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Al servicio del horror

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Por José Alberto Nebbia / LA HISTÓRICA SIMBIOSIS ENTRE LA PRENSA Y EL APARATO JUDICIAL / La acción criminal de La Nueva Provincia quedó demostrada a partir de la imputación que realizó la Unidad Fiscal de Asistencia para causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado en Bahía Blanca. Sin embargo, mientras quienes intervinieron en ese proceso son echados y denunciados penalmente...
LA HISTÓRICA SIMBIOSIS ENTRE LA PRENSA Y EL APARATO JUDICIAL / La acción criminal de La Nueva Provincia quedó demostrada a partir de la imputación que realizó la Unidad Fiscal de Asistencia para causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado en Bahía Blanca. Sin embargo, mientras quienes intervinieron en ese proceso son echados y denunciados penalmente, los que buscan truncar el avance sobre los responsables civiles del exterminio nos someten a una campaña que indica que, cuarenta años después, el pacto mediático-judicial permanece intacto.

Por José Alberto Nebbia
Fiscal ad-hoc a cargo, junto con Miguel Á. Palazzani, de la Unidad de Asistencia para causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado en Bahía Blanca. Coordinador general de la Procuraduría de Violencia Institucional (PROCUVIN), Ministerio Público Fiscal de la Nación.

Fotos: Sebastián Miquel

El 19 de noviembre de 1977, el diario La Nueva Provincia editorializaba: “Más que hablar de la guerra, hay que hacer la guerra. De entre todas las profesiones le cabe al periodismo un puesto de avanzada en las trincheras de la Patria. Contiguo al de los soldados que, día a día, se lanzan a la cotidiana aventura de defender las raíces fundacionales de la Nación, anejo al de los esforzados agentes de policía, siempre dispuestos a dar su vida en defensa del país, nuestro puesto está cavado en las entrañas ideológicas de la realidad”.

Dos años más tarde, en 1979, uno de los dueños del diario, Vicente Massot, en un seminario de periodismo dictado en la Universidad Nacional del Sur, señalaba: “El periodismo […] es un poder, un poder inconmensurable como jamás se les hubiese ocurrido pensar a quienes, alguna vez, acuñaron el término de ‘cuarto poder’”.

La estrecha relación entre medios de comunicación y Poder Judicial en el marco de procesos de exterminio es tan antigua como la propia idea del genocidio. Al punto de que ninguno de estos fenómenos ocurridos en nuestras sociedades contemporáneas a lo largo de los últimos doscientos años podría haber sido concebido sin contar, de algún modo, con esa alianza estratégica.

Lo que debe quedar claro desde el comienzo es la diferencia que existe entre lo que denominamos “justicia”, como idea o ideario, y la institución Poder Judicial; una institución cuyos integrantes (jueces, fiscales, defensores, secretarios, abogados, etcétera), en tanto individuos, se encuentran inmersos en un contexto social particular sobre el cual inciden y que, a la vez, permea sus creencias y acciones. En definitiva, son sujetos históricos y políticos.

De este modo, el fenómeno de la criminalidad de masas no surge por generación espontánea, sino que es el resultado de procesos en los cuales el discurso legitimante de aquello que sucede es primordial, no sólo para su gestación, sino también para su desarrollo y conclusión. Es decir, los artífices del genocidio necesitan legitimar el accionar (“lo pide la gente”) y la impunidad posterior que obtura cualquier tipo de juzgamiento de esos crímenes. En el marco particular del terrorismo de Estado en la Argentina, La Nueva Provincia tuvo un rol preponderante como voz legitimadora del odio y los crímenes que, en consecuencia, fueron perpetrados.

No está de más aclarar que al hablar de La Nueva Provincia estamos refiriéndonos al complejo periodístico que por entonces ostentaba una hegemonía absoluta, sustentada en el monopolio del mercado informativo para su zona de influencia. Estaba integrado por su nave insignia, el diario, al cual se sumaban LU2 Radio Bahía Blanca –una de las dos únicas radios de frecuencia AM en la ciudad– y la emisora de televisión Telenueva Canal 9 –único canal de televisión–. Sin dudas, se trataba de un espacio de enunciación dominante, cimentado a lo largo de casi cien años –el diario se fundó en 1898– de construcción de sentido.

Tinta sobre papel

Como decíamos, los crímenes de masas se preparan, se ejecutan, se justifican y se encubren. Y La Nueva Provincia, como complejo periodístico, tuvo un rol central en cada una de esas etapas. La prueba de ello, por la particularidad del medio comisivo, es hasta hoy tinta sobre papel.

Esto fue lo que mostramos en la imputación penal que desde la Unidad de Asistencia para causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado en Bahía Blanca realizamos en contra de los dueños y directivos del multimedia. Porque aquello que desde sus páginas se hizo –como quedó demostrado– no fue un mero ejercicio del derecho a la libertad de expresión, sino que se trató de una conducta criminal, de una acción delictiva.


La estrecha relación que existe entre medios de comunicación, dictaduras y Poder Judicial, y la legitimación y el ocultamiento de los procesos de exterminio que en esos momentos históricos se producen, no por vieja ha perdido efectividad. No debemos perder de vista que el primer golpe de Estado en nuestro país, protagonizado por José Félix Uriburu contra el Gobierno radical de Hipólito Yrigoyen en septiembre de 1930, fue legitimado y legalizado por el Poder Judicial. La Corte Suprema de Justicia se pronunció al respecto y amparó el golpe (Fallos, 158: 290), estableciendo así el antecedente judicial que sería el basamento jurídico del resto de los golpes por venir en nuestro país a lo largo de todo el siglo XX. Es importante destacar –en especial por el lugar de enunciación de esta nota– el rol que también jugaron en aquel caso los medios de comunicación, con el debilitamiento y la demonización del Gobierno radical y su caudillo. Basta recordar el título del diario Crítica de Natalio Botana cuando Yrigoyen asumió su segundo mandato: “Dios salve a la República”. Una vez más: el tridente prensa-Gobierno de facto-Poder Judicial tiene una larga y estrecha tradición.

La misma “Justicia” que dice que no hay suficiente prueba sobre la responsabilidad de Massot fue la que desplazó al juez Coleffi y colocó a dedo a un abogado que concluyó que lo que hizo La Nueva Provincia fue un mero ejercicio de su derecho a la libertad de expresión.

Lo interesante aquí es que el poder del Estado llamado a “defender la Constitución” y el “Estado democrático de derecho” es quien termina avalando su más descarnada y explícita violación: los golpes de Estado. Entonces, no digo nada novedoso si señalo que el Poder Judicial siempre ha sido, contrariamente a lo que sostiene o justifica su existencia (la defensa de los derechos de los ciudadanos y, en definitiva, la salvaguarda de la Constitución Nacional), el gran poder que ha legitimado los golpes de Estado y con ello los procesos genocidas en nuestro país. Vale aclarar que no nos estamos refiriendo a muchas de las personas que encarnaron conductas excepcionales en el ámbito del Poder Judicial (hombres y mujeres de carne y hueso que han tenido actitudes heroicas y en muchos casos permanecen anónimos), sino a la lógica que impera en la institución desde su origen.

Quiero insistir con esa idea: paradójicamente –o no tanto–, el órgano del Estado que tiene como mandato hacer cumplir la ley es, justamente por ello, convocado a legitimar los golpes institucionales. Desde esa perspectiva podemos encontrar a lo largo de la historia argentina un hilo conductor, un patrón de acción por el cual todos los golpes de Estado son orquestados por los poderes reales –poderes fácticos económicos y políticos–, ejecutados por los militares y legitimados por el Poder Judicial.

Un quiebre

La novedad que hoy podemos encontrar es que este patrón se rompió por primera vez en nuestra historia no hace mucho. Ello comenzó a ocurrir hace poco más de una década con la reapertura de los juicios por los crímenes cometidos durante la última dictadura cívico-militar. Y quizás allí resida una de las explicaciones al esfuerzo desplegado desde varios sectores para truncar este proceso de memoria, verdad y justicia. Es que el Poder Judicial, por primera vez, está juzgando a todos los responsables de un proceso genocida. Este quiebre es producto de una lucha incansable de una parte importante de la sociedad: los organismos de derechos humanos, las Madres, las Abuelas, los Hijos, los Familiares, los Sobrevivientes, que mantuvieron vivo su reclamo a lo largo de tres décadas de impunidad.

Este momento del proceso de juzgamiento es especialmente particular porque podemos decir que se juzga a “todos”. Es decir, no sólo llegan a juicio los autores materiales de los crímenes, quienes apretaron el gatillo, aplicaron la picana, violaron a mujeres y hombres o robaron bebés, sino que gran parte de la sociedad también pretende que sean juzgados y castigados quienes en definitiva le dieron el poder a esos asesinos y se beneficiaron de dicho proceso: los responsables civiles.

Es justamente este desafío que hoy afrontamos (investigar, sacar a la luz, pretender juzgar y castigar a los responsables civiles) lo que hace diferente el actual momento de memoria, verdad y justicia, del proceso judicial llevado adelante en la década de 1980, cuando se juzgó a los comandantes, los jerarcas, las “caras visibles”. Este quiebre, sin dudas, tuvo, tiene y tendrá consecuencias. El caso bahiense es por demás representativo.

Para tener una dimensión de lo que implica meterse en serio con lo que pasó en la última dictadura cívico-militar, para que dimensionemos el costo que tiene intentar avanzar sobre los responsables civiles del terror –los autores detrás del autor–, los poderes tangibles que sobreviven a cualquier Gobierno y proceso, veamos en qué situación se encuentran hoy los actores judiciales que lo intentaron. El juez que llamó dos veces a indagatoria a Massot y que avaló el allanamiento a La Nueva Provincia (de donde se rescató importantísima prueba que compromete a su dueño) fue cesanteado y echado –dos veces– del Poder Judicial. Algo inédito. A la vez, enfrenta una causa penal en su contra en la cual tienen que decidir su culpabilidad las mismas personas que lo cesantearon y echaron. Me refiero al Dr. Álvaro Coleffi.

En tanto, el juez que avanzó en la investigación de los crímenes cometidos por los integrantes de la versión bahiense de la Triple A –otra de las patas civiles de la represión–, entre los cuales fue imputado Néstor Montezanti, presidente de la Cámara Federal de Bahía Blanca, tuvo que dejar el juzgado y hoy está denunciado penalmente por la propia Cámara Federal. Me refiero al Dr. Alejo Ramos Padilla.

Por último, los dos fiscales que acusaron a Montezanti y Massot –el autor de esta nota y el fiscal general Miguel Palazzani– también enfrentan múltiples denuncias penales en su contra. En contraposición, aquellos funcionarios que colaboraron para que la Justicia no llegue a los responsables civiles del exterminio hoy son premiados. El mensaje es claro.

La palabra judicial

La reapertura de los juicios puso en evidencia quiénes fueron los que estuvieron detrás de los golpes de Estado y se beneficiaron con ellos. Y no es que antes no se supiera o no hubiese investigaciones al respecto. Sucede que la palabra judicial, lo dicho ante un tribunal, tiene ese imperio de instituirse en “verdad”. Hasta la reapertura de los juicios existía Memoria (porque siempre la hubo, desde el momento mismo en que los hechos ocurrían), existía Verdad (porque las investigaciones existieron; fueron entonces –y lo son aún hoy– los organismos de derechos humanos, las Madres, las Abuelas, los Familiares, los Sobrevivientes, los Hijos, quienes las hacían), pero no existía Justicia, porque el proceso había quedado trunco, primero con las leyes de impunidad y luego con los indultos.

Es recién a partir de la reapertura de los juicios en 2006 que la verdad completa brota ante los tribunales y los funcionarios se ven obligados a hacer algo con eso. Cuando nos preguntamos el porqué de lo que nos ocurrió, el para qué de lo hecho, las respuestas a esos interrogantes básicos nos llevan necesariamente más allá de los militares, nos conducen a los civiles: era preciso implantar un nuevo modelo económico y para ello debían rediseñarse las relaciones sociales. Este modelo, dado el grado de organización existente en los distintos sectores de la sociedad (obreros, estudiantes, agrupaciones políticas, etcétera), sólo podía llevarse adelante mediante una reconfiguración traumática de aquellas relaciones solidarias. Sobreviene entonces la pregunta acerca del rol que distintos actores de la sociedad tuvieron en esa reconfiguración: la Iglesia, los profesionales, los empresarios, la Justicia, los medios de comunicación.

Nos encontramos así con que ese pasado no está para nada desactualizado. Aquellos que fueron los ideólogos del plan, esos poderosos civiles de entonces, continúan siendo en muchos casos los mismos que hoy conservan posiciones de enorme poder en nuestra sociedad. Y pedirles a los poderosos que rindan cuentas por sus crímenes no sólo no es fácil, sino que tiene consecuencias. Cuando la Justicia toca a su puerta, deja de llamarse Justicia para tomar cuerpo de persona, y entonces es un fiscal o un juez en particular –quien a partir de ese momento será acusado de responder a designios inconfesables, corruptos y partidarios– el que los persigue a ellos.

Resistencias

Las resistencias a avanzar en el juzgamiento de los responsables civiles del genocidio, en contraposición al brío por hacerlo en otras causas, da cuenta, una vez más, de la simbiosis entre poderes fácticos, medios de comunicación y Poder Judicial. Hoy asistimos como espectadores, pero también como víctimas, a ese espectáculo. Causas que durante años durmieron el sueño de los justos milagrosamente se activan en esos mismos despachos y a borbollones brotan las pruebas incriminadoras.

Esto no genera ningún tipo de desconfianza en los medios ni en la sociedad. Y es que los medios –sigo sin dar ninguna primicia–, lejos de cuestionar el paso de la inactividad a la actividad frenética de añosos jueces y fiscales, muy por el contrario, los endiosan. De manera sesgada, se presenta a estos individuos –dependiendo de los intereses y la línea editorial– como ángeles o demonios, cuando, en realidad, jueces, fiscales, defensores, secretarios, abogados, todos ellos son personas que leen diarios, miran tele, escuchan radio, discuten con amigos, votan a un intendente, a un diputado, a un gobernador, a un presidente; es decir: tienen una ideología que se traduce en sus dictámenes.


La hipocresía reside en el hecho de que cuando un grupo de jueces, fiscales y defensores sienta posición sobre determinados temas o idearios de justicia, se los señala y persigue por –paradójicamente– hacer públicos esos principios, exponer frente a la sociedad lo que piensan y, en última instancia, visibilizar su ideología. Estoy hablando de quienes integran el colectivo conocido como “Justicia Legítima”. En palabras de Horacio Verbitsky, se dice que “pertenecen a la organización Justicia Legítima, como si fuera una banda delictiva”.

A la vez, quienes también dictaminan en causas judiciales de trascendencia de acuerdo con su propia ideología pero no exponen sus motivaciones son presentados como los nuevos salvadores de la República. Los sin ideología.

Todo esto tiene lugar en el marco de instituciones oscurantistas, en las cuales perduran atributos monárquicos. Se utilizan expresiones como “Su Excelencia” o “Vuestras Señorías”, o, peor aun, sus integrantes somos distintos al resto de los mortales y por eso no pagamos impuestos a pesar de tener sueldos muy superiores a los de la gran mayoría de los trabajadores. Todo cambio es resistido, así como toda apertura, porque cualquier mirada externa implica que la sociedad tome conciencia de esos privilegios y de los motivos de fondo que condicionan las decisiones que allí se toman.

Recientemente, en el marco de la campaña cotidiana a la que venimos asistiendo, un reconocido editorialista de uno de los principales diarios del país señaló: “Parte de la Justicia fue colonizada por el kirchnerismo, por el populismo o por el garantismo y las consecuencias no pueden ser peores. No es necesario discutir la ideología de las decisiones; basta con analizar su pésima calidad jurídica” (Joaquín Morales Solá, “Los conjurados”, La Nación, 28/8/2016). Esto, en contraposición a aquellos operadores judiciales que hoy despiertan y nos muestran los escándalos recientes. Ellos son, a juicio del editorialista, quienes realmente encarnan el concepto de justicia, los jueces y fiscales probos que toman sus decisiones sin mayor interés que hacer cumplir la ley. Es decir, otra vez, sin ideología.

Julio Blanck, columnista político del diario Clarín, acuñó un concepto clarificador acerca del rol político asumido por los medios hegemónicos ante lo que percibieron como claras amenazas al statu quo que consagra su posición dominante: “En Clarín hicimos un periodismo de guerra” (La Izquierda Diario, 17/7/2016).

Lo que quiero señalar es que hoy, al igual que hace cuarenta años, la simbiosis entre periodismo, aparato judicial y poderes fácticos permanece intacta. En este sentido, no puedo dejar de mencionar lo que está sucediendo en el organismo del cual formo parte: la Procuración General de la Nación. La procuradora general, Alejandra Gils Carbó, está siendo perseguida política, judicial y mediáticamente. De manera cotidiana, vemos aparecer notas en los principales medios de comunicación reclamando, anunciando o solicitando su desplazamiento con métodos contrarios a los establecidos en la Constitución Nacional. ¿Acaso no es eso presionar a la “Justicia”?

Mientras tanto, la “Justicia” dice que no hay suficiente prueba de que Vicente Massot haya tenido algún tipo de responsabilidad por la muerte de los dos obreros gráficos de La Nueva Provincia, Enrique Heinrich (secretario general del sindicato) y Miguel Ángel Loyola (tesorero), secuestrados y asesinados en julio de 1976. Tampoco por el encubrimiento de los secuestros y asesinatos de centenares de personas que fueron arrancadas de madrugada de sus casas y llevadas a los centros clandestinos que poblaron Bahía Blanca, en donde fueron salvajemente torturadas y luego asesinadas. En todos estos casos, en las páginas de La Nueva Provincia aparecieron como “muertos en enfrentamientos”. Los crímenes fueron encubiertos y justificados como parte de la campaña de acción psicológica que desde el multimedia se llevó adelante.

La “Justicia” dice que no hay suficiente prueba a pesar de que tres jueces, en un juicio que duró más de un año, en donde se ventilaron más de noventa casos y fueron cientos los testigos que contaron lo ocurrido en la zona, mandaron a investigar la conducta de los dueños y directivos de La Nueva Provincia en el entendimiento de que “la expresión de la verdad […] fue seriamente afectada por una comprobada campaña de desinformación y de propaganda negra, destinada no sólo a imponer la versión de los victimarios, sino principalmente a colaborar en la creación de un estado tal de anomia legal en la sociedad, que permitió el ejercicio brutal de violencia irracional y desatada por parte de la estructura estatal” (sentencia en causa N° 982).

La “Justicia” dice que no hay suficiente prueba luego de que a partir del allanamiento a La Nueva Provincia se pudo comprobar que Vicente Massot era uno de los dueños del multimedia desde mucho antes de 1976; que tenía categoría de editorialista desde marzo de 1976 (cobrando y firmando como tal); que en 1975, en el peor momento del conflicto sindical con los trabajadores del diario, tenía un poder especial dado por su madre para contratar y echar al personal; que existen actas notariales en las cuales figura negociando de madrugada en los talleres del diario frente a frente con Heinrich y Loyola; que se comprobó el contacto frecuente y amistoso con los jerarcas del genocidio; que el espía chileno Arancibia Clavel lo señala en los cables secretos enviados a Chile en 1975 como un muy amigo con quien se reúne e intercambia información; a pesar de que el propio Vicente Massot dijo en una entrevista que se puede ver por Internet: “A mí no me lo contó nadie, yo lo viví a eso […] En un momento me llama Suárez Mason y me dice ‘te pido Vicente que vayas a verlo al Vasco Azpitarte, en Aeroparque tenés el boleto de ida y vuelta. Andá y decile al Vasco que lo quieren rajar a fin de año, que la Junta de Calificaciones, o lo que está manejando Videla y Viola, lo quieren rajar, y tenemos que hacer algún tipo de plan para tratar de mantenernos. Decile que vas de parte mía y que él sabe cómo comunicarse’. Yo fui y se lo dije a Azpitarte”. Imaginemos por un instante, entonces, el tipo de vínculo que tenía Vicente Massot con los genocidas para que le encomendaran semejante misión. Pero, a pesar de todo ello, la “Justicia” dice que no hay suficiente prueba de que Massot haya tenido algún tipo de responsabilidad.

Esa misma “Justicia” fue la que desplazó y echó al juez que avanzó y en su lugar colocó a dedo a un abogado de Bahía Blanca, quien en menos de un mes pudo analizar las dos docenas de tomos de diarios y el cuarto entero con documentación secuestrada en el allanamiento, y llegó a la conclusión de que lo que había hecho La Nueva Provincia durante el terrorismo de Estado fue un mero ejercicio de su derecho a la libertad de expresión. Un pequeño detalle para el anecdotario: durante todo ese tiempo –y hasta el día de hoy– los tomos con los diarios y la documentación secuestrada estuvieron siempre en la sede de la fiscalía. El nuevo juez nunca concurrió a examinarlos, es decir, no los vio.

La sabiduría popular, la sabiduría de los más viejos, lo resume. Como decía mi abuela: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Eso sí, Justicia independiente y sin ideología.


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