Libertades, derechos y soberanía del pueblo

| revistamaíz.com.ar
gente manifestando con un pasacalles que dice la democracia se defiende en las calles




Por Eduardo Rinesi / ALGUNOS APUNTES A 40 AÑOS DE 1983 / La idea de democracia de la mano de la cual empezamos a recorrer este ciclo de cuarenta años era una idea de democracia liberal. Lo tremendo del pasado de violación sistemática de todos los derechos y libertades hizo que el programa en el que aquella se sostenía concitara un gran entusiasmo. Sin embargo, a medida que se fue alejando la perspectiva de posibilidad de una vuelta a tales horrores, la lista mínima de derechos y libertades a tener garantizados como parte del “pacto democrático” comenzó a ampliarse y a la democracia, a exigírsele...
ALGUNOS APUNTES A 40 AÑOS DE 1983 / La idea de democracia de la mano de la cual empezamos a recorrer este ciclo de cuarenta años era una idea de democracia liberal. Lo tremendo del pasado de violación sistemática de todos los derechos y libertades hizo que el programa en el que aquella se sostenía concitara un gran entusiasmo. Sin embargo, a medida que se fue alejando la perspectiva de posibilidad de una vuelta a tales horrores, la lista mínima de derechos y libertades a tener garantizados como parte del “pacto democrático” comenzó a ampliarse y a la democracia, a exigírsele bastante más. Cuatro décadas después, tenemos una cantidad de actores que le piden a la democracia bastante menos y a los que el funcionamiento de los mecanismos de representación se les aparece excesivo. ¿Seguiremos haciéndonos los distraídos y llamando alegremente democrática esta vida política que vivimos? Tareas para nuestra militancia, con la mirada puesta en una democracia más rica, robusta y potente.

Por Eduardo Rinesi
Politólogo y filósofo, Universidad Nacional de General Sarmiento.

Fotos: Sebastián Miquel

1.
Apenas hace falta señalar, para empezar estas notas, que la palabra “democracia”, en los modos en los que la usamos en Occidente y en el mundo desde hace por lo menos ochenta años, no tiene gran cosa que ver con lo que indica su ostensible etimología: no alude a ninguna forma de gobierno ni menos que menos de “poder” (que es lo que quiere decir krátos) del pueblo, pueblo al que más bien las líneas dominantes de la teoría política de los últimos dos siglos y monedas se ha venido preguntando de mil modos distintos cómo hacer para sacar del centro de la escena de la vida política de las naciones. El más importante de los artilugios que el pensamiento constitucional ha diseñado para ello es el que conocemos con el nombre de representación: los ciudadanos no deliberan ni gobiernan sino por medio de sus representantes, que a cambio de esa cesión de soberanía les garantizan a esos ciudadanos un conjunto mínimo de libertades y de derechos. Llamamos entonces democracia (y este es el sentido que se le ha venido dando a la palabra en todas partes desde mediados del siglo pasado) a un sistema de reglas de juego que nos permite elegir periódicamente a nuestros gobernantes y disfrutar de ese conjunto de libertades y derechos. 

Cuarenta años atrás, en nuestro país, el modo brutal en que las más elementales libertades y los derechos más fundamentales habían sido arrasados por el gobierno de la dictadura hacía de esa idea de la democracia un programa capaz de concitar, como lo hizo, el mayor de nuestros entusiasmos. Por supuesto, para que ese programa funcionara era decisivo que los “representantes del pueblo”, a quienes debíamos estar dispuestos a dejar deliberar y gobernar en nuestro nombre, nos prometieran hacerlo, y lo hicieran en nombre de lo que desde el fondo de los tiempos la filosofía política ha llamado el “bien común” de la sociedad, y no del bien particular de este o aquel actor, sector o clase. Como esto último era lo que había pasado durante los años de la dictadura (que justo por eso, justo para poder imponer un programa de gobierno favorable a intereses particularistas y minoritarios, había tenido que ejercer toda su fuerza represiva sobre las mayorías populares), era necesario que se verificara un cambio de orientación en este punto, y ese era el sentido de una de las promesas quizás más interesantes que el primero candidato y después presidente Raúl Alfonsín solía hacernos en sus discursos de campaña: la de reemplazar la lógica del secreto y de los “pactos a espaldas del pueblo” entre el poder político gubernamental y las corporaciones dueñas de intereses particulares, no universalizables y muchas veces, en verdad, no confesables, por la lógica de un “pacto a la luz del día” entre los representantes del pueblo y ese mismo pueblo (que a su vez tiene que encontrar las distintas escenas de una discusión “consigo mismo” en un espacio público dinámico, abierto y plural) en torno a la dirección que debería adoptar la acción que los primeros desplegarían en el gobierno del país. El secreto, las negociaciones detrás de bambalinas, los acuerdos a espaldas de la ciudadanía, son incompatibles con la lógica de la democracia.

También lo es, por supuesto, la inexistencia de justicia en relación con los atroces crímenes cometidos por el gobierno de la dictadura. En ese sentido, la historia de estos cuarenta años es particularmente interesante e instructiva, y no solo para nosotros mismos, sino para todo el mundo. Los juicios a los perpetradores de esos crímenes, con sus idas y vueltas, con sus avances y retrocesos, y con su notoria y muchas veces destacada incapacidad para alcanzar, salvo por alguna contadísima y muy marginal excepción, a los responsables civiles de la aplicación del plan criminal ejecutado por la dictadura, han constituido una herramienta fundamental para la conquista de formas y grados de la memoria colectiva, de la verdad y de la justicia nunca antes ni después conocidos en otros procesos de salida de circunstancias tan traumáticas en el mundo entero. Los juicios han sido, en efecto, escenas de producción de justicia y de verdad (aunque parezca absurdo tener que aclararlo, lo hacemos, porque cierta zona de la bibliografía sobre el asunto viene insistiendo sobre la inconvincente tesis de que la verdad y la justicia serían valores en presunta tensión en estos procesos: es gracias a los juicios que hemos podido hacer una justicia que no habría sido posible sin ellos y también que sabemos hoy sobre el pasado muchas más cosas que las que podríamos saber si esos juicios no se hubieran llevado a cabo), y esa justicia y esa verdad son elementos fundamentales en el funcionamiento de un tipo de sociedad que podamos llamar, incluso en el sentido más “minimalista”, democrática. Si hace un momento decíamos que no hay democracia si la lógica del secreto y de los acuerdos a espaldas del pueblo reemplaza el funcionamiento abierto y plural de un espacio público de construcción colectiva de acuerdos y de desacuerdos, ahora debemos agregar que no hay democracia si no hay una Justicia sana, independiente y activa, a la altura de sus responsabilidades. 

gente en una movilizacion se cubre con paraguads y nylons de la lluvia

Por lo demás, aquel conjunto mínimo de libertades y derechos al que aludíamos al comienzo no tiende a permanecer idéntico a sí mismo a lo largo de los años. El propio desarrollo de la historia y de las luchas de los distintos sectores que componen la vida de una sociedad va modificando, y por regla general ensanchando (aunque por supuesto el proceso tiene, como todos, avances y retrocesos), la lista de las libertades y los derechos que esa sociedad entiende que deben estar garantizados para todo el mundo. Llamamos democratización a ese movimiento de expansión del piso de libertades y derechos sin cuya vigencia no estamos dispuestos a considerar democrática nuestra convivencia. En ese sentido, podría hacerse la historia de la cantidad de libertades y derechos que a lo largo de estos últimos cuarenta años fuimos, en la Argentina, volviendo inseparables de lo que entendemos por una sociedad democrática y por un régimen político democrático, muchos de los cuales han encontrado un lugar, además de en nuestras representaciones y discursos, en la legislación positiva del país. Pero no es en ese sentido progresivo, satisfecho y confiado que nos proponemos avanzar.

2.
Y esto último no porque no haya motivos para estar verdaderamente contentos y orgullosos, e incluso para ser moderadamente optimistas, respecto a la ampliación de ese piso de libertades y derechos que a lo largo de estas cuatro décadas hemos conquistado, sino porque lo que aquí nos gustaría revisar es más bien el conjunto muy preocupante de indicios que nos regala el presente político argentino acerca de los fuertes déficits de nuestra democracia actual, a cuatro décadas de iniciado el proceso que se abrió en 1983, déficits entre los cuales unos cuantos se expresan en la forma de ostensibles retrocesos respecto a algunos pisos básicos de nuestra convivencia democrática que habríamos querido suponer que estaban ya suficientemente garantizados, pero que advertimos por todos lados que se mueven peligrosamente bajo nuestros pies. A lo largo del último año, Cristina Fernández de Kirchner se ha referido en muchas ocasiones a esta evidencia con la figura o la metáfora de un “quiebre del pacto democrático” con el que habríamos querido creer que todos los actores de la vida social y política argentina estábamos por igual comprometidos, lo cual es evidente que no es en modo alguno el caso.

La expresidenta ha usado en efecto muchas veces esta expresión en relación con el intento de asesinato del que fue objeto en septiembre de 2022, que al mismo tiempo que una barbaridad incalificable es desde entonces y hasta hoy mismo, en sí mismo y gracias a algunos hechos que se fueron revelando en la perezosa investigación judicial y la un poco menos fiaca pesquisa periodística que le siguieron, una fuente interminable de enseñanzas. La primera es que, en efecto, algo que creíamos que en la Argentina no podía ni debía pasar nunca más, que es que a un adversario político se lo quisiera sacar del medio quitándole la vida, pudo haber pasado, solo por milagro no pasó, y forma parte de las representaciones (y no sabemos hasta qué punto de las expectativas y de los sueños más inconfesables) de unos cuantos que pueda volver a pasar. Por supuesto, no se trata de trazar ninguna línea de causalidad directa entre las barbaridades que declara públicamente, en discursos y en programas y en carteles, una derecha cuyo edificante programa es “destruir”, “dinamitar”, “terminar para siempre” con un liderazgo y, más todavía, con una identidad y una fuerza política, y el intento de asesinato de la expresidenta. Pero tampoco se trata de hacernos los distraídos y de no ver lo que está ahí frente a nuestros ojos. Para empezar: que es mentira, que es una mentira que enoja por lo pavota y que enoja por lo cómplice, el cuento chino de la “nueva derecha democrática” con el que se divierte en artículos, libros, congresos y copetines una cierta zona, frívola y casi gozosa de su propia incapacidad para ver lo que está frente a sus ojos tanto como frente a los de todo el mundo, de la politología nacional. 

gente manifestando por la 9 de julio en Buenos Aires con el obelisco de fondo






La segunda enseñanza que nos deja el intento de asesinato de la expresidenta es la ostensible, manifiesta y gritona decisión de la así llamada Justicia de no averiguar nada de nada de lo que pasó: de quiénes tramaron el asunto, de quiénes dieron la orden de disparar. En los días, semanas y meses que siguieron al atentado pudimos empezar a entrever los alcances de una red de complicidades por lo menos muy perturbadora, supimos de conversaciones sostenidas en bares de la ciudad donde se anticipaban los acontecimientos que irían a ocurrir, conocimos los nombres de los financistas de una serie de actividades y emprendimientos altamente sospechosos de estar inmediatamente vinculados con el gravísimo hecho que se suponía que se investigaba. Pero no se investigaba nada. Se dejaba pasar el tiempo, se permitía que se borraran conversaciones de los teléfonos celulares, se esperaba que un hecho de la envergadura del que sacudió a la sociedad argentina aquella noche de comienzos de septiembre se fuera olvidando de a poco, como todo, en medio de las imágenes de los asaltos a las ancianas de Burzaco por parte de peligrosísimos motochorros que llenan de santa indignación a los periodistas que repiten a la mañana, a la tarde y a la noche que así no se puede vivir. La así llamada Justicia viene perdiendo una oportunidad tras otra de mostrarse a la altura de las responsabilidades que le caben en la construcción del tipo de sociedad democrática que empezamos a edificar hace cuarenta años y que no cesa de revelarnos sus múltiples falencias: si por un lado se mostró, durante los últimos años, un engranaje grotescamente obediente y servicial del aceitado dispositivo de persecución de dirigentes sociales y políticos opositores en general, y de la expresidenta Fernández de Kirchner en particular, por el otro lado, cuando la locura desatada por esa persecución estuvo a punto de cobrarse la propia vida de la expresidenta, decidió que estaba bien con que tres o cuatro lúmpenes pasaran unos años a la sombra y que ya no tenía que investigar más nada.

Entre tanto, nuestra capacidad de sorpresa y de indignación se vio una vez más puesta a prueba cuando conocimos, en los mismos meses en los que queríamos suponer que alguien estaba investigando lo que había pasado, la existencia de una sigilosa reunión que habían sostenido, en la lujosa mansión de un notorio usurpador del patrimonio territorial de la nación en el sur argentino, a la orilla de un lago convenientemente llamado “Escondido”, miembros del Poder Judicial, integrantes de la oposición partidaria al Gobierno nacional, funcionarios del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y espías o exespías de los servicios de inteligencia del Estado, todo esto, según pudo saberse, gracias a la amable invitación que estos distinguidos caballeros habían recibido del grupo empresarial de medios más importante del país, que tal parece que había corrido con los gastos. Si este fuera un artículo sobre problemas de derecho, supongo que este sería el lugar para indicar que esa reunión secreta, sigilosa, escondida, constituye un delito. Si fuera un artículo sobre problemas de filosofía del lenguaje, y entre ellos sobre el interesante problema de los significados siempre múltiples e indeterminados que tienen las palabras, este sería en cambio el sitio para preguntarnos cuál será el específico sentido en el que estos caballeros entienden la palabra república, con la que tienen la algo grotesca costumbre de llenarse la boca cuando ese orificio de sus cuerpos no está lleno de truchas al roquefort, y que en su etimología más ostensible nombra a la cosa pública, que es una cosa contraria a lo secreto, lo escondido y lo que no se puede mostrar a la luz del día.

Pero este no es un artículo sobre los problemas del derecho y de la violación a sus mandatos ni sobre los problemas del lenguaje y sus ambigüedades, sino un artículo sobre los problemas de la democracia argentina a cuatro décadas del inicio del ciclo abierto en 1983, y lo que entonces nos importa señalar aquí es lo lejos que estamos de aquel sueño que consignábamos al comienzo de estas líneas: el de una política sin negociaciones secretas entre grupos y corporaciones con intereses diferentes de los del conjunto de la ciudadanía, y el de una vida pública presidida e iluminada por la vigencia plena de una Justicia independiente, digna y respetada por todo el mundo, cuyos integrantes tengan la amabilidad de abstenerse de participar de esos cónclaves secretos, cuyos fiscales trabajen seriamente en lugar de gritar como energúmenos, cuyos jueces investiguen en lugar de mirar para otro lado. Por supuesto, estas modestas pretensiones no podrían aspirar a agotar la caracterización de un sistema político como democrático: señalan más bien un piso mínimo, una condición necesaria, un punto de partida. Lo que aquí querría indicar es lo lejos que estamos de haberlo conquistado. 

3.
La idea de democracia de la mano de la cual empezamos a recorrer este ciclo de cuarenta años era una idea de democracia que podemos llamar, de manera apenas descriptiva y por cierto en absoluto crítica (más bien todo lo contrario), “liberal”. Una idea de democracia sostenida sobre la noción, que ya presentamos, de representación –sobre la noción de que los gobernantes realizan su trabajo en nombre y en lugar de los ciudadanos y las ciudadanas a quienes representan–, y sobre la noción, complementaria, de que esos ciudadanos y esas ciudadanas, a cambio de ceder de ese modo su soberanía sobre sus propias vidas, tienen que tener reconocidos y garantizados una cantidad de libertades y de derechos. Como ya indicamos, lo tremendo del pasado de violación sistemática de todas las libertades y de todos los derechos del que veníamos hacía que este programa, digamos así, “minimalista”, tuviera un atractivo enorme y una gran capacidad para entusiasmarnos. A medida que fueron pasando los años, sin embargo, y a medida que con ese paso de los años se iba alejando la perspectiva de la posibilidad de una vuelta a aquellos horrores del pasado, empezamos a volvernos, todos y todas, un poco más exigentes con la lista mínima de libertades y derechos que reclamábamos tener garantizados como parte del “pacto democrático” que abrazábamos: empezamos a incorporar a esa lista bastantes más libertades y bastantes más derechos que aquellos muy mínimos con los que hasta hacía poco tiempo nos habíamos conformado. Lo que es otro modo de decir que empezamos a pedirle a la democracia bastante más que lo que ella nos venía ofreciendo, bastante más que unos pocos derechos, unas pocas libertades y la vigencia del principio de la representación (al que fuimos pensando cómo complementar con la multiplicación de escenarios para la participación ciudadana en los asuntos públicos) como organizador fundamental de la relación entre gobernantes y gobernados.

mujeres manifestando bajo la lluvia haciendo la V con los dedos mayor e índice

Lo que querría sugerir es que hoy, cuatro décadas después, parecemos encontrarnos en una situación exactamente opuesta. Que lo que hoy tenemos es una cantidad de actores que le piden a la democracia bastante menos que aquel puñado de libertades y derechos elementales (por ejemplo: el de peticionar a las autoridades, el de salir a la calle, el de protestar) que al comienzo de esta historia considerábamos un piso fundamental para poder considerarla vigente y realizada. Que lo que hoy tenemos es una cantidad de actores a los que la lógica de la representación ya no les resulta demasiado poco, y que no reclaman por lo tanto frente a su imperio la ampliación de espacios de participación popular deliberativa y activa en los asuntos públicos, sino a los que el funcionamiento de los mecanismos de la representación empieza a resultarles excesivo, porque ya ni eso están dispuestos a tolerar. Escribo estos pareceres, lector, lectora, a comienzos de julio de 2023, y no sé cuándo será que usted los lea. Pero lo que a esta misma hora a la que escribo está ocurriendo en las calles, las rutas, las casas particulares de los y las militantes populares y las comisarías y las cárceles de la provincia de Jujuy (donde hemos sabido de ingresos a las patadas, sin orden judicial, a los hogares de ciudadanos y de ciudadanas, de la multiplicación de formas de acción represiva que suponíamos que se habían terminado con los grupos de tareas de la dictadura, de razias y de golpizas y de vejaciones y de encarcelamiento de personas sin juicio previo y de cantidad de barbaridades inaceptables en cualquier sociedad, no digamos ya democrática, sino civilizada) nos obliga a preguntarnos si vamos a seguir haciéndonos los distraídos y a seguir llamando alegremente democrática esta vida política argentina que vivimos, esa zona de derecha de la dirigencia política que gobierna esa provincia y –con modales parecidos– unos cuantos distritos más en toda la nación, o si vamos a aceptar que, a cuarenta años de iniciado el ciclo político abierto en el país en 1983, estamos necesitando nuevas palabras para nombrar lo que tenemos frente a nuestros ojos, nuevas consignas para militar por una sociedad y una vida política que podamos llamar democráticas sin ponernos colorados de vergüenza y nuevas energías para no resignarnos a que a semejante sueño, que abrazamos con entusiasmo cuatro décadas atrás, tenemos que archivarlo hasta nuevo aviso.

Son, estas que acabo de apuntar, tareas para nuestro pensamiento teórico sobre la política, pero sobre todo para nuestra militancia política democrática. Es allí, en efecto, es por medio de ella, de nuestras prácticas de organización y de movilización y sobre todo de discusión en el seno del movimiento popular, que podremos construir una democracia más democrática que la que tenemos. Más respetuosa de las libertades y de los derechos que incluso la más liberal de las democracias nos tiene que poder garantizar (y que esta que hoy tenemos no nos garantiza), pero además más respetuosa que esa democracia liberal que aún debemos conquistar de una libertad y de un derecho que son fundamentales: la libertad para y el derecho a participar, de manera deliberativa y activa, en los asuntos que interesan a nuestro vivir común, y de ese modo a convertir esa democracia en algo más que una democracia apenas liberal: en una democracia más rica, más robusta, más potente. La relación entre la democracia liberal y la democracia participativa no es una relación que pueda pensarse de manera etapista o acumulativa: primero una, después la otra. No: a ambas tenemos que conquistarlas juntas y cada una debe verse reforzada y apuntalada por la otra, y eso requiere la multiplicación de los ámbitos y espacios de discusión y de participación y el fortalecimiento de nuestra vocación por ocupar esos espacios con nuestras palabras y con nuestra acción. Esa es siempre la fuerza y el poder del pueblo (¿debemos recordar una vez más la eficacia de la movilización popular frente a la amenaza de la Corte de imponer el famoso “2x1” a los culpables de crímenes de lesa humanidad?, ¿debemos señalar la importancia de las discusiones que propuso y de la movilización que llevó adelante el gran movimiento de mujeres para algunas de las mayores conquistas democráticas de estos años?) frente a las minorías que quieren, que necesitan, para conservar y extender sus privilegios, expropiarlo de su soberanía. A esto es a lo que tenemos que oponernos; contra esto es que tenemos que luchar.




 

| revistamaiz.com.ar |
Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons de Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.