¿Una democracia sin demos?

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Por Ricardo Aronskind / GOBIERNO, PUEBLO Y PODERES EXTRADEMOCRÁTICOS / El debilitamiento del Estado es la garantía de que la democracia no pueda funcionar con efectividad a favor de las mayorías, y tiene un ciclo largo con inicio en los experimentos neoliberales de la dictadura y continuidad en los gobiernos de Menem, De la Rúa y Macri, que transfirieron poder público al “mercado” con el acompañamiento y el sostén discursivo de los medios de comunicación. A esta puesta en cuestión de las capacidades estatales se agrega que la noción de pueblo se encuentra intervenida por la penetración del capital, el cual incide con un enorme despliegue de recursos en las diversas formas en las que la sociedad elabora sus problemas y reflexiona...
GOBIERNO, PUEBLO Y PODERES EXTRADEMOCRÁTICOS / El debilitamiento del Estado es la garantía de que la democracia no pueda funcionar con efectividad a favor de las mayorías, y tiene un ciclo largo con inicio en los experimentos neoliberales de la dictadura y continuidad en los gobiernos de Menem, De la Rúa y Macri, que transfirieron poder público al “mercado” con el acompañamiento y el sostén discursivo de los medios de comunicación. A esta puesta en cuestión de las capacidades estatales se agrega que la noción de pueblo se encuentra intervenida por la penetración del capital, el cual incide con un enorme despliegue de recursos en las diversas formas en las que la sociedad elabora sus problemas y reflexiona sobre sus necesidades. Reconstruir la democracia requiere, así, un gran esfuerzo político de comprensión crítica de los cambios ocurridos en los últimos cuarenta años y una acción organizada para revertir la captura de las instituciones y de las subjetividades por los intereses del capital globalizado.

Por Ricardo Aronskind
Economista y magister en relaciones internacionales. Docente e investigador de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

Fotos: Sebastián Miquel

Es evidente que el término “democracia” admite variadas definiciones, y sobre todo es usado para calificar situaciones político-institucionales completamente diversas.

La experiencia argentina de las últimas décadas es extremadamente rica en situaciones extremas y complejas que nos permiten reflexionar sobre el sentido del término democracia y su significado cambiante a partir de la acepción básica de “gobierno del pueblo”.

Hoy, en la Argentina 2023, ante la marcha de los hechos políticos y económicos, tenemos la obligación de preguntarnos qué es gobernar, en qué consiste gobernar, y a la vez qué es el pueblo, quién lo constituye, a quienes abarca.

Lo único seguro es que nada está definido en forma inmutable.

El devenir histórico del país a lo largo de cuarenta años nos muestra una trayectoria política-cultural donde la palabra “pueblo” fue mutando de significado e intensidad, y también donde las capacidades estatales para poder ejercer el gobierno de la sociedad han sido profundamente puestas en cuestión.

Gobernabilidad: el Estado es el mensaje

Si se entiende que un régimen político democrático tiene una connotación inclusiva indudable –porque incluye al conjunto del pueblo, la mayoría de la población, además de los sectores propietarios–, los efectos de ese régimen político deberían extenderse hacia todos los aspectos de la vida social, no exclusivamente al derecho a estar habilitado para votar a las autoridades en períodos determinados.

Se supone que ese voto ocasional tiene el poder de incidir en el manejo de las cosas públicas. Pero ¿es así?

Pensando en el largo tramo histórico de dictaduras militares por las que atravesamos, ¿para qué se establecía una dictadura? ¿Para qué se tomaba por la fuerza de las armas el poder del Estado? La respuesta parece evidente: para excluir por la fuerza a algún actor que podría tener un protagonismo significativo si la vía democrática-electoral estuviera abierta. Para tener “libertad” para poder ejercer el poder sin restricciones, ni limitaciones, ni concesiones a “otros”.

Las elecciones en nuestro país permitían acceder, entre los años cuarenta y los años setenta, a un Estado con poder para tomar decisiones, que contaba con grandes palancas de intervención en la economía. Poseía grandes empresas públicas a través de las cuales controlaba algunas de las variables principales de la economía, contaba con juntas reguladoras para controlar el comercio exterior, contaba con grandes bancos como palancas de desarrollo, y tenía capacidades relativas de control y de ejecución que lo hacían un actor decisivo en el marco de la economía nacional.

En ese contexto, monopolizar el poder del Estado mediante una dictadura daba grandes posibilidades de acción al gobernante de facto, y privaba de la posibilidad de incidir al sector que se quería vetar o excluir. La disputa por el control de semejante aparato tenía pleno sentido político, ya que permitía encaminar una serie de decisiones productivas y distributivas según los intereses para los que se gobernaba.

La euforia democrática de 1983 tenía que ver con la vuelta de los partidos políticos populares al ejercicio del poder estatal. La frase alfonsinista “con la democracia se come, se cura y se educa” lograba expresar la expectativa colectiva de que los representantes del pueblo se ocuparían de garantizar esas cuestiones fundamentales porque, fieles al mandato popular, operarían desde el aparato estatal los cambios que se demandaban desde las mayorías.

Pero la dictadura cívico-militar había iniciado un camino de transformaciones estructurales, en la economía y el Estado, que el sistema partidario no había registrado en su plenitud. La dictadura había generado hechos de facto (deuda externa, quiebra de empresas, Estado en crisis fiscal), de difícil reversión, que tendían a prolongar la meta liberal-autoritaria de concentración económica y de desigualdad social más allá de su propia presencia material en el poder.

bandera argentina con la leyenda pueblo campo nacional

Una de las claves del vaciamiento democrático fue la fuerte reducción del poder del Estado para incidir en la economía. Si se le arrebataban muchas de sus facultades interventoras, si se vendían sus empresas, si se deterioraba la burocracia estatal o se la colonizaba con agentes corporativos, si el sector privado podía incumplir con las leyes sin temor a ser detectado o sancionado, ese antes poderoso aparato de gestión se transformaba en un instrumento de relativa utilidad práctica.

El debilitamiento del Estado, a pesar de que no ha entrado en la conciencia colectiva como problema de primera magnitud, es un tema democrático clave.

La razón es sencilla: dado el derrumbe de las capacidades estatales, sea quien sea el partido que gobierne, buena parte del poder para formatear la sociedad lo tienen los poderes extrademocráticos, aquellos a quienes nadie eligió, aquellos que no están sometidos a ningún tipo de escrutinio social, aquellos que no representan ningún interés colectivo mayoritario.

De esa forma, en los gobiernos de Menem, De la Rúa y Macri se continuó con la política de la dictadura, transfiriendo poder público al “mercado”, con el acompañamiento y el sostén discursivo de los medios masivos de comunicación. Es fundamental aclarar que cuando hablamos de “mercado” no es el mercado ideal descripto por los libros de texto introductorios a la economía, sino que se trata en realidad del poder de las grandes corporaciones que dominan diversas áreas de la economía y fijan precios y condiciones para el resto de los actores sociales.

Un Estado débil o impotente es la garantía para que el poder económico pueda regular no solo sus áreas específicas de interés, sino todas aquellas vinculadas con la garantía de continuidad de sus formas de acumulación, le sirvan o no a la sociedad. Dejar la esfera económica “por afuera” de las atribuciones del Estado implica abandonar por parte de la política una dimensión clave que obviamente incide en muchísimos aspectos de la vida de las personas.

En otras palabras, el Estado débil es la garantía de que la democracia no puede funcionar con efectividad a favor de las mayorías, ya que su poder está profundamente recortado y subordinado a las necesidades de realización de negocios de los grandes capitales locales y extranjeros.

Peripecias de la ¿democracia? argentina

Nuestra democracia se inició con una sorpresa: el peronismo, que se pensaba a sí mismo como la quintaesencia de lo popular, fue derrotado limpiamente en elecciones por el radicalismo alfonsinista, que presentó un fuerte discurso de apelación a la democracia y los derechos civiles y humanos.

La gestión de Raúl Alfonsín pudo mostrar algunos logros importantes –divorcio vincular, tratado de paz con Chile, democratización política–, pero no pudo poner bajo control de las instituciones democráticas la economía del país. El radicalismo no lograba gobernar una parte importante de los factores determinantes de la vida del pueblo.

A la caída del Gobierno de Alfonsín, provocada por un hecho extrademocrático como fue el golpe de mercado que llevó a la hiperinflación y los saqueos de 1989, le sucedió un Gobierno nacido de las urnas, el de Carlos Menem.

Este candidato, al triunfar en las elecciones, abandonó inmediatamente la propuesta electoral que lo llevó a ser electo, volcándose a un programa económico y social opuesto al votado, solo promovido anteriormente por el capital más concentrado. El ejercicio del voto popular había sido burlado y vaciado. Pero la estafa política no tuvo ningún tipo de castigo institucional, porque no existe bajo esta forma de democracia una forma establecida para reparar la estafa a la que fue sometida la ciudadanía.

En la década del noventa, los poderes fácticos lograron controlar y dirigir a los partidos políticos con mayor peso electoral. Las corporaciones colocaron personal propio en áreas estratégicas del aparato económico estatal, así como obtuvieron una mayoría favorable a sus negocios en la Corte Suprema de Justicia –otro de los poderes de la “democracia” vaciado de ecuanimidad y apego a la ley–, lo que les permitió contar con todas las instituciones estatales puestas al servicio de sus propios intereses.

La gestión menemista, que duró diez años y medio y cuya orientación a favor del gran capital fue continuada por el Gobierno de la Alianza otros dos años, fue la expresión de los grandes grupos económicos locales en alianza con el capital norteamericano y europeo. Ese programa de gobierno, ajeno a las necesidades populares pero pletórico de promesas de triunfo individual, fue convalidado en dos oportunidades por el voto popular (1995 y 1999) y desembocó en la catástrofe económica y social de 2001-2002.

A pesar del descalabro en el que terminaron los años de la “convertibilidad”, el 42 % de la población votó en las elecciones siguientes por candidatos (Menem y López Murphy) con programas que continuaban los mismos objetivos de las políticas públicas que llevaron a la sociedad al precipicio. Ese resultado electoral mostraba la confusión masiva existente sobre las causas de la grave crisis que acababa de ocurrir. La distorsión de la realidad que mostraban las interpretaciones circulantes se debió principalmente a la influencia de los medios de prensa, que continuaban reflejando la visión de los grupos dominantes.

La catástrofe económica y social del bienio 2001-2002 generó las condiciones políticas para cierta autonomización de las políticas públicas en relación con los poderes fácticos. El régimen de dominación social que se había logrado establecer en los noventa aparecía golpeado y desprestigiado por el caos y el rechazo social que suscitó.

El período que se inicia con la presidencia de Néstor Kirchner en 2003 muestra una mayor cercanía de las políticas públicas a los intereses de las mayorías, en lo que parecía una reconciliación entre las instituciones democráticas y las necesidades de amplios sectores de la población. Además, se logró excluir de las decisiones públicas al FMI, organismo que intervino en las mismas desde 1982, el último año completo de la dictadura cívico-militar.

Sin embargo, a partir de 2008 se hizo presente en el escenario político una dura y agresiva resistencia en contra de las políticas legítimas que impulsaba el Gobierno democrático. El núcleo dirigente de este incipiente bloque político fueron los intereses corporativos agrarios, financieros y exportadores. Utilizaron para su oposición métodos violentos, ilegales y antidemocráticos que el Gobierno prefirió no enfrentar con el poder del Estado. Los gobiernos de Cristina Kirchner estuvieron signados, a pesar de su origen popular y de las políticas públicas que reflejaban necesidades populares, por una oposición más virulenta y amenazante desde los poderes corporativos, que lograba cierta adhesión de masas.

El poder económico volvió a la gestión directa del Estado bajo el gobierno de Mauricio Macri, en 2015. Nuevamente se apeló al ocultamiento del verdadero programa económico –neoliberal– del Gobierno, engañando a la población sobre las intenciones de la nueva Administración. Y nuevamente la maniobra resultó efectiva. Los ganadores en mala ley de la contienda electoral quedaron impunes de practicar el engaño al voto popular.

La muy mala gestión económica, orientada por los negocios financieros de grandes fondos de inversión extranjeros, desembocó en la convocatoria al Fondo Monetario Internacional para rescatar al Gobierno del peligro de un default de la deuda externa. Ese organismo, controlado por el Gobierno norteamericano, otorgó un crédito irregular y desproporcionado, lo que endeudó en forma permanente al país, volviendo a condiciones la capacidad de definir políticas económicas autónomas en línea con las necesidades populares. De esa forma, se limitó aún más la capacidad democrática de incidir en los rumbos fundamentales de la acción estatal.

La muy mala situación económica y social generada por la gestión macrista derivó en la derrota electoral de Cambiemos. A pesar del severo cuadro de deterioro productivo, institucional y social, el Gobierno saliente obtuvo el 41 % de los votos. Ese sorprendente porcentaje revela el éxito de una sistemática campaña comunicacional de la derecha económica, que logró que sectores agredidos por las ruinosas políticas del Gobierno de Cambiemos votaran por su continuidad. Un metódico trabajo comunicacional de largo plazo había generando en esos grupos poblacionales miedo a las políticas populares de inspiración democrática, etiquetadas y demonizadas bajo el nombre de “populismo” o “kirchnerismo”.

El nuevo Gobierno del Frente de Todos, encabezado por Alberto Fernández, tuvo serias dificultades de gobernabilidad para cumplir con las aspiraciones de las mayorías, tanto por factores externos (pandemia mundial de covid-19, efectos económicos de la guerra en Ucrania, grave sequía), como por factores internos.

Entre estos últimos figura la incapacidad del Gobierno para poner bajo control factores económicos extrademocráticos, falta de voluntad y de instrumentos para regular y disciplinar tanto a los formadores de precios como a los actores que inciden en el valor del dólar, con sus consiguientes efectos perjudiciales sobre los ingresos populares. Careció esa Administración de un diagnóstico sobre la debilidad estatal estructural, así como de una estrategia para revertir ese cuadro que limitaba severamente su capacidad de satisfacer las necesidades populares. De este muy sucinto recorrido podemos extraer un conjunto de enseñanzas tanto en el terreno político como económico sobre el devenir de la democracia argentina.

¿El pueblo dónde está?

El conjunto de mediaciones que existen entre los deseos de los ciudadanos y las políticas públicas que deberían satisfacerlos es extenso. Incluye cuestiones tales como el comportamiento de los representantes electos, cuya lealtad a los mandatos recibidos del pueblo, como hemos visto, no está en absoluto asegurada. Incluye la efectividad de las políticas públicas que esos representantes impulsen, que, como hemos visto, está condicionada por la debilidad estructural del Estado. Incluye las resistencias y vetos de los poderes fácticos, que no solo no fueron limitados durante los últimos cuarenta años, sino que se incrementaron y empoderaron hasta parecer “naturales”.

Pero además es el propio concepto de “pueblo” el que ha mutado dramáticamente de contenido en estas décadas.

Si en alguna época se interpretó al pueblo no solo como un agregado social que incluía a las capas pobres, trabajadoras y medias de la sociedad, con un importante grado de conciencia sobre su identidad y pertenencia a una determinada bandera política, las transformaciones ocurridas en el mundo político-social, cultural y comunicacional han producido una explosión de ese agregado tradicional.

Hoy los estilos de vida, de consumo, de comunicación, la fragmentación social y la intervención global sobre la subjetividad, la identidad personal, las preferencias y sensibilidades individuales hacen mucho más dificultosa la construcción de colectivos abarcativos.

No se trata solo de fenómenos “objetivos”, producto de cambios tecnológicos y productivos de dimensión planetaria.

Estamos también aludiendo a mecanismos pensados políticamente y promovidos conscientemente de alienación colectiva, de creación de subjetividades atrapadas en pasiones que también las hacen orbitar en torno a las opciones electorales de las derechas.

Muy claro es el ejemplo directo argentino de los procesos de desinformación en el ámbito de la comunicación social, circuitos capturados por grupos monopólicos con intereses políticos muy definidos, que inciden dramáticamente en las imágenes, percepciones y conclusiones que determinan el comportamiento electoral de millones de personas.

En un punto más abstracto y complejo que las tradicionales técnicas de manipulación de masas, se encuentran las nuevas tecnologías de redes, que pueden afectar las posibilidades de estructurar un pensamiento complejo, apuntando a una fragmentación de la realidad que se vuelve ininteligible. Es decir: es la “subjetividad” de los sectores sociales que pertenecen objetivamente al agregado “pueblo” la que está hoy intervenida por diversos mecanismos que le dificultan actuar con efectividad política como un colectivo, en línea con el reconocimiento de sus propios intereses.

Por lo tanto, la democracia, en vez de aproximarse a ser un sistema institucional que canaliza con eficacia los intereses de las mayorías hacia políticas públicas que atiendan a sus necesidades, se va separando de ese objetivo, reduciéndose a un ritual institucional formal no involucrado con las aspiraciones de los votantes.

Hemos realizado un rápido recorrido por un largo ciclo de debilitamiento estatal, generado conscientemente por los experimentos neoliberales iniciados con la dictadura cívico-militar, tanto en el plano institucional-organizativo como en la degradación de la valoración social de ese Estado como herramienta para afectar positivamente la realidad con políticas públicas eficaces.

Además, señalamos que la propia noción de pueblo –un colectivo social mayoritario consciente de sus propias necesidades o de las políticas públicas adecuadas para lograrlas– está intervenida y transformada por la penetración del capital, que incide con un enorme despliegue de recursos en las diversas formas en las que la sociedad elabora sus problemas y reflexiona sobre sus necesidades.

Por lo tanto, la reconstrucción de la democracia, en toda la potencia y riqueza de su significado, requiere un gran esfuerzo político de comprensión crítica de los cambios ocurridos en estos cuarenta años, y de una acción consciente, organizada y actualizada para revertir la captura de las instituciones y de las subjetividades por los intereses del capital globalizado.







 

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Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


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