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Por Ivone Gebara / FEMINISMO Y CATOLICISMO / Hubo teólogas que percibieron tempranamente el vínculo entre la limitación de los derechos de las mujeres y una cultura religiosa católica de corte masculino, blanco y heterosexual. En los setenta se animaron a señalar que la injusticia social y eclesiástica también se arraigaba en la experiencia de la sexualidad, por lo que fueron acusadas de traicionar la causa única de la liberación de los...
FEMINISMO Y CATOLICISMO / Hubo teólogas que percibieron tempranamente el vínculo entre la limitación de los derechos de las mujeres y una cultura religiosa católica de corte masculino, blanco y heterosexual. En los setenta se animaron a señalar que la injusticia social y eclesiástica también se arraigaba en la experiencia de la sexualidad, por lo que fueron acusadas de traicionar la causa única de la liberación de los pobres. La alianza posterior con las luchas feministas de la región se tradujo en su expulsión de los lugares conquistados. Hoy son parte de una extensa red que reclama el derecho al aborto y se enfrenta a los inmensos poderes de la Iglesia.

Por Ivone Gebara
Filósofa y teóloga feminista brasileña. Enseñó en el Instituto de Teología de Recife e hizo formación alternativa para grupos populares en el nordeste del Brasil. Ministró cursos en diferentes Universidades internacionales y nacionales. Actualmente vive en São Paulo. Sigue dando charlas y asesorías para distintos grupos. Ha publicado numerosos libros y artículos sobre filosofía y teología feminista.

Fotos: Sebastián Miquel

Traducción del portugués: Mariana Caviglia

Escribir sobre la lucha feminista a partir del catolicismo implica para mí producir un texto con rasgos biográficos, aun cuando me esfuerce por abordar el tema como un “objeto” de estudio. Por eso, quisiera disculparme por este intento de objetividad que inevitablemente se mezcla con mi propia subjetividad interpretativa.

Creo que me encuentro en la lista de las primeras mujeres que, en el Brasil de la segunda mitad del siglo XX, percibieron la conexión existente entre una cultura religiosa católica de fundamento y corte masculino, blanco y heterosexual, y la limitación de los derechos de las mujeres. En mi caso, esta percepción fue el resultado de una variedad de factores, entre los que se destacan, sobre todo, la convivencia con mujeres de la periferia del nordeste de Brasil y la lectura de autoras norteamericanas y europeas.

A primera vista, la conexión entre religión y falta de derechos no es evidente, pues hablar de derechos humanos es hablar de derechos universales, es hablar de lugares “donde caben todos”, tal como afirmaban los teólogos de la liberación. Sin embargo, esa pretendida universalidad es, de cierta forma, artificial y a menudo oculta la difícil realidad contextual, concreta, cotidiana y contradictoria que atraviesa a las culturas e instituciones desde el pasado hasta el presente.

Nuestros conflictos se definen en relación con múltiples diferencias y, en particular, con la diferencia sexual o, más precisamente, las experiencias sociales y culturales de la sexualidad y de los géneros que rigen y se fortalecen, de manera privilegiada, en la Iglesia católica. Esto, porque el principio legitimador de la Iglesia y de la teología es Dios Padre, considerado el Ser bueno y perfectísimo a partir del cual toda la vida, incluyendo la teología, se organiza. Este Ser espiritual entrega parte de su poder a los hombres, causando una especie de ruptura entre estos y los otros seres vivos, ya que al entregarles a ellos parte de su poder de representación y mando los distingue, y hasta los separa, de los otros, y esta separación los torna superiores dándoles poderes de vida y de muerte.

Así, el Ser absoluto y bueno, que sólo quiere el bien de la humanidad, transfiere sus designios y la realización de su voluntad a la tutela de las autoridades masculinas de la Iglesia. Esa construcción simbólica, fundada en la teología cristiana clásica según la cual Dios tiene una voluntad soberana y está fuera del tiempo, aunque actuando en el tiempo, ha sido cuestionada en la contemporaneidad, inclusive por la teología feminista.



Ahora bien, en la perspectiva cristiana tradicional, el mundo no era inteligible por sí mismo para los seres humanos, sino que sólo a partir de un poderoso Ser que parecía conocer todo y a todos les era designado su papel en la Historia. Las teorías teológicas universalistas, en realidad, se organizaban a partir de visiones antropológicas limitadas y excluyentes. Mujeres, indígenas, negros, homosexuales, además de los pobres en términos económicos, comenzaron entonces a percibir los límites de estas teorías respecto de su pretensión de universalidad. Y esta percepción estaba fundada en la constatación de la exclusión o en la disminución de derechos y representatividad que experimentábamos, de diferentes maneras, en la sociedad y también en la Iglesia.

Fue especialmente a partir del siglo pasado que percibimos con claridad que la injusticia social y eclesiástica también residía y se arraigaba en la experiencia social de la sexualidad. Y esto implicó que fuéramos acusadas de minimizar las grandes y nobles reflexiones que se hacían en relación con la opción por los pobres, sus derechos inalienables y la construcción del Reino de Dios. Era como si nosotras, mujeres, quisiéramos acotar la universalidad de la liberación a las simples cotidianidades de nuestro sexo confirmando, una vez más, que queremos ser víctimas, o reduciendo la lucha de clases a una mera cuestión de diferencia sexual. Todavía más: sentíamos que nos acusaban de “imitadoras” de los enemigos, de los Imperios norteamericano y europeo que nos oprimían económica y culturalmente y nos imponían un feminismo que no tenía raíces en América Latina, y, al imponer esas ideas feministas espurias venidas de afuera, dividían nuestra lucha y se volvían ellos mismos victoriosos.

Nosotras, las mujeres que percibíamos el engaño en este tipo de análisis, padecimos mucho no sólo de los teólogos y compañeros, sino también de otras mujeres de buena voluntad que nos acusaban hasta de traicionar la causa única de la liberación de los pobres. La teología de la liberación de los años 1970 y 1980 no tenía oficialmente sexo, aunque fuera hecha por hombres, en su mayoría clérigos. Ellos hablaban en nombre de la Iglesia de Jesucristo, en nombre del Dios de los pobres, de aquel capaz de hacer justicia y tener compasión por todos. Todas y todos nosotros definíamos a Dios como el “Dios de los pobres”, y quien levantara alguna duda parecía que estaba levantándola en relación con el derecho de los pobres a una vida digna. En tanto, algunas de nosotras persistíamos en la obstinación fundada en nuestra percepción, aunque en ocasiones las dudas nos acecharan, sobre todo porque veíamos cuántos hombres habían perdido la vida en América Latina por sus creencias revolucionarias. Y nos decían “murió por su opción por los pobres”, “es un mártir”, “no podemos hacerlo de otra forma”, “precisamos estar unidas a los compañeros”, “necesitamos tener una postura contraria a los sistemas de opresión de los imperios económicos y de los totalitarismos políticos”.

Incluso con esta mezcla de culpa y deseo de afirmación libertaria feminista, conseguimos seguir adelante y nos reunimos entre teólogas por primera vez en 1980, en Buenos Aires. Fue un encuentro de pocas, pero en el que pudimos decir lo que sentíamos y pensábamos en cuanto a nuestras diferentes formas de ver la vida y a lo que precisábamos para avanzar. Se trató de un primer paso al que le siguieron otros todavía más osados cuando pudimos encontrarnos efectivamente con grupos feministas regionales.

Sin duda, fueron estas mujeres feministas las que nos interpelaron de forma contundente y nos abrieron la mente y los corazones para enfrentarnos al problema de la violencia sexual contra las mujeres, de la violencia doméstica, de la violencia cultural, del aborto, de los anticonceptivos, de las cuestiones de natalidad. No es que no supiéramos de todas esas cosas. Ocurría que, simplemente, no hacíamos las conexiones necesarias con las posturas teológicas y con el papel político de las Iglesias cristianas y, en particular, de la Iglesia católica romana. No nos dábamos cuenta de manera crítica de las alianzas entre los poderes y de su interdependencia. Tampoco teníamos claridad crítica sobre el discurso teológico masculino, porque hasta habíamos naturalizado ingenuamente la teología como asexual, aun cuando la hicieran los hombres.

La teología de la liberación de los años 1970 y 1980 no tenía oficialmente sexo, aunque fuera hecha por hombres, en su mayoría clérigos. Todas y todos nosotros definíamos a Dios como el “Dios de los pobres”, y quien levantara alguna duda parecía que estaba levantándola en relación con el derecho de los pobres a una vida digna.
Comenzamos entonces a percibir nuestras contradicciones, y poco a poco nuestra acción en muchos movimientos sociales fue mostrando la diferencia en relación con las posiciones oficiales de la Iglesia y también de la teología de la liberación. Fuimos tornándonos “insoportables” y empezamos a ser expulsadas de los lugares que habíamos conquistado, sobre todo en las Facultades de Teología. De nada valieron nuestras maestrías y doctorados, algunos incluso hechos en el exterior. No era sólo el feminismo que no se adaptaba a la teología católica, sino que el pensamiento teológico que producíamos parecía enfrentar a la vieja tradición teológica masculina con reflexiones consideradas inadmisibles.

Ser teóloga feminista en una institución universitaria católica se transformó en algo impensable, y hasta cierto punto continúa siéndolo. Porque muchas de nosotras, al aliarnos a las luchas feministas, modificamos la interpretación de la estructura mítica y política de los dogmas católicos así como la moral católica en relación con la sexualidad femenina. Decir esto no es algo sencillo, pues requeriría de explicaciones mucho más amplias y situadas en los diferentes contextos. De manera muy resumida podemos señalar aquí que solemos afirmar Dios nomás como “ser en sí”, espíritu perfectísimo con cara masculina y de representación principalmente masculina. Pero como la “trascendencia” explicitada a través del bien común a nuestro alcance, o sea, Dios, el divino, el misterio insondable que cruza y entrecruza todas las vidas puede ser experimentado de manera particular a través de relaciones éticas inspiradas por los Evangelios. Relaciones éticas a partir de las relaciones cotidianas y no meramente como principios abstractos que defienden ideales y culpabilizan cuerpos a partir de esos mismos ideales. Y es en ese nivel que encontramos los dolores de las mujeres, y su exclusión social y religiosa de los derechos básicos.

No se trataba de enfatizar la victimización de las mujeres ni tampoco de afirmarnos a través de nuevos absolutos, sino fundamentalmente de repensar la teología de forma que permitiera nuevas visiones del ser humano, siempre marcado por la complejidad y diversidad de expresiones, lo que suponía un proceso de reorganización de las estructuras de la Iglesia y de los contenidos transmitidos. Y tal postura incluía el enfrentamiento con poderes nacionales e internacionales inmensos, sobre todo en relación con el pedido de descriminalización y legalización del aborto planteado a los Estados y criticado por las Iglesias.

La anterior ha sido, en efecto, la lucha de la red internacional de Católicas por el Derecho a Decidir, consciente de la adhesión y sumisión de una gran mayoría de mujeres pobres y de clase media a la Iglesia católica. Esta red intenta, a través de seminarios, cursos y publicaciones, expresar otra manera de comprender el papel de las religiones en la sociedad y su influencia política y emocional en la vida de muchas mujeres. Además, busca guiarse por una ética y teología feminista más inclusiva de las personas abandonadas al margen de las instituciones, y reafirma la necesidad de un Estado laico para evitar la interferencia de las religiones en las decisiones relativas al bien común. Mientras tanto, esta organización también es desacreditada por la Iglesia católica, ya que no representa la postura oficial de la institución en relación con la moral sexual y las costumbres. Sobrevive apoyada por muchos grupos nacionales e internacionales que perciben la compleja problemática en que vive la mayoría de las mujeres que adhieren al catolicismo.

Para concluir este breve relato, creo que es importante subrayar en qué medida el cristianismo, especialmente en su forma católica romana, es parte constitutiva de la formación cultural de nuestro continente. En este sentido, el feminismo, como movimiento social y crítico, no puede estar ajeno a los conflictos generados por el anacronismo y la absolutización de muchos contenidos teológicos. Sumergirse en ese conflicto de interpretaciones religiosas es un desafío que exige el conocimiento de la historia del pasado cristiano y una nueva antropología de las religiones susceptible de ser enseñada en las diferentes instituciones educativas. Una nueva antropología que ponga de relieve la interdependencia entre nosotros y nuestra responsabilidad colectiva de hacer de nuestro planeta un mejor lugar para todos sus habitantes. Es a través de ese camino indirecto y lento que las transformaciones podrán tal vez ocurrir, pues las nuevas generaciones tendrán la posibilidad de enfrentarse a una forma diferente de comprender a los seres humanos, conectados e interdependientes de todos los seres vivos. Esta postura crítica ya se delinea en el horizonte de muchos grupos en distintas partes de nuestro planeta. Precisa ser profundizada, ampliada y, sobre todo, ser coherente con la realidad humana concreta, siempre conflictiva y desafiante.

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