerebro, antecedieron a ese 23 de septiembre de 1947 en el que la Ley 13.010, impulsada por María Eva Duarte de Perón, estableció la igualdad de derechos políticos entre hombres y mujeres y el sufragio efectivamente universal en la Argentina.

Esa, la del reconocimiento del derecho al voto femenino, fue una de las últimas grandes batallas de Eva Perón, quien murió cinco años más tarde y sólo pudo votar una vez. Hay también otras paradojas: su liderazgo fue de tal magnitud que no requirió de cargos formales que lo legitimaran, y lo fue a un punto tal que su gravitación en la vida política se extiende hasta el presente y su impronta aguerrida sigue inspirando a generaciones.

Evita fue un símbolo privilegiado de la irrupción de los dos nuevos sujetos políticos que expresó el primer peronismo: los trabajadores y las mujeres. Trabajadora ella, hija de Juana Ibarguren y de Juan Duarte, nacida en un parto asistido por una comadrona india que se llamaba Juana Rawson de Guayquil, la suya era la familia paralela –considerada “ilegítima”– del dirigente conservador.

Treinta y tres años vivió esta joven actriz que encarnó el ser mujer en territorio hostil, supo autorizarse como voz política, erigirse en representante de los descamisados, y, en definitiva, ejercer un liderazgo nuevo, enorme y desconcertante para las lógicas patriarcales que gobernaban la cosa pública. Desde entonces habitó una dimensión plena de la política, restringida durante muchos años para las mujeres, destinadas a secundar a sus esposos, padres o amantes hasta la implementación de la ley de cupo en 1991.

La Patria es la Otra

Pasarían muchos años para que Fidel Castro dijera: “Hay que defender a una mujer que representa el punto más alto de lucha en América Latina, que es Cristina Fernández”. La dos veces Presidenta de la Nación, nacida en la ciudad llamada entonces Eva Perón, reelecta con el 54% de los votos, constituye el punto culminante en nuestro país de igualdad de género en el ejercicio del poder político.

La presencia de una mujer en la máxima magistratura es en sí misma una bisagra simbólica para las futuras generaciones. Niñas que juegan a ser presidentas y no ya princesas. Pero, además, esa figura puso en circulación una cadena infinita de habilitaciones en espacios considerados tradicionalmente masculinos.

La presidencia de Cristina Fernández de Kirchner implicó decisiones legislativas y de gestión que dieron cuerpo a la perspectiva de género en acciones de Gobierno que transformaron, como diría Judith Butler, vidas concretas en “vidas vivibles”. La ley de protección integral a las mujeres poniéndole nombre a cada una de las violencias. La decisión política de que fueran ellas las que percibieran la Asignación Universal por Hijo. El reconocimiento del estatus laboral de las trabajadoras de casas particulares. El matrimonio igualitario ampliando los horizontes del amor. La ley de identidad de género postulando que es cada persona la que define quién es, tal como lo impulsó el movimiento travesti y trans encabezado por Lohana Berkins.

Cristina, la mujer que posibilitó que esa agenda postergada fuera política de Estado, fue parte de una generación de militantes, de luchadoras y luchadores de esa misma ciudad en la que estudió y en la que conoció a Néstor Kirchner. La ciudad que en 1955 volvió a llamarse La Plata, como si borrándole el nombre fuera posible destruir su historia y la memoria de un pueblo que, aun después de la represión genocida de la Triple A, la CNU y la última dictadura, supo transformar sus derrotas en victorias.

Madres y Abuelas de la Plaza

Las madres de esos jóvenes militantes protagonizarían una lucha que hizo del pañuelo blanco un símbolo de resistencia al terrorismo de Estado, a la violencia represiva, a los genocidios en cada rincón del mundo. Mujeres que pusieron los derechos humanos en la agenda popular y que buscando a sus hijas e hijos, a sus nietas y nietos, reescribieron la democracia.



Entre los 400.000 habitantes que La Plata tenía en 1976 estaban María Isabel Chorobik de Mariani, Hebe Pastor de Bonafini, Estela Barnes de Carlotto y Adelina Dematti de Alaye. Trayectorias diversas de un camino en común: cada una de ellas representa un aspecto fundante de los modos en que pensamos lo político tras la dictadura genocida.
Mujeres audaces. Mujeres que tuvieron el coraje de sobreponerse a la desaparición y que, lejos de internarse en la locura o en la depresión, salieron a reunirse con otras en igual situación, sus compañeras, con las que transformaron el dolor en la más ejemplar acción colectiva.

Nietzsche considera que el conocimiento, más que responder a un devenir histórico, se enciende como una invención. La gesta de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo puede pensarse en esa clave. Porque en plena dictadura, en medio de la censura, la prohibición y el exterminio, ellas encontraron el modo de organizarse y reclamar. Una amalgama inédita a nivel mundial que marca la impronta argentina en el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad.

¿De qué modo la identidad de género constituye estas experiencias? ¿Instituye el género un tipo de sujeta política particular? Podríamos pensar que cierto corrimiento de los lugares establecidos, el estar en los márgenes de los dispositivos formales e informales del poder, ha sido para estas mujeres una condición de posibilidad. La exclusión del canon del poder dio lugar a otras lógicas, inauguró nuevos escenarios, corrió los límites. La política encorsetada en institucionalidades expulsivas hizo surgir en los bordes formas de interpelación que, por fuera de lo esperable, lograron instalar con más potencia el horror de los secuestros, las torturas, las desapariciones y apropiaciones de niñas y niños.
Mujeres de mediana edad, trabajadoras, obreras, maestras o profesoras, pero sobre todo mujeres moldeadas por una época en la que la familia completaba las aspiraciones de toda señorita, fueron capaces de potenciar desde el lugar de madres y abuelas la denuncia política para que resonara en los centros de poder.

Las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas con nietitos desaparecidos, como se llamaron en un inicio las Abuelas de Plaza de Mayo, consolidaron una legitimidad social en su condición de mujeres en rol de cuidado. Nadie podía esperar que estas madres cuidadoras, estas esposas dedicadas que salían a las calles, fueran capaces de derrotar una dictadura.

Unas tomaron con fuerza la palabra, como Hebe Pastor de Bonafini, marchan cada jueves, fundaron una Universidad y una radio, y siguen pariendo luchas. Adelina Dematti de Alaye fue directora de un jardín de infantes, como Herenia Sánchez Viamonte, directora de una escuela secundaria y profesora de Historia, y Estela Barnes de Carlotto, directora y maestra de una escuela primaria de la localidad de Brandsen. Chicha Mariani enseñaba plástica. Todas eran amas de casa. Estaban las que además eran profesoras de piano y las que eran modistas. O cuentacuentos, como Elvira Santillán de Dillon, “Beba”. Todas luchadoras como Amelita de Cucco de Reboredo, Noemí Gibello de Ogando, “Ñeca” Martino, Susana Martínez de Scala. Algunas emprendieron la búsqueda de sus nietas y nietos, otras los criaron. Todas buscaron a sus hijas y a sus hijos, como lo hicieron Alice Gadler de Salomone, “Coca” Díaz, Nora Centeno, Delia Giovanola de Ogando.

Pasarían muchos años para que Fidel Castro dijera: “Hay que defender a una mujer que representa el punto más alto de lucha en América Latina, que es Cristina Fernández”. La dos veces Presidenta, nacida en la ciudad llamada entonces Eva Perón, constituye el punto culminante en nuestro país de igualdad de género en el ejercicio del poder político.

No fueron pocas las que marchaban los miércoles a las 15:30 en Plaza San Martín, como Ramona Ocampo de Icardi, Teresa Frías, Marta Flores de Navajas Jáuregui, Amalia Benavides de Eguía, Galeana Di Francesco de Disalvo, Graciela Abramoff de Bustos, “Chichita” Echeto de Peirano, María Finocchiaro, María Elocaida Ojeda de Romero, Zuni del Bono, Aída Elena Branda, Amelia Rave, Rosa Carballo de Cordero, Nélida Meyer de Mercader –“Monona”–, Elba Lahera de Fernández, Haydee Ramírez Abella, Elba Ramírez Abella. Cada una de ellas desafió mandatos y venció miedos.

Marta Moreira de Alconada, Pina Aramburu de Ogando, Elena Poce, Zulema Castro de Peña, Elena Villar, Elvira Díaz de Triana, Catalina Mingo, Nelva Méndez de Falcone, Delia de Pollola, Amelia Mahia de Fanjul, Marta Schunk, Nidia Andreani, Luisa Zaragoza, Ángela Mesina de Amuchástegui, Marta Rusconi, “Porota” Weber, Élida Ruffino de Benavides, “Licha” de De la Cuadra y Laureana Armendáriz de Rivelli tejieron la urdimbre de la resistencia.

Las que cocinaron una nueva democracia son Elsa Cappannini de García Landa, María Naymark de Itzigsohn, Julia Orione de Munitis, Jorgelina Azardi de Pereyra, Olga Martegani de García, Berta Schulz, Elena Gandolfo de Couso, Lidia Anselmi de Díaz, Mercedes Lagrava de Martínez, Amneris Perusin de Favero, Virginia Barbera, Nelly Cea de Brullo, Edna Ricetti, Lea Brochi de Zurita, Olga Ferdman de Ungaro, Elsa Pereda de Racero, “Ñata” Mellino, Berta Braverman, “Tina” López Comendador, María Luisa Sotelo de Castro, Gladys Harvey de Ponti, Huri Questa de Irastorza, Elena Copello de Crespo, Guillermina Laterrade de Valera, “Reina” Diez, Emma Prieto de Busetto, Juana García, “Pocha” López Muntaner, Élida Galletti. Sus nombres forman parte de un listado incompleto pendiente de ser construido para poder reconocer la dignidad de estas mujeres de nuestra ciudad que hicieron historia.

Las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas con nietitos desaparecidos, como se llamaron en un inicio las Abuelas de Plaza de Mayo, consolidaron una legitimidad social en su condición de mujeres en rol de cuidado. Nadie podía esperar que estas madres cuidadoras, estas esposas dedicadas que salían a las calles, fueran capaces de derrotar una dictadura.

Cuarenta años está cumpliendo este colectivo de luchadoras inesperadas que caminaron las plazas con un pañal de las hijas e hijos que faltaban atado a la cabeza, conscientes de que eran vistas como “locas”, y tan convencidas de que eso las tenía sin cuidado como de lo que estaban haciendo.

La impronta de esta lucha interpeló de tal modo que impulsó descubrimientos científicos tales como el índice de abuelidad. La investigación sobre el ADN estaba iniciada, pero la búsqueda de las Abuelas aceleró los tiempos, porque había que encontrar el modo de determinar la filiación sin la generación de los padres de sus nietas y nietos de por medio. Y lo mismo sucedió con el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense, que desarrolló la técnica que permite identificar restos humanos a partir de información genética.

La ciencia se vio convocada a aportar certezas, verdades, respuestas a esas mujeres, a esas familias, a un pueblo traumatizado por la desaparición forzada de personas, siniestro mecanismo del terror.

Contra la impunidad



La posdictadura nos legó un aparato represivo formado en la lógica genocida, jerárquica y abusiva que generó nuevas víctimas, también jóvenes, también rebeldes y antiautoritarias. Fueron los años del “gatillo fácil” y de la “maldita policía”.

La desaparición de Miguel Bru es la consecuencia más brutal de esa práctica represiva nefasta que puso en acto lo que sucede cuando hay impunidad, y Rosa, su madre, una referente de la denuncia de esas continuidades que se extienden desde aquellos años hasta el presente: Rubén Perroni, quien se encontraba en la Comisaria 9ª de La Plata donde el joven fue secuestrado y torturado en 1993, el mismo que integró la patota de esa comisaría y que puede saber dónde está Miguel, fue designado recientemente por la gobernadora María Eugenia Vidal como el nuevo jefe de la Bonaerense.
El permanente reclamo solidario con otras madres y familiares de jóvenes asesinados por la Policía de la Provincia de Buenos Aires transformó a Rosa, guerrera inclaudicable e inigualable en esas y otras tantas luchas, en un apoyo imprescindible para quienes transitan la brutalidad policial en tiempos en que el Estado, lejos de abrazar como lo hace ella, se vuelve, otra vez, cómplice de los verdugos.

En ese camino se encuentra también Eugenia Curí, madre de Emilia Uscamayta Curí, quien murió en una fiesta clandestina organizada por Carlos Federico Bellone, Raúl Ismael García, Santiago Piedrabuena y Gastón Haramboure, y habilitada por el municipio platense de Julio Garro, que no arbitró los mecanismos para clausurarla.

Rosa y Eugenia buscan justicia. Enfrentan a una de las instituciones más misóginas y elitistas. Conocen de demoras, excusas y dilaciones. Pero eso no las detiene. Sus ojos, que han visto crecer a sus hijos con ternura, se fijan, incansables, en los de jueces y fiscales que los esquivan.

Como en el caso de las Madres y las Abuelas, no es venganza. Nada va a devolverles la vida de sus hijos. Es certeza de que la impunidad multiplica las muertes. Es convicción de que la justicia iguala. Y es recordarnos que nada puede valer más que la vida.

Ni una menos

Los devenires del movimiento de mujeres nos ubican en un presente atravesado por la atrocidad de los femicidios, que también tuvieron en La Plata su correlato de horror. Oriel Briant, Gladys McDonald, Elena Arreche, Cecilia y Adriana Barreda, Sandra Ayala Gamboa, Micaela Galle, Bárbara Santos, Susana de Bárttole y Marisol Pereyra son algunas de las víctimas de la violencia machista en esta geografía hecha de silenciamientos e impunidades.

Y nuevamente son las plazas ocupadas por mujeres las que interpelan, cuestionan, desnaturalizan. Es la presencia en el espacio público de un nosotras potente que empuña carteles hechos a mano enumerando modos de agresión, deseos y demandas al Estado para que garantice el derecho a una vida libre de violencias. Los cuerpos que emergen en las convocatorias del #NiUnaMenos son herencia de aquellas primeras Plazas de las Madres.

Un hilo invisible une en el tiempo a aquellas que reclamaban el voto, a quien lo hizo posible, a las de pañuelo blanco, a las que como ellas denunciaron la continuidad de las prácticas represivas y las desapariciones en democracia, a las que se alzan contra un Estado cómplice que perpetúa la impunidad, a las que se unen en un mismo grito contra todas las violencias, a la Presidenta de corazones y a las militantes que completan las listas de paridad en la provincia de Buenos Aires. Somos testigos de momentos de profunda transformación histórica en términos de lucha por la igualdad. Seamos también protagonistas.



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