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Tres pinceladas, un desafío

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dos personas corren con el torso desnudo por el asfalto de la ciudadPOSICIONAMIENTOS (Por Carlos Raimundi) / Con la convicción de que el conflicto político no es otra cosa que la búsqueda de la libertad, Carlos Raimundi problematiza esta noción al calor de las posiciones que ha sostenido a lo largo de los años, desde su militancia estudiantil hasta la actualidad. Una pregunta como punto de partida, tres pinceladas y un desafío como...
POSICIONAMIENTOS / Con la convicción de que el conflicto político no es otra cosa que la búsqueda de la libertad, Carlos Raimundi problematiza esta noción al calor de las posiciones que ha sostenido a lo largo de los años, desde su militancia estudiantil hasta la actualidad. Una pregunta como punto de partida, tres pinceladas y un desafío como corolario: delinear nuevos paradigmas de felicidad sustentados en ideas diferentes de las de la eficiencia y el productivismo en las que se cimenta el capitalismo, para quebrar y superar la insatisfacción vigente según la cual la riqueza se asocia con el vivir para trabajar, en lugar de trabajar para gozar de la vida.

Por Carlos Raimundi
Abogado y docente universitario. Fue diputado nacional por la provincia de Buenos Aires hasta 2015 (bloque Frente para la Victoria-PJ). Actualmente es secretario general del partido SI (Solidaridad + Igualdad) e integra el frente Unidad Ciudadana.

Fotos: Sebastián Miquel

Pincelada 1

¿Nuestra propia concepción de la libertad no está, ella misma, ceñida a los esquemas que heredamos del liberalismo inglés del siglo XVII, de la Ilustración francesa del siglo XVIII y de la modernidad europea en general?

El 17 de abril de 1977, Alberto Benegas Lynch escribía en un artículo titulado “¿Es condenable el capitalismo?” y publicado por el diario La Prensa que “el sistema capitalista es el único capaz de asegurar la libertad personal y preservar la propiedad privada que los totalitarismos niegan”. Respondí de inmediato en una Carta de Lectores: “Aprobada en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano proclamó los derechos de libre asociación y contratación. ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Que la libre asociación condujo al monopolio en perjuicio de pequeños productores y artesanos, y la libre contratación cometió los abusos más denigrantes para la dignidad humana”.

Además, de esa etapa de Occidente proviene la tipificación moderna de los delitos tal como la conocemos, que protege la propiedad privada por sobre todas las cosas. Más aun, parece que la libertad individual fuera la excusa para la preservación absoluta del interés superior que resultó ser la propiedad privada. Los regímenes liberales no vacilaron en imponer el autoritarismo sobre las libertades personales cuando fue necesario para preservar su propiedad privada. Y los códigos fueron cada vez más severos con quienes lesionaran el derecho de propiedad individual, al mismo tiempo que encuadraban en la legalidad todas aquellas medidas adoptadas por el poder económico, que fueron deteriorando progresivamente las instituciones de propiedad colectiva como la alimentación, la salud y la educación públicas, la vivienda y la seguridad social. En mi opinión, si los códigos estuvieran mucho más atentos a las agresiones contra la propiedad colectiva, eso configuraría una tendencia a la igualdad y al desarrollo inclusivo, y de tal modo disminuirían ostensiblemente las agresiones contra la propiedad individual.



“Todos los hombres son libres e iguales ante la ley y gozan del derecho natural a la propiedad”, consagraba aquella Declaración de 1789, como luego lo hicieron nuestras propias Constituciones. Pero, “¿de qué modo podía recurrir a la ley una persona que para subsistir estaba obligada a cumplir jornadas de dieciséis horas de trabajo en una mina insalubre?, ¿cómo hacía un asalariado que vendía por comida su fuerza de trabajo para acceder a la propiedad?, ¿de qué otro modo sino con la intervención del Estado pudieron moderarse esos abusos? Cuando la libertad oprime, el Estado libera”, escribía yo en aquella carta-contestación.

Producto de cruentas luchas reivindicadoras, y aun bajo el sistema capitalista, el siglo XX nos deparó la idea del estado de bienestar. A su lado creció la idea del ingreso universal, según la cual la ciudadanía plena requería que fueran satisfechas las necesidades básicas. Este concepto funcionó durante los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial en Europa, y también en América Latina, aunque en muy diferentes condiciones estructurales. Pero aquel ascenso del proletariado ensanchó el campo de las ideas liberales. El seguro colectivo como derecho universal dejó su lugar a una mera promesa de asistencia; el antiguo derecho ciudadano pasó a ser la dependencia de las dádivas de la asistencia social. Una especie de estigma, además, al amor propio de muchas personas. La continua retirada del Estado fue reduciendo los niveles de libertad que se habían alcanzado en muchas dimensiones, y los pueblos fueron cada vez más permeables a la penetración del universo simbólico del poder, antagónico respecto de toda actitud crítica, fuente de autonomía y libertad.

Pincelada 2

“El desamparo de un ser humano –más aun de millones de ciudadanas y ciudadanos– jamás podría ser tolerado por quienes profesamos la política desde una concepción humanista. Pagar el precio del desamparo a raíz de razones o explicaciones económicas implica para nosotros un trastocamiento de valores tan fundamental, que nos aleja irremediable e innegociablemente de quienes lo hacen. Somos portadores de otro modelo”, decíamos en 1995.1

Cuando existen posiciones tan distantes en una sociedad, una misma palabra no tiene un único sentido. Su sentido depende de los intereses en defensa de los cuales se la pronuncie. De ahí que deseo rescatar una “pincelada sobre la libertad” que publiqué en una revista política en 1984.

camión de caudales


“En una sociedad que enfrenta irreconciliablemente a la oligarquía con su pueblo, el concepto de libertad puede ser interpretado desde dos puntos de vista contrapuestos. Como la libertad de unos pocos que controlan los factores de poder para sostener y profundizar sus privilegios, o bien como la libertad del pueblo para disputar ese poder en todos los terrenos. En un caso apunta a mantener el statu quo y en el otro constituye su amenaza.

La libertad se ha entendido durante muchísimo tiempo desde su interpretación liberal. La oligarquía se ha ocupado de desnaturalizar su verdadero sentido y de reducirla a la libertad de manipular, de monopolizar, de hambrear al pueblo, de reprimir. En suma, la libertad de preservar el sistema.

Pero cuando el concepto es tomado por el pueblo –su depositario último– y este elabora su real significado, la libertad se convierte en una amenaza a ese statu quo, porque implica su libertad de participar para revertir el esquema de injusticia.

La continua retirada del Estado fue reduciendo los niveles de libertad que se habían alcanzado en muchas dimensiones, y los pueblos fueron cada vez más permeables a la penetración del universo simbólico del poder, antagónico respecto de toda actitud crítica, fuente de autonomía y libertad.

Por ello, la oligarquía no defiende la libertad política, porque políticamente necesita el autoritarismo. La defiende desde su concepción económica. El poder oligárquico tiene base económica, pero su influencia se extiende hacia un vastísimo espectro, que va configurando una forma de vida que consolida sus puntos de apoyo.

Mediante el manejo de la información, la deformación de los conceptos y la desactivación del espíritu crítico, ese estilo de vida no sólo logra la adhesión de sus beneficiarios, sino que también procura ser consentido como algo natural incluso por los sectores mayoritarios, que nunca podrán acceder a él. Se trata de formar la conciencia de que es ilícito ‘atentar contra su libertad’ de educar a sus hijos en escuelas bilingües, su libertad de jugar semanalmente al polo, navegar en sus yates privados, casar a sus hijos entre sí, viajar por el mundo, multiplicar sus dividendos.

Por eso los gobiernos populares, por el sólo hecho de poner en marcha los diversos canales de participación, colocan en tela de juicio a ese sistema de dominación y privilegio y provocan su reacción desesperada, con la excusa de que ‘se atenta contra su libertad’. La libertad liberal es la libertad del poderoso, y para los que no lo son, termina por ser la libertad de morirse de hambre libremente.”2

Otra secuencia data de febrero de 1980. Allí escribí para el Centro de Estudiantes de Derecho: “Frente a este país en ruinas nos encontramos, y a pesar de todo, no he analizado aún uno de los hechos más graves: el genocidio cultural […] a los adultos se los acalla reprimiéndolos […] pero si desde ahora se idiotiza a nuestros niños con frivolidades y se recorta su acceso a la cultura, mañana no hará falta la represión física para silenciar su protesta, porque habrán crecido en un régimen de censura, de incruenta pero apocalíptica represión intelectual […] con el dinero que le han quitado a la educación compraron armas para luchar contra Chile […] cuando la convicción de que existe una realidad mejor deje de ser realidad, habremos arribado al punto culminante del genocidio cultural”. 3

Pincelada 3

Durante mucho tiempo se suscitó una polémica por la posición de los gobiernos argentinos en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, ante la condena de los Estados Unidos y otros Estados satélites a la supuesta violación de las libertades políticas por parte del gobierno de Cuba. En general, los gobiernos de derecha apoyaban la acusación y los populares sostenían el principio histórico de autodeterminación de los pueblos.

Tomemos como ejemplo dos campos de análisis: la libertad de optar entre diversos partidos políticos y la libertad de entrar y salir del país.

La existencia de múltiples partidos ¿asegura en sí misma una democracia de alta calidad?, ¿o se trata de un modelo de democracia que heredamos de la cultura liberal, pero existen otros modelos de representación democrática, es decir, de expresar las libertades políticas? En nuestros sistemas, el acceso a la representación política debe amoldarse a las decisiones de direcciones partidarias en muchos casos anquilosadas, sin contar el altísimo costo económico demandado por las campañas, que no cualquier ciudadano puede afrontar. En otros sistemas, como el cubano, los representantes son elegidos en su lugar de trabajo o en su vecindario, y de allí pasan a la ciudad, a la región y a la provincia, hasta alcanzar el plano nacional, y en todos los casos su legitimidad proviene del reconocimiento de sus pares.

En cuanto a la otra presunta libertad de entrar y salir del país, ¿de qué sirve una norma que lo permita formalmente si el desamparo de un/a niño/a en situación de calle lo/a priva de ejercerla? Para él/ella sólo existe la libertad de mendigar una limosna en las esquinas y sentir el rechazo constante de quienes se la niegan.

Los nativos de pueblos en conflicto permanente de África o Medio Oriente, otrora vinculados firmemente al terreno, en caso de que intenten sacudirse las cadenas y emigrar de su país, no se encuentran por ello con la “libertad”, sino, en el mejor de los casos, con hostiles funcionarios de Migraciones que terminan deportándolos. O sobreviven en esa especie de esclavitud que es la ilegalidad. Y esto porque las élites podrían haber abordado la alternativa de aprobar medidas gubernamentales para eliminar la pobreza, gestionar la rivalidad étnica e integrar a todo el mundo en instituciones públicas comunes, pero en lugar de esto eligieron comprar protección promoviendo el desarrollo de su seguridad privada. En lugar de potenciar la libertad de ambos, potenciaron la mutua esclavitud.

Nuestra tarea política central es –aun sabiendo que el ideal es inalcanzable– acercarnos cada vez más a garantizar el ejercicio de la igualdad en todo aquello en lo que debamos tener iguales derechos, y el ejercicio de la diversidad en todo aquello que reafirme nuestra condición de seres libres.

Volviendo al ejemplo de Cuba, que los cubanos padecen de algunas carencias materiales respecto de sociedades capitalistas aparentemente más avanzadas es algo que ellos mismos reconocen. Pero la pregunta es si esas carencias los hacen necesariamente un pueblo menos feliz. Algo similar podríamos decir del régimen chino. ¿Hay un solo partido político? Sí. ¿Es el pluripartidismo una demanda social? No, absolutamente no. Las praderas argentinas, objeto de disputa para numerosos partidos políticos, pueden producir alimentos para cientos de millones de personas, y, sin embargo, miles de niños y niñas de nuestro país conviven con el hambre. En China, 1.400 millones de personas tienen asegurado el alimento, la salud, la educación, la vivienda y la seguridad social. Y si bien todavía hay grandes nichos de pobreza, varios millones de pobladores mejoran su calidad de vida cada año. ¿Sucede lo mismo en la Europa donde sí funciona el pluripartidismo liberal? Los chinos no acceden a Google, ni a YouTube, ni a WhatsApp. Pero ¿quién podría asegurar que somos más libres quienes sí lo hacemos?

No estoy diciendo que se trate de sistemas ideales. Lo que afirmo es que ningún país puede arrogarse la autoridad moral o política para situarse en un plano superior respecto de la noción de libertad.

Corolario

Para Zygmunt Bauman, vivir en comunidad nos da cierta protección en términos de seguridad, pero se paga un precio en términos de libertad. Denominada de formas diversas como “autonomía”, “derecho a la autoafirmación” o “derecho a ser uno mismo” –elija uno lo que elija–, algo se gana y algo se pierde. La seguridad y la libertad, continúa Bauman, son dos valores igualmente buscados que podrían estar mejor o peor equilibrados, pero que difícilmente se reconciliarán de forma plena y sin fricción. No podemos ser humanos sin seguridad y libertad, pero no podemos tener ambas a la vez en cantidades plenas. De todos modos, esa no es razón para dejar de intentarlo, ni dejaríamos de hacerlo aunque lo fuera.4

La probabilidad de que entren en conflicto siempre ha sido y siempre será tan alta como la necesidad de que se reconcilien. Aunque se han intentado múltiples formas de convivencia humana en el curso de la historia, ninguna ha logrado encontrar una solución impecable a esa tarea. Esta ha sido una preocupación constante de los filósofos y un conflicto permanente para la convivencia, puesto que la seguridad sacrificada en aras de la libertad tiende a ser la seguridad de otra gente, y la libertad sacrificada en aras de la seguridad tiende a ser la libertad de otra gente.

Como dice Norberto Bobbio5, los seres humanos poseemos algunas características que nos igualan y otras que nos distinguen. Nuestra tarea política central es –aun sabiendo que el ideal es inalcanzable– acercarnos cada vez más a garantizar el ejercicio de la igualdad en todo aquello en lo que debamos tener iguales derechos, y el ejercicio de la diversidad en todo aquello que reafirme nuestra condición de seres libres.

Sin embargo, la maquinaria de subjetividad colonial interviene sobre los elementos de la relación comunicativa, disolviendo la identidad y la historia de una manera totalmente posmoderna. Intenta crear un sujeto fragmentado. Al asociar capitalismo con libertad o democracia, bajo un supuesto pluralismo, adoctrina en el pensamiento único. Al presentarse como un servicio que basa su prestigio en la credibilidad del mensaje, los medios aprovechan para jerarquizar lo novedoso frente a lo importante, lo espectacular frente a lo sustantivo. Así, intentan incapacitar a la sociedad para ser consciente de las consecuencias del modelo de dominación y buscan instalar que su esfuerzo y toda construcción política será inútil para cambiar las cosas.

El dinero virtual se mueve a la velocidad de nanosegundos. Un poder galopante llegó para destruir todos los lazos, priorizar el deseo de lo efímero y anclar la subjetividad sólo en la inmediatez. Se desplaza toda posibilidad de construir lazos colectivos a partir de la historia común o la esperanza. Se intenta construir una apariencia de libertad centrada en la posibilidad de elegir los objetos de consumo, cuando en realidad, paradójicamente, estamos en presencia de la influencia ideológica y el control más desmedido que conozcamos.

El desafío es, en definitiva, delinear nuevos paradigmas de felicidad. Pier Paolo Pasolini6 pensaba el conflicto político –esto es, la búsqueda de la libertad– como una disputa entre diferentes ideas de felicidad. Y veía como imposible proponer otras finalidades dentro del actual marco de acumulación, para concluir en que “son necesarios otros vestires y otros andares, otra seriedad y otras sonrisas, otros comportamientos”. La disputa política expresa un desacuerdo ético entre diferentes ideas de la vida –de la “buena vida” según Pasolini, del “buen vivir” de los pueblos originarios–, ideas que se inscriben en los gestos y en los dispositivos más cotidianos. Ideas distintas de las de la eficiencia y el productivismo, en las que se cimenta el capitalismo. Sólo un nuevo imaginario, una nueva subjetividad, una nueva organización del deseo tendrán la fuerza para quebrar y superar la insatisfacción vigente, según la cual la riqueza se asocia con el vivir para trabajar, en lugar de trabajar para gozar de la vida.

Notas

1 Raimundi, Carlos (1995). “Sentir y hacer la política de una manera diferente”. Documento de circulación interna del Frente País Solidario (FREPASO).
2 Raimundi, Carlos (septiembre de 1984). “El sentido de las palabras”. En: Generación ’83, número 7, Buenos Aires.
3 Raimundi, Carlos (1980). “El genocidio cultural”. Publicación del Centro de Estudiantes de Derecho de la UNLP.
4 Bauman, Zygmunt (2005). Comunidad. Buenos Aires: Siglo XXI.
5 Bobbio, Norberto (1995). Derecha e izquierda. Barcelona: Grijalbo.
6 Véanse de este autor Cartas Luteranas (Madrid, Editorial Trotta, 2010) y Escritos corsarios (Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2009).

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