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La política de la antipolítica

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Por E. Mocca / EL ORDEN NEOLIBERAL Y LA FUSIÓN DE LOS PROPIETARIOS DE LOS RECURSOS DE PODER / El poder económico, el político y el ideológico alcanzan en el neoliberalismo un alto grado de concentración. La política es absorbida por el poder del dinero, y los medios de comunicación reproducen ese dominio oligárquico trocando la promesa de igualdad por la amenaza de la crisis, el desempleo y la violencia.

EL ORDEN NEOLIBERAL Y LA FUSIÓN DE LOS PROPIETARIOS DE LOS RECURSOS DE PODER / El poder económico, el político y el ideológico alcanzan en el neoliberalismo un alto grado de concentración. La política es absorbida por el poder del dinero, y los medios de comunicación reproducen ese dominio oligárquico trocando la promesa de igualdad por la amenaza de la crisis, el desempleo y la violencia. En su relato, la injusticia es natural, lo colectivo es un disfraz del autoritarismo estatal y el capital individual, el único seguro de ascenso social.

Por Edgardo Mocca
Politólogo y periodista

Fotos: Sebastián Miquel

En nuestra época, la concentración de la riqueza es la mayor que conoce la historia humana. Desde una óptica economicista se podría decir que esta observación inicial es una obviedad, porque la concentración de la riqueza es un resultado permanente del capitalismo y, por lo tanto, cada época tendría que superar a la anterior en esa materia. Sin embargo, cuando hablamos de “nuestra época” nos referimos a un período histórico relativamente breve: el que va desde la crisis económica mundial de los años setenta del siglo pasado a nuestros días, una época de brutal acumulación de recursos en una parte ínfima de la población mundial. En esos años se produce una autorrevolución capitalista; de la crisis emerge una nueva configuración social: el capital le gana una batalla fundamental a escala mundial al trabajo. El deslizamiento a saltos de una economía industrial a una economía financiera-informacional y de servicios produce el doble efecto de construir una nueva élite capitalista –acaso la primera que merezca llamarse “global”– y de debilitar material e idealmente al gran sujeto social del siglo XX, la clase obrera. El reemplazo del obrero de la planta fabril, concentrado en ella junto a cientos de personas de su misma condición, por el trabajador flexible y físicamente disperso característico de la producción desterritorializada, de la economía de las redes y los circuitos financieros es un brusco cambio de escena. No es sólo una práctica laboral la que se transforma, sino todo un mundo cultural y organizativo. Toda la ideología neoliberal tiene esa transformación en su núcleo central. El tan celebrado “fin de la clase obrera” es el santo y seña del paso a una nueva etapa del capitalismo signada por el ascenso en flecha de las desigualdades.

¿Es la élite capitalista una élite exclusivamente económica? Ciertamente lo es, porque la fuente central de su poder es la posesión del dinero. Esa es su especificidad. Sin embargo, los tiempos de la revolución mundial neoliberal son tiempos de transformación política global, y también de mutación ideológica y moral. Y el centro de esa transformación está en la política. A tal punto, que el neoliberalismo construye un mapa diferente del mundo. Un mapa en el que los puntos de referencia del anterior, los Estados nacionales, han perdido centralidad en la percepción del mundo. Con la progresiva utilización de la revolución cibernética, el capital se mueve instantáneamente a través del mundo. Las oscilaciones que caracterizan ese movimiento son más importantes que las fronteras estatales, y paulatinamente (aunque no sin saltos caóticos) van horadando las sedes de la soberanía política y las van subordinando a un poder de facto extranacional. Se rompe el pacto político que dio lugar a lo que se denominó los “treinta años gloriosos”, esto es, los que van desde el final de la Segunda Guerra hasta la mencionada crisis de los años setenta. Estados nacionales fuertes, burguesías industriales y una clase obrera altamente organizada establecen un armisticio: en el occidente capitalista, y especialmente en Europa, el pacto tenía el fuerte aliciente de la competencia que planteaba el campo de la Unión Soviética y sus aliados en el terreno del nivel de vida de los trabajadores. En la transacción, los trabajadores se comprometían a reconocer la legitimidad del capital a cambio de un conjunto de regulaciones y de seguridades sobre su salud, su educación y su calidad de vida en general. El pacto no sobreviviría en un mundo en el que el Estado ya no estaba en condiciones de determinar de modo autónomo sus políticas. Las causas de este impedimento son muy visibles: la extraordinaria capacidad y velocidad del capital para moverse por el mundo inhibe a los Estados nacionales de cualquier iniciativa dirigida a ejercer regulación alguna sobre ese movimiento. Cualquier restricción que la interesada mirada de la élite económica mundial considerara exagerada motivaría el desplazamiento de capital a otra comarca del mundo global. Las crisis económicas nacionales y regionales de fin del siglo anterior y comienzos del actual (desde México hasta el Asia, desde Rusia a Brasil y Argentina) son el documento probatorio de la capacidad destructiva de esos movimientos del capital.



Una mirada clásica sobre la teoría de las élites tiende a concebirlas en términos pluralistas. Norberto Bobbio sostiene que las tres principales élites son la económica, la política y la ideológica, es decir, las que alcanzan un poder dominante en cuanto al dinero, las decisiones obligatorias para todos y la formación cultural de un país determinado. El ideal pluralista que defiende el pensador turinés presupone el de un Estado en el que los tres poderes sean ejercidos por élites diferentes. Tal condición no se consigue nunca en plenitud porque entre los recursos del poder siempre existen vasos comunicantes y mutuas interacciones. Pero, si comparamos los tiempos de las democracias características de la sociedad estatal e industrial de la posguerra con los de la globalización capitalista, las diferencias son muy marcadas en este punto. Es muy evidente la tendencia histórica a una cada vez mayor fusión entre los dueños de los diferentes recursos de poder. Veamos el caso de Europa. Todo el mundo reconoce la existencia de una creciente crisis de representación política que afecta a todo el sistema y, de manera muy especial, a la clásica izquierda socialdemócrata. El sistema de partidos políticos europeos habilita la alternancia en el gobierno, pero vacía al Gobierno de conducción real de los asuntos políticos comunes: ganen los conservadores o los socialdemócratas, las decisiones seguirá tomándolas la tecnoburocracia europea en común con el Fondo Monetario Internacional. No es nada casual, en este contexto, el crecimiento de fuerzas políticas por fuera del sistema establecido, desde expresiones populares como Syriza en Grecia y Podemos en España hasta partidos y movimientos de derecha xenófobos que han pasado a ser fuerzas muy influyentes en varios países y en el caso de Francia amenazan con convertirse en Gobierno nacional.

El neoliberalismo es la negación de conflictos de naturaleza orgánica, la reducción del gobierno a su dimensión técnica y la interpretación de los antagonismos como malentendidos que se solucionan con diálogos.

El debilitamiento de las democracias no es otra cosa que el nombre de la absorción de la política por el poder del dinero, la plutocracia. Claro que esa conquista merece ser explicada, porque estamos hablando de sociedades en las que el pueblo elige a sus Gobiernos y a sus Congresos. Y nada, en principio, obliga a los ciudadanos a votar por la reproducción de ese dominio oligárquico sobre las cosas comunes. El avance de ese dominio oligárquico sobre el poder político demanda una operación de legitimación. Es decir, estamos en el terreno ideológico de la cuestión: cuál es el relato que provee esa legitimidad. En la época del Estado social, la legitimidad estaba asociada a una promesa, la que decía que si el contrato se respetaba, la propiedad privada no sufriría amenazas y la condición de los trabajadores tendería a la mejora. El Estado asumía el lugar del garante y del árbitro, el que nunca alcanzaría en plenitud considerando las múltiples asimetrías que se mantenían, pero que era un mito necesario para que el pacto funcionara. Esa promesa ha desaparecido de la escena. El nuevo orden neoliberal no cuenta con actores colectivos ni con voluntades colectivas: el pacto, en este caso, vincula individuos que quieren ser libres, que no quieren estar sujetos por compromisos sociales que suelen ser disfraces del monstruo estatal para disimular su sed de poder autoritario. No hay promesa salvo la de la libertad, que será en la práctica la libertad de mercado custodiada por las fuerzas del orden. El lugar que ocupaba la promesa de mejoramiento e igualdad lo reemplaza la amenaza. La amenaza del desempleo, de la crisis, de la violencia, de los extranjeros, del autoritarismo estatal; en una palabra, de la imposibilidad de desarrollar un mínimo proyecto de vida. La consigna central es la competencia, el capital social de los individuos como único garante del “ascenso social”, valor principal a escala global. La gigantesca maquinaria de los medios de comunicación masiva pasa a cumplir un rol principal en la reproducción ideológica y cultural del orden neoliberal.

Las élites económicas, políticas e ideológicas alcanzan así un alto grado de fusión. La política del neoliberalismo es la de la no política o la antipolítica. Es la negación de conflictos de naturaleza orgánica, la reducción del gobierno a su dimensión técnica y la interpretación de los antagonismos como malentendidos que se solucionan con diálogos. Por supuesto que el orden neoliberal tiene una frontera, una zona de exclusión que es la de aquellos que insistan en poner en entredichos sus pilares ideológico-políticos. El gran proveedor de fundamento para esa exclusión es el fracaso histórico de las experiencias socialistas, su deriva en regímenes burocrático-autoritarios, su pérdida de atractivo histórico y su derrumbe final. El mensaje es: todos sabemos la injusticia constitutiva de las sociedades en las que vivimos, pero ese es el precio que hay que pagar para no correr el riesgo de padecer una nueva experiencia totalitaria.

Los procesos políticos que vive nuestra región son escaramuzas de una nueva etapa mundial que se abrió entre dos siglos. Es la etapa de la crisis general de un modelo de dominación.

Si seguimos el rastro de la actual contraofensiva conservadora contra los procesos populares de la última década en nuestra región, vamos a encontrar sistemáticamente ese hilo conductor, la apelación a la cordura, a la normalidad, a terminar con un experimento que sólo conduce a males mayores. Los procesos políticos que vive nuestra región son escaramuzas de una nueva etapa mundial que se abrió entre dos siglos. Es la etapa de la crisis general de un modelo de dominación. En su propio lenguaje, el papa Francisco viene hablando de modo casi obsesivo de una “crisis civilizatoria” y denunciando que entre la concentración inaudita de la riqueza, las guerras de exterminio generalizadas y la destrucción del hábitat planetario no hay una coexistencia casual sino un vínculo orgánico, que él designa como la idolatría del dios dinero. Con el lenguaje propio se dice, aquí, que la gran tarea de la política es su emancipación del poder del dinero.

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