Deudas

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Por Hernán Brienza / POBREZA ESTRUCTURAL Y RELACIONES DE OTREDAD POLARIZADAS / La democracia, como proceso de acumulación y ampliación de derechos, esto es, como conjunto de prácticas sociales y roles institucionales que mejoran las condiciones de existencia materiales y espirituales de los integrantes de una sociedad, es en Argentina una experiencia sostenida apenas desde hace cuatro décadas y su continuidad, algo para celebrar. Pero hay un pasivo significativo y esencial que la misma aún no pudo saldar, vinculado a dos dimensiones fundamentales de la vida política de una república: el desarrollo económico y la distribución del ingreso, por un lado, y el nivel de cultura democrática en...
POBREZA ESTRUCTURAL Y RELACIONES DE OTREDAD POLARIZADAS / La democracia, como proceso de acumulación y ampliación de derechos, esto es, como conjunto de prácticas sociales y roles institucionales que mejoran las condiciones de existencia materiales y espirituales de los integrantes de una sociedad, es en Argentina una experiencia sostenida apenas desde hace cuatro décadas y su continuidad, algo para celebrar. Pero hay un pasivo significativo y esencial que la misma aún no pudo saldar, vinculado a dos dimensiones fundamentales de la vida política de una república: el desarrollo económico y la distribución del ingreso, por un lado, y el nivel de cultura democrática en el que se insertan las relaciones políticas y se resuelven los conflictos, por el otro. Ambas variables son centrales para detener el proceso de deslegitimación que se encuentra en tensión permanente y que, a veces, genera crisis de representatividad cíclicas hacia el interior del sistema político.

Por Hernán Brienza
Politólogo y periodista.

Fotos: Sebastián Miquel

La democracia en la República Argentina está cumpliendo sus primeros cuarenta años ininterrumpidos. Es una buena noticia, por supuesto, pero también es una buena oportunidad para, además de celebrar por la consecutiva ampliación de derechos políticos y civiles de la mayoría de los argentinos, reflexionar sobre las deudas que el sistema democrático no pudo saldar aún con la sociedad. Y ese pasivo, significativo, estructural, esencial está vinculado a dos dimensiones fundamentales de la vida política de una república: el desarrollo económico y la distribución del ingreso, por un lado, y el nivel de cultura democrática en el que se insertan las relaciones políticas y se resuelven los conflictos hacia el interior de una sociedad. En palabras más sencillas, la democracia argentina no ha podido resolver ni la cuestión fundamental de la pobreza estructural ni las relaciones de otredad polarizadas y fragmentadas. Ambas variables son centrales para detener el proceso de deslegitimación que se encuentra en tensión permanente y que, a veces, genera crisis de representatividad política cíclicas hacia el interior del sistema político.

Un primer punto que es necesario aclarar antes de cualquier análisis válido es definir la “democracia” no como un punto de llegada sino como un punto de partida y como un proceso de acumulación de ampliación de derechos de ciudadanía en términos generales. Es decir, no solo como un conjunto de procedimientos o de selección de élites de un sistema de gobierno, pero tampoco como un significante cargado de valoraciones y principios morales, sino como un conjunto de prácticas sociales y roles institucionales que mejoran las condiciones materiales y espirituales de los integrantes de una sociedad y que se valen de procedimientos justos para llevar adelante políticas públicas desde el Estado y por fuera de él, consideradas positivamente por una mayoría y que no restringen derechos humanos básicos adquiridos por una minoría. Es en ese sentido que podemos afirmar que la democracia es una experiencia sostenida apenas desde hace cuatro décadas.

Esta afirmación se basa en el recuento histórico de las marcas autoritarias que se pueden palpar en los dos siglos de vida independiente: 1810-1820, los tiempos de la revolución; 1820-1862, casi medio siglo de guerras civiles; 1862-1912, el proceso de organización nacional que instaló una cuasi república o un sistema democrático virtual, con elecciones fraudulentas, prácticas amañadas, derechos políticos restringidos y la construcción de un Estado nación vinculado a un orden conservador que comenzó a resquebrajarse con la Ley Sáenz Peña; 1930-1983, un proceso caracterizado por los golpes de Estado, el fraude sistemático, la proscripción de las mayorías y la construcción de un Estado crecientemente autoritario que confluyó en los campos clandestinos de detención, tortura y muerte del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Entre estas experiencias en las que se destaca una fuerte impronta restrictiva y represiva, podemos contar con muy pocos momentos de intentos de democratización real: entre 1916 y 1930, con la experiencia de los gobiernos radicales bajo el influjo del voto secreto, universal y obligatorio (solo votaban los hombres), y entre 1946 y 1955, con el primer gobierno peronista y la fallida experiencia que cubre el trienio 1973-1976. Si se suman, estos procesos alcanzan apenas los 27 años salteados, confusos, contradictorios de gobiernos democráticos que, en comparación con las cuatro décadas ininterrumpidas, nos permiten pensar en 1983 como el verdadero inicio o instauración de un sistema democrático sostenido.

El 10 de diciembre es la fecha que abre, entonces, un proceso de democratización que ha tenido flujos y reflujos, contradicciones, avances y retrocesos. Mucho se podrá hablar de las mejoras en la vida institucional, en las respuestas del aparato estatal a las demandas de la ciudadanía, en el perfeccionamiento de las formas de selección de élites de gobierno, la ampliación de derechos políticos –la normalización del Estado de derecho, la reforma constitucional, las PASO, el voto joven– y civiles –leyes de divorcio, de matrimonio igualitario, de identidad de género y de interrupción voluntaria del embarazo–, las políticas de derechos humanos –Juicio a las Juntas Militares, abolición de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, democratización paulatina del accionar de las fuerzas de seguridad–, entre tantos otros hitos en el proceso democrático. 

Sin embargo, más allá de los avances en distintas materias, hay todavía tres núcleos básicos que se presentan como deudas no resueltas por el sistema de gobierno democrático en la argentina: la primera está vinculada con la imposibilidad de llevar adelante una verdadera distribución de la riqueza; la segunda está relacionada con la dificultad que tiene el Estado aun hoy para resolver las demandas y peticiones de la sociedad; y por último, el bajo nivel de cultura democrática que tiene la sociedad civil a la hora de buscar consensos, es decir, el alto nivel de polarización y fragmentación.

El primer ítem está relacionado con una decepción vinculada a las promesas de que la democracia “alimenta, cura y educa”, según el rezo cívico de Raúl Alfonsín en la campaña electoral de 1983. Pero, más allá de esa plegaria desatendida, la economía argentina demostró que el vínculo prometido por el liberalismo en la ecuación “democracia = mercado = desarrollo” no resultó fructífero, y no solo porque no sirvió para distribuir la riqueza, sino porque justamente en democracia, en los años de neoliberalismo-menemismo, se registró la mayor transferencia de la historia argentina de los sectores populares a las minorías concentradas. Atribuible al sistema democrático o no, la pobreza en Argentina pasó de un 6 % en 1973 al 41 % actual, con picos de 56 % durante el 2001. A esto se le suman los bajísimos niveles de expectativas de los ciudadanos. Las mayorías mantienen en su imaginario que la vida de sus padres fue mejor que la propia y que la de sus hijos será todavía peor, lo que contiene no solo el deterioro de la movilidad social ascendente característica del siglo XX, sino además la sospecha de que la curva de movilidad descendente no tiene fin. Esta deslegitima profundamente el sistema democrático, porque lleva a la conclusión –equivocada por cierto– de que “las condiciones materiales de los argentinos eran mejores en tiempos autoritarios que bajo el Estado de derecho”.

El segundo punto se desglosa del primer aspecto, pero está vinculado a la imposibilidad del Estado de satisfacer las demandas por vía institucional, lo que convierte al sistema político en una permanente fuente de frustración y, al mismo tiempo, de búsqueda de soluciones de facto: la imposibilidad de vehiculización de las demandas a través de la negociación de respuestas concretas del Estado genera una cultura de la presión permanente según las herramientas que tengan los diferentes grupos. Los empresariales utilizarán el lobby y la prepotencia, y los sectores populares, la toma permanente de la calle con movilizaciones que obliguen a respuestas inmediatas por fuera de los caminos institucionales de la política.

Pero el tercer punto es quizás el más importante de los tres: la democracia no ha podido mejorar la cultura relacional de los argentinos, no ha podido superar una lógica de otredad absoluta y negativa, donde el Otro es absolutamente irracionalizado, deshumanizado, cosificado, y siempre debe desaparecer. La concepción de la Otredad es tan brutal que en política es imposible zurcir puentes de diálogo; un adversario es siempre un enemigo. En este sentido, es necesario, siempre, generar una cultura que resuelva los conflictos de manera dialógica e insistir en el esfuerzo de cultivar una cultura del encuentro, obligando a quienes tienen discursos fuertemente autoritarios a moderarlos o replegarse hacia el interior de los parámetros de la convivencia democrática. 

Los cuarenta años de democracia demuestran que el 10 de diciembre de 1983 no fue ni un retorno ni una instauración. Se trató, apenas, del inicio de un largo proceso de democratización que debe ser reformulado, enmendado y profundizado. La democracia debe reparar todavía las marcas que dejó el autoritarismo del siglo XX, pero también las heridas que ella misma infligió en las condiciones materiales de vida de la mayoría de los argentinos. Pensar la democracia sin pensar en sus deudas es seguir abonando el terreno de la frustración permanente. Y el peligro es que la frustración sin horizonte concluye más temprano que tarde en el cuestionamiento del mismo sistema democrático.




 

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Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


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