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Abrir la corporación judicial

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Por María Laura Garrigós de Rébori / CONTRA LOS USOS POLÍTICOS DEL (DES)CONOCIMIENTO / La publicitación del puñado de causas penales que los medios exponen como totalidad omite que las mismas tramitan ante un solo fuero de la Justicia Federal y en una única ciudad. Las decisiones provisorias se presentan como definitivas, los imputados como si fueran culpables y la información que debe ser secreta...
CONTRA LOS USOS POLÍTICOS DEL (DES)CONOCIMIENTO / La publicitación del puñado de causas penales que los medios exponen como totalidad omite que las mismas tramitan ante un solo fuero de la Justicia Federal y en una única ciudad. Las decisiones provisorias se presentan como definitivas, los imputados como si fueran culpables y la información que debe ser secreta se divulga con absoluta intencionalidad. Aquí las razones judiciales, fundadas en una participación y un saber vedados, que coadyuvan a la utilización política de esos expedientes.

Por María Laura Garrigós de Rébori
Jueza de la Cámara Nacional de Casación Penal y presidenta de Justicia Legítima.

Fotos: Sebastián Miquel

Cuando le preguntamos a quien no está vinculado estrechamente al Poder Judicial sobre qué conoce u opina al respecto, la respuesta suele demostrar la percepción que se adquiere a través de los medios periodísticos de información.

No se me escapa que este recorte, que para mí es evidente cuando se habla del Poder Judicial, no es privativo de este asunto. Supongo, intuyo, que se verifica a propósito de muchos otros aspectos de la realidad.

Sin embargo, en este caso en especial, los que sí estamos directamente involucrados podemos hacer aclaraciones y develar aspectos no tan conocidos para facilitar la comprensión de los múltiples fenómenos ligados a los diversos abordajes habituales.

Desde mi punto de vista, este lugar que me permite un conocimiento más profundo me genera la obligación de trasmitirlo en la forma más adecuada posible para facilitar no sólo la comprensión del fenómeno, sino también para tratar de desmontar la impresión que se brinda a partir de la trasmisión hegemónica de información parcializada. Tal es el propósito de esta nota.

Las noticias judiciales en las tapas de los diarios

Cotidianamente nos informan sobre los avances de trámites judiciales de innegable interés publicitario. Todos los medios periodísticos, sin importar cuál sea el formato, cuentan con un periodista especializado en “judiciales”. Paralelamente, el propio Poder Judicial, o mejor dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tiene su propio órgano de noticias (Centro de Información Judicial), así como el sitio “Fiscales” del Ministerio Público Fiscal, y, aunque con mucha menor repercusión, varios organismos judiciales provinciales publican resoluciones en sus páginas de Internet.

Sin perjuicio de destacar que este tipo de información, dependiendo de la fuente y del medio utilizado, puede y suele estar plagada de inexactitudes propias de la traducción de un lenguaje que no se conoce (la jerga forense) al que utiliza el mediador (es decir, el periodista que está trasmitiendo la información), creo que se debe atender especialmente a que nos estamos limitando a conocer un recorte parcial, en varios sentidos de este término.

Una revisión rápida de las noticias judiciales de los diversos diarios y portales nos muestra que se pone el acento en el derrotero de las causas penales que tramitan ante un solo fuero de la Justicia Federal y en el ámbito de una única ciudad.

A esto se agrega que tampoco se da a conocer la verdadera dimensión jurídica –y este es un aspecto que no debería soslayarse cuando se habla de Poder Judicial– de esos hechos que se publicitan. Es que, mientras los medios de comunicación nos relatan con detalle los pasos que se practican en todos estos sumarios, lo que no nos están aclarando es que las decisiones de esos jueces, en esa etapa del proceso, son esencialmente provisorias porque nadie es culpable hasta que no lo decida una sentencia firme.

Pero, además, tampoco nos cuentan que esta etapa, constreñida a la investigación, que hoy en general están liderando esos magistrados, debería ser secreta para quienes no son parte en el expediente. Así se protege el crédito de quien no resulta –luego de analizadas las imputaciones– merecedor de una acusación ante un tribunal oral.

Es que las sentencias sobrevienen luego de concluir los juicios.

He aquí una paradoja. En ese mismo edificio, y simultáneamente con el decurso de todas estas causas de las que nos informan cotidianamente, están tramitando juicios verdaderamente importantes, como los referidos a los delitos de lesa humanidad o al encubrimiento de la investigación del atentado a la AMIA. Estos debates son públicos, y las decisiones, una vez revisadas por los tribunales de casación, resuelven la cuestión de fondo definitivamente. Es llamativo que no merezcan la misma atención.

Podríamos obtener múltiples conclusiones de esta circunstancia. Sin embargo, muchas de ellas refieren a ámbitos que excluyen el tema que me convoca. Es que, seguramente, el análisis se enriquecería si atendiéramos a razones más estrechamente vinculadas con estrategias políticas, o mediáticas, o hasta económicas, que subyacen en todo el entramado de estas causas judiciales tan publicitadas.

No obstante, también hay razones estrictamente “judiciales” que coadyuvan a facilitar el uso de estos expedientes.

La oralidad

En general, los expedientes judiciales son escritos. Ese es el modo en que se hacen llegar las peticiones a los jueces. Las resoluciones judiciales son escritas, los informes de los peritos se hacen por escrito. Esta es la forma en que se vincula quien acude al Poder Judicial para que se reconozca su derecho con la persona que habrá de evaluar su petición.

En el caso de las causas mediáticas, hay que aclarar que, al menos en el sistema federal, la parte de investigación –que sin duda es la que se lleva los grandes titulares– es escrita y, por el contrario, la etapa de juicio es oral.

Muchos de los que sostenemos que urgen reformas del sistema de administración de justicia creemos que, si los procedimientos fueran orales, y en lo posible públicos, todos podríamos acceder a un conocimiento más directo de lo que ocurre, y que esto no sólo facilitaría el conocimiento y la comprensión, sino también el control de la actividad judicial.

Si los actos judiciales se desarrollaran oralmente, los jueces asistirían no sólo al lenguaje oral de los intervinientes, sino también al lenguaje corporal que, ciertamente, es muy útil a la hora de evaluar el mensaje que se trasmite. De igual modo, quienes debieran acudir a los tribunales podrían conocer personalmente a los jueces, sin que este conocimiento estuviera mediado.

Los medios tampoco nos cuentan que la etapa constreñida a la investigación debería ser secreta para quienes no son parte en el expediente. Así se protege el crédito de quien no resulta, analizadas las imputaciones, merecedor de una acusación ante un tribunal oral.

Por otra parte, la toma de decisión no podría demorar tanto como ocurre con las resoluciones judiciales escritas, por la simple circunstancia de que los participantes, si no se abocan en forma cercana en el tiempo, podrían olvidar lo sucedido en las audiencias y, echando mano a los registros audiovisuales, tendrían que repasarlo, es decir que les llevaría el doble de trabajo.

Además, la oralidad, entre otras cosas, evita en buena medida (no totalmente) la delegación, que hoy es regla del trámite judicial.

Conviene ahora aclarar que, dado que se carece de un análisis de la capacidad de trabajo de los tribunales, es decir que no se sabe cuánto trabajo está en condiciones de abordar un órgano judicial, tampoco hay planeación de la tarea. Como resultado inevitable, el sistema se extiende sobre las variables que son elásticas, porque no tiene capacidad de hacer modificaciones en otros aspectos (por ejemplo, cantidad de tribunales). O sea que lo primero que se produce, si se enfrenta una cantidad de trabajo que supera la capacidad, es el aumento de la demora en la realización de la tarea. Pero además, y en forma tan reiterada y aceptada que se ha naturalizado, se delega buena parte de las tareas a los colaboradores, quienes se desempeñan más allá del ámbito propio de sus funciones. Es la mentada delegación de funciones.

Es importante señalar que no hay órgano judicial que pueda eludir, aunque más no sea formalmente, la delegación. Es que no es posible físicamente dar respuesta al diseño de los trámites judiciales tal como lo prevé la ley de procedimientos. Tampoco estoy afirmando que los jueces no tomen las decisiones en los expedientes sometidos a su juzgamiento. Pero hay muchas tareas que no son estrictamente la decisión judicial, y que sin embargo son necesarias para llegar a ese punto, que recaen en funcionarios y hasta empleados jerarquizados, en general muy capacitados, que las plasman por escrito en el expediente.1 Para ilustrar esto basta pensar que, en una mañana común, en un juzgado penal se reciben varias declaraciones testimoniales simultáneamente, las cuales, claro está, no pueden ser tomadas por el juez en persona.

Esta delegación no sólo implica que el juez adquiere un conocimiento mediado, tanto por el abogado como por sus colaboradores, sino que los funcionarios y empleados judiciales, a fuerza de practicar la tarea, adquieren una capacitación que difícilmente logran equiparar los que no se han desempeñado en un tribunal.

Esto explica en buena medida el resultado de los concursos de los Consejos de la Magistratura.

¿Cómo se eligen los jueces?

Todos sabemos que no nos convocan para votar a quienes han de ocupar los cargos del Poder Judicial. Ni siquiera si se trata de los cargos de la Corte Suprema. Sin embargo, se pretende que son cargos electivos.

Es que a los jueces, al menos a los que forman parte del Poder Judicial de la Nación, los designa el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado, y como esos cargos sí son producto de nuestras elecciones, se entiende que al elegirlos se trasmite el mandato para nombrar a los jueces.

Hasta que se reformó la Constitución Nacional en 1994, las propuestas que el Poder Ejecutivo remitía al Senado de la Nación sólo surgían de la voluntad y el conocimiento de quien estuviera en posición de hacerlas. Habitualmente, las autoridades del Ministerio de Justicia entrevistaban al supuesto candidato y remitían la propuesta con los antecedentes pertinentes a la oficina del Poder Ejecutivo que se ocupara de esos trámites. Con el beneplácito, ya sea desde la misma Casa de Gobierno o desde el Ministerio, se enviaba la propuesta al Senado. Este cuerpo recibía la mención en su Comisión de Acuerdos, y esa Comisión convocaba al candidato para conocerlo e interrogarlo sobre cuestiones en general y vinculadas a sus opiniones sobre temas de derecho. A esa audiencia solían asistir algunos senadores integrantes de la Comisión y también podían concurrir otros senadores. Luego de esa audiencia, la Comisión de Acuerdos en la mayoría de los casos emitía un dictamen que se llevaba al seno de la Cámara, donde se votaba el acuerdo, y, finalizado este trámite, se lo comunicaba al Poder Ejecutivo, que emitía el decreto de designación. Luego de ello, el candidato prestaba juramento ante sus superiores jerárquicos en el Poder Judicial.

El trámite era relativamente sencillo. Pero, como se advierte fácilmente, todo dependía de que el candidato conociera a alguien o de que alguien lo conociera. No había ninguna otra posibilidad de acceder.


La aparición del Consejo de la Magistratura, a partir de la reforma constitucional de 1994, significó una modificación sustancial en la forma de designación de los jueces.

Aún hoy los jueces son designados por el Poder Ejecutivo, con el acuerdo del Senado de la Nación. Pero ya no basta, para el candidato, con conocer a alguien o que alguien lo conozca: hoy quien se postule deberá haber rendido un concurso y obtener una ubicación que le permita figurar en la terna de la que el Poder Ejecutivo podrá elegir al candidato que propondrá.

Estos concursos han sufrido varias modificaciones, pero en líneas generales consisten en un examen que se toma por escrito y que implica la confección de una decisión judicial sobre un caso hipotético que elabora un jurado designado al efecto. El resultado del examen determina un orden de mérito y, luego de resueltas las impugnaciones, los más próximos a integrar la terna son convocados a una entrevista en la Comisión de Selección. Esta audiencia, a la que asisten los consejeros que integran la Comisión, puede producir modificaciones del orden de mérito, tanto como la audiencia que luego tiene lugar ante el pleno del Consejo. Las ternas se remiten al Ministerio de Justicia y, una vez que el Poder Ejecutivo elige uno de los tres candidatos, se inicia el tránsito similar al del sistema anterior.

Dos decretos del Poder Ejecutivo (D. 222/03 y D. 588/03) abrieron la posibilidad de dos instancias de impugnaciones públicas de los candidatos, ya sea que se trate de ocupar cargos de la Corte Suprema o de los tribunales inferiores. Por estas normas, tanto ciudadanos como organizaciones pueden presentar ante el Ministerio de Justicia, en su oportunidad, o ante el Senado, antes de la audiencia de la Comisión de Acuerdos, impugnaciones a los integrantes de la terna o a los candidatos, según sea el caso. Las mismas se ponen en conocimiento del postulante, que tiene oportunidad de contestarlas.

Estas impugnaciones son la única aproximación a la participación ciudadana en la designación de los jueces.

También hay que destacar que, de momento, el sistema no prevé la equidad de sexos en las designaciones, o al menos en la integración de las ternas. Tampoco se contempla la representación de ninguna minoría.

El Consejo de la Magistratura no ha significado el cambio copernicano que se esperaba. Los concursos tampoco han logrado modificar sustancialmente la integración del Poder Judicial.

Se sabe que aproximadamente sólo el 6% de los designados a través de los concursos no integraban previamente el Poder Judicial. Es decir que más del 90% son los que, a fuerza de delegación, ya conocían la tarea. Más aun: los jurados, que no necesariamente son miembros del Poder Judicial, al momento de corregir los exámenes suelen calificar mejor las pruebas que guardan mayor similitud con lo que habitualmente se produce en los tribunales. Los planteos novedosos, y hasta las formas no acostumbradas, se salen de rango y no obtienen las mejores calificaciones.

Esta constatación nos lleva al siguiente problema.

¿Cómo se integra el Consejo de la Magistratura?

Son trece consejeros. Tres jueces, tres diputados, tres senadores, dos representantes de los colegios de abogados, un representante del Poder Ejecutivo y un académico.

Los abogados votan en sus colegios para elegir a sus representantes. Los jueces también votan entre sus pares (dos por la mayoría y uno por la minoría). Los disputados y los senadores representan a la mayoría (dos) y a la primera minoría (uno) de sus respectivas Cámaras. El Poder Ejecutivo elige a su representante y al académico lo designa el Consejo de Rectores Universitarios.

La composición del Consejo no garantiza la pretendida pluralidad ideológica, ni tampoco se respeta una composición igualitaria o con representación de minorías.2

En su origen estaba presidido por el presidente de la Corte Suprema. Modificaciones posteriores redujeron la cantidad de consejeros y lo separaron de la Corte. Pese a ello, el cuerpo no ha logrado convertirse en la cabeza del Poder Judicial, que era destino pretendido al momento de su creación.

Es que si, como lo establece la Constitución, el Consejo de la Magistratura fuera el cuerpo encargado de gobierno del Poder Judicial, la Corte sería desplazada de esa función, limitándose a ser un tribunal de justicia.

En modo alguno estoy afirmando que de esta forma se pretendía licuar la función política que cumple la Corte Suprema. Es que, más allá de que todos los jueces, en cuanto órganos estatales, ejercen una función que compromete ineludiblemente al Estado nacional, nadie podría negar que el tribunal más alto, cuando dicta sus fallos, incide notablemente en el devenir político tanto estructural como coyuntural.

Sólo trece personas son las responsables de las sanciones disciplinarias, de llevar a los jueces a juicio político y de armar las ternas de las que estos se eligen, ¿cuántas son conocidas?, ¿qué sabemos de sus trayectorias?, ¿cuáles antecedentes las habilitan?

Lo que el desarrollo reciente de la actividad del Consejo ha puesto en evidencia es que este organismo se ha limitado a ser un órgano administrador, sujeto a las decisiones que se toman en la Corte. Así, es la Corte Suprema la que decide si se van a otorgar contratos para hacer frente a una contingencia determinada, pero es al Consejo al que le toca hacer frente a los pagos de esos salarios. De esta forma, el presupuesto del Consejo prácticamente se agota en el pago de los salarios de los tribunales inferiores, y una suma muy reducida debe afrontar los demás gastos administrativos. Resulta de ello que no hay presupuesto suficiente para desarrollos útiles a efectos de planear una mejoría del sistema de justicia. Tampoco se elaboran diagnósticos a partir de las estadísticas (que recaba el Consejo).

Entre sus funciones, además de las enunciadas y la de llevar adelante los concursos, está la función disciplinaria y la facultad de acusar a los jueces ante el jurado de enjuiciamiento.

Me parece oportuno señalar que el Consejo toma sus decisiones en reuniones de comisión o del pleno, en audiencias públicas a las que, en general, sólo asisten los directamente interesados. En cuanto a la gestión administrativa, las decisiones deberían aparecer en la página de Internet del organismo, lo que ocurre con algún retraso. Es decir que, aunque formalmente la actividad del Consejo puede ser controlada por la asistencia de público, en la práctica esto no ocurre.

La reseña previa me sirve para plantear un interrogante: siendo que sólo trece personas son las responsables de las sanciones disciplinarias, de llevar a los jueces a juicio político y de armar las ternas de las que se elige a los que serán jueces, ¿cuántas de ellas son conocidas?, ¿qué sabemos de sus trayectorias?, ¿cuáles antecedentes las habilitan para el cargo?

¿Quiénes ingresan al Poder Judicial?

En el año 2013 se sancionó la Ley 26.861 “Ingreso democrático e igualitario al Poder Judicial y a los Ministerios Públicos”.

De acuerdo con el sistema de la ley, el ingreso era irrestricto para aquellos que hubieran superado un examen acorde a las posibles exigencias del primer cargo del escalafón. También se preveía que la oferta iba a ser muy superior a la demanda, por lo que la selección quedaba a cargo de un sorteo entre los postulantes.

Según la ley, que aún está vigente, la autoridad de aplicación debe reglamentarla para proceder a su aplicación. Han pasado tres años y la Corte, que es la autoridad de aplicación, aún no lo ha hecho.

Por otro lado, ambos ministerios públicos, tanto Fiscal como de la Defensa, elaboraron sendos reglamentos y dan cumplimiento a la ley.

De resultas de ello, no hay una forma pautada para ingresar al Poder Judicial. Así que, según sea el fuero y, en algún caso, según sea el organismo, dentro del mismo fuero, el ingreso puede depender de examen de competencias o bien hasta del simple hecho de conocer al titular de la dependencia.


Esta última opción es la más frecuente. Son múltiples las razones que se invocan para ello. Entre otras, el hecho de que las propuestas de designaciones las hacen los propios jueces, quienes prefieren reunirse con personal de su confianza, es decir, que ya conocen previamente, porque, además, no cuentan con capacitación específica para la selección de personal o su entrenamiento posterior.

Si atendemos a la forma de ingreso, a la práctica habitual de la delegación y al resultado comprobado de los concursos del Consejo de la Magistratura, podemos explicar la composición bastante homogénea y poco proclive a los cambios de los integrantes del Poder Judicial.

¿Cómo se capacitan los integrantes del Poder Judicial?

Aunque parezca una obviedad, los abogados egresamos de las Facultades de Derecho. Hay Facultades de esta disciplina a todo lo largo y ancho del país. Públicas y privadas. Y aunque ha disminuido la matrícula de algunas universidades, sigue siendo una disciplina mayoritariamente elegida.

Este es el único poder del Estado que se compone de los egresados de una única disciplina.

Tal especificidad implicaría que las Facultades de Derecho, al menos las públicas, deberían desarrollar un plan de estudios que incluyera la complejidad de la administración de justicia. Es decir, que se preparara a los egresados para poder aspirar a ser juez. Es que, si no se hace desde las universidades que dependen del Estado nacional, es muy probable que sí lo lleven a cabo las universidades privadas, y en ese caso la composición del Poder Judicial necesariamente va a responder a determinado sector social, aquel que puede costear una carrera universitaria, excluyendo a quienes no pueden acceder a esa erogación.

Lo cierto es que, de momento, este no ha sido objetivo de los decanos de las universidades estatales. En líneas generales, los programas de estudio atienden a una capacitación jurídica adecuada, que inclina a los estudiantes a dedicarse al libre ejercicio de la profesión. Claro que, una vez egresados, si no cuentan con alguna tradición familiar en el ejercicio de la profesión, carecen de los medios económicos para instalarse por su cuenta, y buena parte de ellos obtienen empleo o se vinculan a estudios jurídicos ya armados, algunos con características empresariales, que les reportan un ingreso modesto a cambio de un importante esfuerzo laboral.

El Poder Judicial no es sólo lo que conocemos a través de los grandes titulares. En mucha mayor medida, es la forma en que se logra el ensanchamiento y reconocimiento de los derechos de los ciudadanos en un sistema democrático.

Entretanto, los que pretenden dedicarse a la administración de justicia ingresan en posgrados sobre esa materia, y sobre las específicas de derecho, que suelen ofrecer las universidades privadas y también las públicas, siempre costosos en tiempo de dedicación y en dinero. Fuerza es decir que hay algunos posgrados gratuitos, pero estos son una excepción.

El Consejo de la Magistratura también tiene su propia escuela judicial, que está a cargo de un miembro de la Corte Suprema y a la que es muy difícil acceder porque las vacantes son muy limitadas. Esta escuela es muy ventajosa, no sólo porque es gratuita, sino porque, al momento de evaluarse los antecedentes de los candidatos en los concursos del Consejo, estos estudios obtienen la misma calificación de un doctorado.

Aprovecho para señalar que las universidades públicas tampoco atienden a capacitar a sus estudiantes en la administración estatal, o a especializarlos en otras ramas del ejercicio profesional, como podría ser la labor del abogado vinculado al sistema médico, especialidades que podrían ser de interés del Estado nacional, camino a establecer un plantel de empleados estatales que no dependieran de los eventuales vaivenes políticos.

Esto lleva a recordar que tanto los jueces como los demás trabajadores del Poder Judicial son empleados estatales. Pero la tarea no se rige por las mismas pautas.

¿Qué reglamento se aplica en el Poder Judicial?


El Reglamento para la Justicia Nacional es una acordada de la Corte Suprema de 1952.

Esta acordada, que empezó a regir el 1º de febrero de 1953, se ocupa de los días hábiles e inhábiles, las ferias judiciales, el horario de trabajo, las obligaciones de los jueces, funcionarios y empleados, las fórmulas de juramento, el funcionamiento de la Corte y los cuerpos periciales. Completa la reglamentación el Decreto-Ley 1.285/58.

Dentro del marco que fijan estas normas, todas las cámaras federales y nacionales dictaminan sus propios reglamentos, adecuados a estos parámetros, los que deben ser aprobados por la Corte Suprema.

Los avances tecnológicos se han ido recibiendo en sucesivas acordadas de la Corte Suprema que, por ejemplo, han reglamentado el sistema de notificación electrónica, el expediente registrado informáticamente, etcétera.

Pese a la política de gobierno abierto, la profusión de resoluciones atinentes a la designación de personal, al otorgamiento de licencias, a otorgamientos de contratos para reforzar necesidades de recursos humanos, habilitación de tribunales, etcétera, atenta contra la posibilidad de conocimiento de la gestión administrativa.

En definitiva, ¿qué sabemos?

La mayoría de los estudios sobre credibilidad del Poder Judicial dan cuenta de la desconfianza que siente el ciudadano común hacia sus jueces.

Me parece muy difícil revertir esa sensación sin favorecer el conocimiento común sobre los trámites judiciales, el funcionamiento de los juzgados, los reglamentos que los jueces deben respetar, cómo acceden a los cargos los que tienen la obligación de decidir, quiénes son y cómo se han capacitado.

De adverso, y me cuestiono si hay intencionalidad especial sobre este asunto, lo que los medios periodísticos nos acercan es un conocimiento sobre un pequeño grupo de expedientes, de alta significación política, y soslayan cualquier otro aspecto que podría aportar herramientas útiles para un conocimiento tendiente al interés democrático.

Claro que no es misión de los medios periodísticos favorecer este tipo de información. Habría que pensar que tal vez el mismo Poder Judicial debería encontrar el modo y el lenguaje para que su actividad permita el acceso ciudadano.

Tengo para mí que las corrientes políticas que propenden a la democratización de este poder y de la administración estatal en general deberían ofrecer planes en este sentido, lo que notoriamente está ausente de las plataformas partidarias y, en general, de los planes que se dan a conocer durante las campañas electorales. En tal sentido, se puede pensar en sistemas con una mayor participación ciudadana, como el juicio por jurados, o en otras formas de llegar a resolver el problema reservando el trámite judicial para los casos más graves.

Será entonces que nos toca a los ciudadanos exigir el acceso a esta información, y que haya una verdadera preocupación por este asunto.

Es que no podemos perder de vista que el Poder Judicial no es sólo lo que conocemos a través de los grandes titulares periodísticos, sino que, en mucha mayor medida, es la forma en que se logra el ensanchamiento y reconocimiento de los derechos de los ciudadanos en un sistema democrático –de lo que también vamos teniendo ejemplos–.

Es que, si no recuperamos confianza en el Poder Judicial, que es nuestro sistema de resolución de conflictos, sus decisiones van a perder legitimidad. Si nos perdemos esta forma de resolver pacíficamente los conflictos, nos entregamos a la ley del más fuerte. Ya sabemos quién sale beneficiado.

Notas

1. A modo de ejemplo no hay más que recordar que cuando Cristina Fernández de Kirchner concurrió a prestar declaración indagatoria ante el juez Bonadio, este no asistió a toda la audiencia y, según relataron los medios, permaneció de pie a espaldas de la indagada.

2. Hoy lo integran diez varones y tres mujeres.

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