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Historias de Madres

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HOMENAJES (Por Ulises Gorini) / A cuarenta años del nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo, Ulises Gorini se propuso plasmar en un libro una serie de relatos que emergieron de las entrevistas que mantuvo con las integrantes de este movimiento durante la investigación de la que resultaron La rebelión de las Madres y La otra lucha. Se trata de relatos autobiográficos que también constituyen el recorrido que las llevó a convertirse en sujetos políticos decisivos de nuestra historia...
HOMENAJES / A cuarenta años del nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo, Ulises Gorini se propuso plasmar en un libro una serie de relatos que emergieron de las entrevistas que mantuvo con las integrantes de este movimiento durante la investigación de la que resultaron La rebelión de las Madres y La otra lucha. Se trata de relatos autobiográficos que también constituyen el recorrido que las llevó a convertirse en sujetos políticos decisivos de nuestra historia. Aquí, tres de esas narraciones escogidas por el autor que nos permiten comprender a las Madres mucho más que cualquier análisis.

Por Ulises Gorini
Escritor, abogado y periodista. Autor de La otra lucha. Historia de las Madres de Plaza de Mayo (2008) y La rebelión de las Madres (2006).

Fotos: Sebastián Miquel

Durante la investigación sobre las Madres de Plaza de Mayo, que luego me serviría para escribir La rebelión de las Madres (2006) y La otra lucha (2008), entrevisté a numerosas integrantes de este movimiento que, generosamente, me abrieron sus casas, sus archivos y sus corazones, y me ayudaron a reconstruir la dramática, heroica y maravillosa historia de estas mujeres.

En esas entrevistas –más de un centenar–, al tiempo que iban apareciendo las líneas que dibujaban el recorrido colectivo que las llevó a convertirse en uno de los sujetos políticos decisivos de nuestro pasado inmediato y de nuestro presente, surgieron relatos que, aunque eran parte del camino que tuvieron que recorrer, no siempre cabían en aquella narración más general. Eran relatos sobre circunstancias y episodios, frecuentemente de carácter autobiográfico, que por su intensidad quedaron grabados para siempre en mi memoria.

La narración no es, en principio, literatura. Es un recurso expresivo de todo ser humano, que no todos desarrollamos por igual. Pero diría que las Madres, incluso aquellas que aparecen como las más calladas o introvertidas, son narradoras extraordinarias. Quizás porque sus historias tienen la misma fuerza que las llevó un día a la Plaza y que todavía las mantiene allí.

A cuarenta años del surgimiento de las Madres, me propuse plasmar esas infinitas narraciones en una serie de relatos, como homenaje a ellas y como obligación para quienes no tuvieron la oportunidad de escucharlas. Estoy seguro de que, de un modo distinto, quizá complementario en relación con la historia más general, o, si se quiere, la historia en un sentido disciplinar, estos relatos pueden servir para comprender a estas mujeres más que muchos análisis.

De ese conjunto de textos que integran el libro próximo a publicarse, Historias de Madres, con prólogo de Dora Barrancos, escojo tres, un poco arbitrariamente porque no es sencillo decidirse.



El primero se basa en un testimonio de una de las líderes históricas del movimiento, integrante de la comisión directiva de la Asociación hasta su muerte a los 101 años: Juana Meller de Pargament, Juanita. Ella me contó muchas veces esta historia y creo que, prácticamente, me limito a transcribir sus palabras. La titulé “La madre del policía”. Me parece muy revelador tanto de la idea de “madre” y de maternidad –que inspiró la estrategia de este movimiento desde sus orígenes–, como, al mismo tiempo, del desconcierto de la dictadura frente a la emergencia de estas mujeres que, a despecho del terror y el silenciamiento, trastocó sus planes.

El segundo relato elegido es “La información”. Podría haberse titulado “La infamia”, pero preferí ser más aséptico y pensé en algo más neutral. No quise hacer explícito ningún juicio de valor. La contundencia de los hechos me pareció suficiente.

Finalmente, “Amigas” relata la amistad entre dos mujeres, que había surgido a partir de la maternidad y que se rompe con la desaparición del hijo de una de ellas.
Así, el lector tendrá la posibilidad de acercarse a algunos de los infinitos momentos de dolor, de lucha y, paradójicamente, de felicidad que hicieron a las Madres y que muchas veces se escapan en los intersticios de la historia.


La madre del policía
(1977)

–Apellido.
–Pargament.
–¿Usted no es Meller de Pargament?
–Meller es mi apellido de soltera.
–Entonces es Meller de Pargament. ¿Por qué se hace llamar solamente Pargament?
–Ya le dije: porque es el apellido de mi marido. Y así me identifican con mi hijo.
–¿Nombre?
–¿Usted no lo sabe?
–Esto es una declaración, señora. Me lo tiene que decir usted.
–Juana.
–Edad.
–63
–¿Estado civil?
–¿Y a usted qué le parece?
–Estado civil…
–Casada.
–¿Ocupación?
–Jubilada.
–¿Puede explicarme qué hacía hoy en la Plaza de Mayo a las tres y media de la tarde?
–Buscar a mi hijo.
–Señora, a su hijo no lo va a encontrar en la plaza.
–¿Por qué no? ¿Usted sabe dónde está?
–Usted estaba con otras mujeres haciendo una manifestación. Y eso está prohibido.
–No, no. Yo estaba buscando a mi hijo. Y sí, también había otras mujeres buscando a sus hijos.
–Haciendo una manifestación…
–Parece una manifestación porque cada vez somos más. Todas buscamos a nuestros hijos.
–Está prohibido. ¿Lo sabe?
–Se equivoca. Nadie en su sano juicio puede prohibir a una madre que busque a su hijo.
–Está prohibida cualquier reunión en la vía pública de más de tres personas.
–Ah, pero no estábamos reunidas. Nosotras no hacemos reuniones. Sólo buscamos a nuestros hijos.
–¿Es consciente de que más de tres personas reunidas en la vía pública constituye una violación a la ley?
–Si usted lo dice…
–Usted fue detenida y está aquí por haber violado una disposición derivada del Estado de sitio.
–Ah, no, no. Yo no violé nada.
–Sí, señora.
–Es su palabra contra la mía.
–No, señora. Es la ley.
–¿Qué ley puede prohibir a una madre buscar a su hijo?
–Eran más de cien mujeres. Aquí están detenidas por lo menos veinte.
–Mis compañeras.
–¿No tiene nada para decir?
–Pregunte.
–¿Quién las convoca?
–Nadie.
–¿Es una coincidencia que estén todas esas mujeres, entre ellas usted misma, todos los jueves, a la misma hora y en el mismo lugar?
–Debe ser.
–¿Usted se cree que somos tontos? Dígame ya: ¿quién las convoca? No se va a ir de acá hasta que hable.
–No es que no se lo quiera decir. Pero no nos convoca nadie.
–Veo que no entiende. Que no quiere entender. Lo que hace con sus compañeras es muy grave y tiene consecuencias.
–Ojalá.
–Si se burla, la mando ya a la celda, con sus compañeras, como usted las llama. ¿De dónde se conocen?
–De aquí, de la plaza.
–Y nadie las convoca.
–Ay, qué cabezadura. No, nadie.
–Parece que no entiende su situación.
–No se ofenda, pero el que no entiende me parece que es usted. Y eso que le explico.
–Usted miente. Detrás de ustedes están los terroristas. Ellos les dan las instrucciones. Ellos les dicen que vengan aquí a pesar del Estado de sitio... Y a ellos ni les importa que ustedes sean detenidas y encarceladas.
–No, no. No entiende.
–¿Qué tengo que entender? ¿Que nadie las citó? ¿Que nadie les dijo que vayan a la plaza?
–Mire, jovencito, a ver si me entiende: si usted hoy desaparece, como mi hijo…
–¡No me compare con su hijo!
–Bueno, no lo comparo. Pero escuche. Si usted hoy desaparece, esté seguro que mañana, sin que nadie la convoque, su madre está con nosotras en la plaza.


La información
(1979)

I


–Le aclaro algo –dijo el hombre mirándola fijo a los ojos–: la escucho sólo porque me lo pidió Rosita.
Elena le sostuvo la mirada, pero no habló.
–Yo no estoy de acuerdo con los métodos que se están aplicando, pero me arriesgo mucho encontrándome con usted. Pongo en juego mi vida.
–Ya sé –dijo Elena tímidamente.
–Rosita es como una hermana para mí.
–Me dijo que se conocen desde la escuela…
–Sí –dijo el hombre, y sonrió.
–Yo no quiero comprometerlo. Sólo quiero información.
–¿Y qué va a hacer después?
–¿Después?
–Usted no puede usar esa información. No le va a servir de nada.
–Yo no voy a hacer nada con lo que me diga. Sólo quiero saber si está vivo, si lo mataron.
–Voy a necesitar dinero.
–Está bien.
–Pero Rosita no se tiene que enterar de esto. Nadie se tiene que enterar. Estos tipos están dispuestos a deshacerse de cualquiera, sea subversivo o no. Incluso de mí, no importa que yo sea militar. Es un orden muy estricto.
–Usted dígame cuánto, nada más. No se va a enterar nadie. Lo único que me importa es saber algo de él. Se lo juro.
–Tengo que ver. Tampoco estoy seguro de que pueda hacer nada. Todo se hace muy en secreto. La llamo yo, en una semana o dos. Vaya preparando algo de dinero.
–¿Cuánto?
–No sé cuánto me van a pedir. No sé, por ahora dos mil.
–¿Tanto? –dijo ella–. No, no dije nada. Está bien. Entiendo.
–La llamo, entonces.

II

–¿Pudo averiguar algo?
–Por teléfono no –dijo él–. La veo en el mismo bar que la primera vez. ¿Se acuerda?
–Sí, claro…
–¿Qué pasa?
–No, nada.
–¿Consiguió el dinero?
–En unos días tengo todo.
–¿Cuántos días?
–La semana que viene, creo.
–Entonces nos vemos cuando tenga todo.
–No, no, por favor. Dígame algo. Por lo menos si está vivo…
–La llamo el martes… Sí, está vivo.

III

–No me lo dé acá. Antes de irse, entre al baño de hombres, y lo deja en el primer compartimento.
–Está bien.
–Bueno, mire, lo único que sé es que está vivo. Pero su situación es muy jodida, porque su pibe estaba metido en el ERP. Hizo cosas gruesas. No sé si zafa.
–Pero ¿cómo? Eso no es cierto. Él no estaba en el ERP. Él siempre los criticaba…
–Yo de eso no entiendo mucho. Yo sólo le digo lo que me dijeron.
–Pero no es cierto. Debe haber alguna forma de decirles que están equivocados. Yo me acuerdo muy bien, cuando ese grupo atentó contra un cuartel, él me dijo que estaban totalmente equivocados.
–Señora, en eso yo no me puedo meter. Es más, si se pone así, me hace dudar…
–No, no. Por favor, discúlpeme. Usted tiene razón…
–Si va a dudar de mi palabra, esto no tiene sentido.
–No, no. Disculpe. Yo quería decir…
–Mire, equivocado o no, las cosas están así. Y lo único que hago es decirle lo que me dicen. ¡Pero si me va a tratar así!
–Usted tiene razón.
–Está bien.
–Yo estoy tan, tan… no sé cómo decirle, alterada. Esto a una la enloquece.
–Bueno, me tengo que ir. Por ahora es todo lo que sé.
–Pero, ¿hay alguna forma...?
–¿Alguna forma de qué?
–Quiero decir, ¿puedo seguir contando con usted para seguir teniendo información?
–No es seguro. Además, yo corro muchos riesgos. Ya le dije.
–Pero yo puedo conseguir más dinero.
–¿Usted está segura de que Rosita no sabe nada de nuestras conversaciones?
–Sólo le dije que usted me estaba ayudando mucho, que yo estaba más tranquila con lo que me había dicho.
–¿Pero no le dije que no tiene que decirle nada?

IV

–Veámonos en el bar de siempre.
–¿Le parece? ¿No sería mejor cambiar?
–De eso me ocupo yo. No me haga perder tiempo.
–Disculpe.
–Está bien. ¿Te puedo tutear, no?
–Sí, claro.
–¿Vos podés traer algo de dinero?
–No sé, tendría que hablar con mi marido. ¿Tiene alguna novedad?

V

–¿Y a tu marido qué le decís?
–A él le tengo que decir la verdad. No tengo otra forma.
–¿Y de dónde saca la guita tu marido?
–Del negocio, aunque ahora no nos va tan bien. Desde que desapareció Alberto, él anda mal y no atiende las cosas como tendría que hacer. Además, también se ocupa mucho de mí. Yo al principio estaba tan mal…
–Hace bien en cuidarte. Vos sos muy linda.

VI

–A ver... Todavía sigue vivo. Eso es lo que importa. Parece que el pibe es muy fuerte porque, aunque le dieron con todo en la tortura, se recuperó y ahora ya no lo molestan. Ya le sacaron toda la información. Porque, eso sí, el pibe cantó como loco.
–No, no me diga eso. Es terrible. Yo no creo que él… Además, él no sabía nada. Si no estaba tan comprometido.
–Todas las madres dicen lo mismo.
–¿Usted cree que yo no conozco a mi hijo?
–Mirá, primero, tuteame. Si no, no te tuteo más.
–No me resulta fácil.
–Dale, creo que nos tenemos confianza, ¿no?
–Por favor…
–¿Te molesta que te tome la mano así?

VII

–Esto me está haciendo muy, pero muy mal.
–Creí que con todo lo que te fui contando estabas más tranquila.
–Sí, a veces sí. Pero después empiezo a dudar…
–¿Dudás de mí?
–No, de vos no. Pero ¿si tus compañeros te engañan, te dicen cosas que no son?
–Pero ¿quién te creés que soy? ¿Con quién creés que tratás?
–Disculpame. Estoy tan angustiada…
–Mirá, si no querés que nos sigamos viendo…
–No, por favor. No quise decir eso.
–¿Y entonces qué te pasa?
–Es que nunca engañé a mi marido.
–Creo que vos sacás tu provecho de todo esto, ¿no? Pero bueno, si no querés que nos veamos más…
–No te estoy diciendo eso. ¿Nos vemos la semana que viene aquí?
–No. Te voy a llevar a otro hotel. ¿Conocés ese que está detrás de la Recoleta?

VIII

–Tengo que salir primero, solo –dijo mientras terminaba de ajustarse la corbata.
Elena lo miró sin decir nada.
–No puedo arriesgarme a que me vean salir con vos de acá.
Elena asintió con la cabeza. Él la miró con una expresión extraña.
–La próxima vez –dijo clavándole los ojos– también tenés que traer plata.
Ella lo escuchó en silencio.
–Si querés seguir teniendo información, yo tengo que seguir repartiendo dinero –dijo, seco–. ¿Entendiste?
Ella no contestó. Bajó la cabeza y fijó la mirada cansada en el piso.
–¿Qué te pasa? –preguntó él en tono prepotente–. Necesito plata, salvo que quieras acostarte con todos mis compañeros.


Amigas
(1986)

–¿Te enteraste la noticia, Pepa? –preguntó Francisco entrando en la cocina.
Cómo no se iba a enterar. Desde que se había levantado, la radio no paraba de repetir el discurso de Alfonsín. Por eso la había apagado.
–Pepa… –insistió Francisco.
Pepa hizo un mohín como que no le importaba. Abrió la canilla de la pileta, echó unas gotas de detergente en la esponja y empezó a lavar los platos de la noche anterior.
–Alfonsín se va a arrepentir –dijo ella.
–No, eso no –interrumpió su marido–. El Negrito –dijo con cautela–. Se murió el Negrito.
Fue como si un rayo la fulminara. Tuvo que apoyar las manos sobre la mesada para sostenerse.
–¿Qué decís? –dijo Pepa con un hilo de voz.
–Parece que fue recién –dijo Francisco, separó una silla de la mesa y se sentó en silencio.
¿Por qué la primera imagen que le vino a ella a la cabeza fue la del Negrito tomando su teta? “Yo fui tu madre de leche”, le decía cuando era chico, y el Negrito sonreía y desviaba la vista tímidamente, como avergonzado. Claro, chuparle la teta a la vecina, a la madre de su amigo… Y ella, vaya a saber por qué, se lo decía en las ocasiones más incómodas. Menos delante de su propio hijo, Carlitos. Vaya una a saber por qué. ¿Para no despertar celos en su hijo? ¿Por vergüenza? ¿De qué? ¿Qué más sagrado que dar la teta, y todavía más si no es al hijo propio?
Pepa dejó la esponja, cerró la canilla y se sentó frente a Francisco.
–El miércoles había cumplido los veintisiete –recordó su marido.
Carlitos y el Negrito habían nacido con un día de diferencia en la misma clínica y, por casualidad, Pepa y Beba, la madre del Negrito, fueron puestas en la misma habitación. Primero nació Carlitos y después el Negrito. Por eso cuando nació el hijo de Beba, ella ya tenía leche y Beba no. Y el Negrito lloraba como un marrano, muerto de hambre. Para no escucharlo más, Pepa le dijo a Beba si quería que le diera ella. Beba la miró como si no entendiera.
–La teta –aclaró ella.
Y Beba, asombrada, le preguntó si se podía.
–¿Y cómo no se va a poder, mujer? –contestó ella.
Una enfermera le alcanzó al bebé y ella lo amamantó, todo el primer día y el siguiente también. Hasta que le dieron el alta a Pepa. Y eso fue todo.
–Pero, ¿cómo? ¿Qué pasó? –quiso saber Pepa, que todavía no podía creerlo.
–Muerte súbita, me dijo Josefa.
“Josefa”, la que me reemplazó como amiga de Beba, pensó Pepa.
–Estaba jugando al fútbol. Cayó fulminado. El corazón, parece.
Trató de imaginar el rostro de Beba, su ex amiga, en ese momento. No pudo.
–Todavía no lo puedo creer. Tenía sólo veintisiete.
¿Qué sentía por Beba en ese momento? Pero no. No quería pensar en eso.
–Cuando Josefa me lo dijo, yo tampoco podía creerlo.
Francisco estaba lavando el coche en la puerta y vio al marido de Beba salir de la casa acompañado de un policía. Atrás salió Josefa. La vecina se acercó y le contó.
–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Francisco.
Pepa levantó los hombros como diciendo que no sabía.
¿Iba a hacer lo que Beba no hizo por ella? ¿Ir a darle sus condolencias? Y menos mal que Beba no lo había hecho. La hubiera sacado corriendo. Porque Carlitos no estaba muerto. No era lo mismo.
Pepa había esperado –inútilmente– otra cosa de su amiga. Totalmente, otra cosa.
El día que la patota se llevó a Carlitos de la casa, el único que apareció fue Osmar, el marido de Beba. No sabía lo que había pasado. Al principio pensó que eran ladrones y estuvo a punto de llamar a la Policía, pero después, le contó a Francisco, tuvo la sospecha de que eran policías. Algo se sabía, se comentaba. Y recordó porque los tipos que vio en la puerta parecían policías. También vio a Carlitos encapuchado.
Entonces el Osmar esperó que los tipos se fueran y vino enseguida a casa. Y como tontos –como ignorantes, bah–, Francisco y Osmar fueron juntos a la comisaría a hacer la denuncia de lo que había pasado. Pero Beba no apareció. Que el Negrito no viniera a ver qué había pasado con su amigo era lógico. Todos los jóvenes eran sospechosos y no tenía por qué arriesgarse. Pero Beba…
Y ella, en este momento, ¿iría a verla? ¿Por qué?
Se imaginó al Negrito en el cajón. Qué terrible. Del Negrito, sin embargo, tenía que despedirse. Su hijo de leche.
La imagen de Carlitos y el Negrito jugando en la vereda. Tomando la leche en esa cocina en la que en ese momento estaba ella hablando con Francisco. La noticia terrible.
–Yo creo que voy a ir a verlo al Osmar –dijo Francisco poniéndose de pie.
–Andá si querés. Yo no pienso ir –dijo Pepa, firme.
¿Y tampoco iría al velatorio, a despedirse del Negrito? ¿Qué culpa tenía él? Pero el Negrito no se iba a enterar de si ella iba o no iba a verlo en el cajón. Y tendría que verla a Beba. Y saludarla. No. Ella no podía ser piadosa, porque Beba no lo había sido. Eso de poner la otra mejilla era una mentira.
Francisco salió y ella se levantó. Todavía estaban los platos sucios de la cena. Antes no los hubiese dejado allí toda la noche, pero las cosas habían cambiado. Ya ni Francisco le reprochaba que los dejara para el otro día. Las prioridades eran otras. Y también las ganas, las energías.
Había tenido que ocuparse mucho de lo de Carlitos. Más que todo el tiempo que lo tuvo a su lado. Más que al criarlo. Y había estado casi sola en eso. Francisco algo había hecho. Pero él nunca puso todo en lo de Carlitos. Y la familia, y las amigas… Amigas como Beba.
Ella podía comprender el miedo. Que Beba y su marido ya no vinieran a verlos como antes. Que ya no hicieran asados juntos. Que ya no pasaran tardes cosiendo y mateando. El miedo lo podía entender.
Durante un tiempo fue así. Simplemente, Beba y su marido se alejaron. Y aunque le dolió, podía entenderlo. Pero lo terrible fue cuando le pintaron el frente de su casa: (Aquí vive una) Madre de terrorista. ¿Cuándo fue? En el 81, 82... en el 82, sí, durante Malvinas. Se ve que a los tipos que hicieron la pintada no les alcanzó la pared de su casa y la mitad de la palabra terrorista la escribieron sobre la pared de la casa de Beba. Entonces Beba la cruzó en la calle y le preguntó si no pensaba borrar aquello. ¿Borrarlo? ¿Yo? Beba le dijo que ella era la responsable de que le ensuciaran el frente y, además, la gente podía pensar que la madre de terrorista era ella. Pepa no supo o no quiso contestarle.
Un día vio a Osmar tratando de borrar las letras que quedaron del lado de su casa, que, sin embargo, no salieron del todo. Un tiempo después pintaron todo el frente y desapareció todo rastro. En cambio, Pepa y Francisco dejaron todo como estaba. Y todavía se podía leer, aunque algo desvanecido por el tiempo, “aquí vive una madre de terror”.
Pepa de pronto se sintió terriblemente cansada. Cerró la canilla de la pileta, dejó la esponja sobre la mesada y los platos sin terminar de lavar. Se sentó a la mesa, con la mirada perdida. Maquinalmente agarró un papel y un lápiz y empezó a hacer la lista de las compras. Antes no necesitaba hacer estas listas, lo tenía todo en la cabeza. Pero hacía tiempo que la cabeza estaba ocupada con otras cosas.
Se levantó. Se sacó el delantal y lo colgó del gancho, al costado de la heladera. Abrió el cajón de la mesa, tomó el monedero, y cuando le iba a avisar a Francisco que salía a hacer las compras se acordó que él había ido a verlo al Osmar.
Tomó las llaves y salió de la casa. Se paró un instante en la puerta. Iba a cruzar la calle cuando la vio a Beba. Caminó hasta ella y la abrazó.

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