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Editorial - Número 7

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En el número anterior de maíz, decíamos que la potencia democrática de los proyectos nacionales y populares que supo parir nuestra región se hallaba amenazada por los intentos restauracionistas de unas élites que no articulan más demandas que las del sistema financiero internacional, los medios oligopólicos de comunicación y el Poder Judicial.

También que, en Argentina, el cambio de Gobierno no apuntaba a otra cosa que a eliminar la política redistributiva desplegada durante doce años y a restaurar las ideas e intereses de las minorías que históricamente obstaculizaron la posibilidad de un proyecto político emancipador, por los medios que fuere: desde el terrorismo de Estado hasta los grupos de tareas de hoy, esos que Cristina Fernández de Kirchner definió como un trípode de denuncia mediática, clivaje político y sectores del Poder Judicial articulando todo.

Desde entonces, hemos asistido a la feroz y cotidiana embestida de una corporación judicial tan acostumbrada a jugar un rol siniestro en la custodia de los privilegios como sus principales aliados, los medios concentrados, contra las expresiones más significativas de ese proyecto que tuvo la capacidad de articular demandas y manifestaciones de poder popular como camino indiscutido para la libertad y una justicia otra: la justicia social.

Lo vemos en la persecución permanente a nuestra ex presidenta a través del armado de causas penales que huelen poco a delito y mucho a venganza; venganza por haber generado la transformación de un orden favorable a los pocos de siempre con políticas que produjeron crecimiento económico con inclusión social y una profunda expansión de derechos individuales y colectivos, pero además por haber propuesto la democratización de un Poder Judicial carente de todo vínculo con la soberanía popular, sin la cual no hay posibilidad de distribuir riqueza para construir una nación socialmente justa. También, en el sistemático ataque a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, sin las cuales es imposible vivir en un país más justo, porque no hay condiciones de posibilidad para ello si se perpetúa la impunidad de los criminales (militares y civiles) que perpetraron el genocidio para imponer, precisamente, un orden social injusto. Y, finalmente, en la violenta ofensiva contra la militancia popular que luchó para hacer efectivas esas políticas y hoy resiste la arremetida judicial que busca pulverizar los derechos y las autonomías conquistados.

No es necesaria más que una imagen para resumir los intereses políticos (los intereses, porque las convicciones son otra cosa) y la postura ideológica de ese sector del Poder Judicial que, curiosamente, se dice independiente e imparcial: mientras mantiene privada ilegal e ilegítimamente de su libertad (es decir, secuestrada) a Milagro Sala, una militante social que supo sacar de la marginación y la exclusión al pueblo indígena y a los más vulnerables en el norte de nuestro país, no sólo avanza sobre nuestras Madres con el intento de detención de Hebe de Bonafini, sino que persigue y presiona a los jueces y fiscales que se pusieron al hombro el juzgamiento de los crímenes contra nuestros 30.000 compañeros, al tiempo que otorga privilegios a los responsables materiales y civiles del exterminio, desde los que gozan los apropiadores de Papel Prensa o los dueños y directivos de La Nueva Provincia, hasta el beneficio de la prisión domiciliaria concedido a más de cincuenta represores.

Carlos Rozanski es uno de esos jueces contra los que la emprenden los integrantes del Poder Judicial que aspiran a la impunidad. Un juez de esos que no se anotan en el bando de los opresores ni de los neutrales y asumen con convicción su posicionamiento político y su profundo compromiso con las verdades y las injusticias del tiempo que habitamos. En ese camino, condenó a cadena perpetua a Miguel Etchecolatz y Christian Von Wernich, y fue el primero en dictar una sentencia considerando que los crímenes de lesa humanidad que tuvieron lugar durante la dictadura cívico-militar se cometieron en el marco de un genocidio planificado. En los últimos meses, sufrió la más nefasta persecución por parte del Consejo de la Magistratura (fomentada además por los medios) y el intento de destitución orquestado por sus miembros (esos que, sin representar la voluntad popular, pueden, paradójicamente, imponer sanciones disciplinarias y llevar a juicio político a jueces que sí lo hacen), a los cuales denunció antes de presentar su renuncia a fines de octubre.

En este número de maíz decidimos abrazarlo y hacer nuestras sus palabras, alcanzando a través de estas, también, a todos los trabajadores y trabajadoras judiciales que, como él, creen que vivir quiere decir tomar partido y que cada día hacen su tarea para que la Justicia sea, no un aparato punitivo al servicio de la minoría, sino la herramienta para defender, expandir y hacer efectivos nuestros derechos en democracia.


Momentos

Por Carlos Rozanski

Con motivo de la aceptación de mi renuncia al cargo de juez de Cámara Federal por parte del Sr. Presidente de la Nación, se imponen algunas breves líneas a modo de cierre de una etapa personal y profesional.

A lo largo de veinticinco años –diez en San Carlos de Bariloche y quince en La Plata– ejercí la magistratura como juez de Cámara por concurso. Durante ese cuarto de siglo, jamás sentí presión alguna de parte del Estado provincial o nacional, debiendo tenerse en cuenta que diversos Gobiernos con distintas orientaciones políticas han regido esos años los destinos del país.

Las presiones, amenazas y agresiones, tanto personales y familiares como sufridas por colaboradores, han provenido siempre de los mismos sectores violentos que llevaron adelante el proyecto económico de la dictadura y que en los años setenta utilizaron el terrorismo de Estado para imponer dicho designio. Con ese objetivo necesitaron disciplinar a la sociedad, para lo cual, como quedó probado en la Justicia, secuestraron, torturaron, robaron identidades de niños, se apropiaron de empresas millonarias, asesinaron y desaparecieron a decenas de miles de personas en una orgía de sangre que no tiene otro nombre que genocidio.

Luego de veinte años de impunidad, una luz encendida desde el propio Estado empezó a iluminar el camino de la reparación y, por primera vez en el mundo, tribunales del propio país en el que se cometió el genocidio comenzaron a juzgar y condenar a los responsables materiales. En una progresión incontenible, se llegó a trascender a los asesinos y torturadores de mano propia y se avanzó sobre los cómplices civiles. Ese avance, que avizoraba la suerte de diversos sectores responsables desde el inicio del proceso asesino, encendió una alerta mucho más fuerte que el juzgamiento de miembros de fuerzas de seguridad. Los procesos sociales de justicia real respecto de crímenes de masas no se detienen en los ejecutores, sino que llevan naturalmente a investigar y eventualmente a castigar a sus verdaderos jefes: economistas, abogados, sacerdotes, jueces y empresarios, sin los que jamás se podría haber llevado a cabo el proceso genocida. Claro está que los sectores mencionados no incluyen a aquellos sacerdotes, políticos, empresarios y jueces que se opusieron horrorizados a la barbarie asesina de ese proceso. Por supuesto, tampoco a quienes, integrando cualquier categoría social de las mencionadas, se enfrentaron a los mercaderes de la muerte y corrieron la misma suerte que los miles de obreros, estudiantes, docentes y dirigentes que pagaron con su vida o el exilio el enfrentar con dignidad la violencia de los tiranos.

Hoy, con dolor, debo hacer público que, por primera vez en más de tres décadas de vigencia institucional, se percibe que el Estado avanza sobre jueces y fiscales de la nación.

Valiéndose de los mismos medios de comunicación que llevan a cabo sus operaciones en papel manchado de sangre, anuncian a través de algunos periodistas, en no menos ensangrentados canales de televisión, la suerte de los magistrados seleccionados. Luego, sin que la verdad tenga importancia alguna, con burdas mentiras y difamaciones bizarras, se ponen en marcha los mecanismos legales para llegar –con métodos ilegales– a los fines propuestos. Todo ello, a fin de evitar que el proceso actual continúe mostrando a la sociedad las complicidades civiles que exceden a los uniformados y exponga legal, ética y materialmente a quienes gozaron durante décadas no sólo de la impunidad que la tradición les garantizó, sino, además, de las inmensas fortunas obtenidas tanto con el proyecto económico que sostuvieron como con la rapiña de las empresas y bienes de los que se apropiaron bajo tortura, las cuales les permitieron disponer de los ríos de papel en los que volcaron y vuelcan hoy sus operaciones de prensa.

Se podrán deshacer de algunos jueces y fiscales, pero jamás podrán manchar treinta y tres años de democracia, de desenmascaramiento de asesinos y cómplices, de repudio al terrorismo de Estado, y del irreversible camino hacia la verdad, la justicia y la memoria que la inmensa mayoría del pueblo argentino decidió transitar.



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