Democracia o posjusticia

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Por Carlos Rozanski / DE LA FUERZA MILITAR A LA GUERRA LEGAL / En 1994 se estableció el texto del primer párrafo del nuevo artículo 36 de la Constitución nacional que puso fin a la “doctrina de facto”, la cual había reconocido como válidos los principales actos jurídicos de quienes usurparon el poder durante los seis períodos dictatoriales que atravesó Argentina a lo largo del siglo XX. Sin embargo, los intereses corporativos que sostuvieron los golpes tradicionales encontraron el modo de continuar yendo contra la institucionalidad y la democracia, reemplazando el uso de las armas por mecanismos de manipulación individual y colectiva de la opinión pública. Un proyecto de “guerra judicial” que se materializó el 10 de diciembre de 2015...
DE LA FUERZA MILITAR A LA GUERRA LEGAL / En 1994 se estableció el texto del primer párrafo del nuevo artículo 36 de la Constitución nacional que puso fin a la “doctrina de facto”, la cual había reconocido como válidos los principales actos jurídicos de quienes usurparon el poder durante los seis períodos dictatoriales que atravesó Argentina a lo largo del siglo XX. Sin embargo, los intereses corporativos que sostuvieron los golpes tradicionales encontraron el modo de continuar yendo contra la institucionalidad y la democracia, reemplazando el uso de las armas por mecanismos de manipulación individual y colectiva de la opinión pública. Un proyecto de “guerra judicial” que se materializó el 10 de diciembre de 2015 y llevó a la instalación de lo que se podría denominar “posjusticia”: un estado de cosas en el que un grupo importante de fiscales y jueces desarrollan su tarea en función de sus propios intereses y los de sus mandantes, y en el que la realidad de los hechos no tiene ninguna importancia y los mecanismos clásicos de control democrático se hallan desarticulados.

Por Carlos Rozanski
Ex juez de Cámara Federal. Fue presidente del Tribunal Oral Federal N° 1 de La Plata, que desde 2006 estuvo a cargo de los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar.

Fotos: Sebastián Miquel

Es sabido que en el devenir histórico de las sociedades en materia de reconocimiento de derechos han ido fluctuando los avances y los retrocesos. No hay reglas fijas en cuanto a la duración de cada etapa, aunque es posible afirmar que todo avance en mejoras sociales genera reacciones de rechazo. Obviamente, quienes lo hacen son aquellos que pierden algún tipo de privilegio o prebenda. En general las respuestas institucionales a esas reacciones han sido deficientes, facilitando retrocesos que usualmente han sido muy violentos. 

Aún con esas deficiencias, en el caso de nuestro país es bueno recordar que, luego del mayor acto reaccionario del siglo XX, producido entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, se concretó el actual ciclo virtuoso de democracia ininterrumpida, que ya lleva cuarenta años. Las violaciones a derechos esenciales producidas durante el citado proceso genocida generaron un abanico de daños inconmensurables de los que hemos ido teniendo detalles a lo largo de esas cuatro décadas. 

En el ámbito judicial se puso en marcha a partir del año 2006 una sucesión de juicios orales a responsables directos de los crímenes. Esos juicios no fueron ni son uniformes ni regulares. Por el contrario, resultan el reflejo de una complejidad social y política en la que cada tribunal representa la variedad de posiciones tomadas ante las atrocidades que motivaron los procesos. No se debe olvidar que el Poder Judicial de Argentina tiene un fuerte componente conservador que se ha mantenido con esa predominancia desde su creación. Recuérdese el 10 de septiembre de 1930, día en que la Corte Suprema de la Nación convalidó el primer golpe de Estado del país, ocurrido cuatro días antes, el 6 de septiembre de ese año. A instancias de un dictamen del entonces procurador general Horacio Rodríguez Larreta, los cortesanos sostuvieron que “el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país, es, pues, un gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”. Se resignaban de ese modo, de manera explícita, los derechos esenciales de los ciudadanos al instalar el concepto totalitario de que la posesión de la fuerza repele cualquier discusión, incluso la judicial. 

En total, a lo largo del siglo XX se produjeron seis golpes de Estado cívico-militares en el país, en los que se derrocaron gobiernos civiles (1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976). En ellos, catorce dictadores gobernaron arrogándose el título de presidente y sumando un total de veinticinco años de la Argentina bajo regímenes totalitarios. Si bien en todos ellos el poder se ejerció de manera violenta, fue durante la ya citada última dictadura genocida, a partir del 24 de marzo de 1976, cuando se llevó adelante un proceso con características que lo diferenciaron de los períodos dictatoriales anteriores. Persecución, secuestro, tortura, desaparición y muerte signaron la etapa, generando un indescriptible daño a las víctimas directas e indirectas, que suman millones. Más de 30.000 desaparecidos y 500 bebés apropiados, a quienes se les robó la identidad, permiten tener una idea de la tragedia. 

El rol del Poder Judicial durante los seis períodos dictatoriales ha sido clave. No solo en la citada convalidación de aquel 10 de septiembre de 1930, sino porque habilitó lo que luego se conocería como “doctrina de facto”. Con excusas como “la continuidad jurídica”1, el sistema judicial continuó aplicando ante los golpes posteriores aquel infame razonamiento propuesto por Rodríguez Larreta a la Corte Suprema. 

Ya en democracia, y luego del gobierno de Raúl Alfonsín y el conocido Juicio a las Juntas, en julio de 1989 asumió como presidente de la nación Carlos Saúl Menem. Entre octubre de 1989 y diciembre de 1990 Menem dictó una veintena de decretos mediante los cuales indultó a los principales responsables de la sangrienta dictadura comenzada en 1976. La liberación de los genocidas significó un retroceso social enorme en materia de derechos humanos y de infinito dolor para todas las víctimas. 

En 1990, Menem designó juez de la Corte Suprema a su amigo Julio Nazareno. Se constituyó a partir de allí lo que se conocería como “la mayoría automática”, con la cual el presidente de la nación contaba con los votos suficientes del tribunal máximo de nuestro país para llevar adelante un plan de gobierno fuertemente neoliberal y de impunidad para los genocidas. 

Recién en 1994, y luego de intensos debates en la Convención Constituyente, se estableció el texto del primer párrafo del nuevo artículo 36, que señala: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos”2. Esta nueva y contundente definición puso fin a cualquier especulación jurídica nefasta, como lo fue la denominada “doctrina de facto”. Pero, como sucede con toda norma escrita, la tinta se seca y la realidad la comienza a superar.

Y la realidad en este tema es que los enormes intereses corporativos que históricamente generaron y sostuvieron los golpes tradicionales prestaron atención a las alarmas que esta nueva Constitución encendía para ellos. Así, con los infinitos recursos materiales con que siempre contaron y el aporte de los leguleyos amorales que siempre les dieron letra, comenzaron la elaboración de un antídoto. Abrevaron para ello en la inagotable fuente de inspiración que habita en los Estados Unidos del norte. 
En ese camino, pocos años después, descubrieron el “lawfare”. Traducido habitualmente como guerra jurídica o guerra judicial, es un concepto que surgió por primera vez en un ensayo que el general de división (retirado) Charles Dunlap Jr., de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, escribió para la Escuela de Gobierno John F. Kennedy, de la Universidad de Harvard, en 2001. Más recientemente, en su Manual básico de introducción a la guerra jurídica, el propio Dunlap lo define entre otros conceptos como “el uso de la ley como un medio para conseguir lo que de otra manera tendría que conseguirse con la aplicación de la fuerza militar tradicional”.

En su implementación práctica, se trata del reemplazo de las armas convencionales –fusiles, ametralladoras, cañones– por mecanismos de manipulación individual y colectiva de la opinión pública. Con la paciencia que la riqueza material facilita, a lo largo de la primera década del nuevo siglo los verdaderos detentadores del poder diseñaron sus estrategias. Entrada la segunda década, el panorama se les complicaba, porque el país estaba gobernado por Cristina Fernández de Kirchner. Su compañero, Néstor, había llevado adelante, entre otros avances épicos, el reemplazo de los miembros corruptos de la Corte Suprema de Justicia integrantes de “la mayoría automática”. 

Habiendo resultado electo tan solo con el 22 % de los votos, el presidente Kirchner demostró para la posteridad que cuando hay decisiones políticas enérgicas y honestas los cambios son posibles. Durante su gobierno, en 2005, la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró inconstitucionales las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, ratificando una previa ley del congreso (la N° 25.779, de 2003). Ese fallo habilitó el comienzo, en 2006, de un ciclo de juzgamiento de responsables de delitos de lesa humanidad. 

Un año después, en 2007, la Corte Suprema, con cuatro votos a favor sobre siete miembros, declaró inconstitucional el indulto al general Santiago Omar Riveros. Ello abrió el camino a similar criterio respecto de otros genocidas, entre ellos, los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera. En su fallo, la Corte consideró que “los delitos de lesa humanidad, por su gravedad, son contrarios no solo a la Constitución Nacional, sino también a toda la comunidad internacional”, por lo cual aseguró que pesa sobre todos los Estados “la obligación de esclarecerlos e identificar a sus culpables”. 

Sin presentarse a su reelección, en diciembre de 2007, como se dijo, a Néstor lo sucedió como presidenta de la nación Cristina Fernández de Kirchner, ganando las elecciones con el 45,28 % de los votos. Luego de cuatro años de gobierno, Cristina Fernández se volvió a presentar, imponiéndose en 2011 en veintitrés de los veinticuatro distritos electorales del país, con el 54,11 % de los votos. Este resultado se vivió como una tragedia para todos los sectores de la derecha de nuestro país. Representaba la continuidad de un proyecto que beneficiaba a la inmensa mayoría de los habitantes, comenzando por los más vulnerables, pero afectaba intereses del sector tradicionalmente más enriquecido e impune de nuestra sociedad. 

Ante ese panorama, se puso en marcha el proyecto de “guerra judicial”, que, si bien ya funcionaba en esos años, se materializó el 10 de diciembre de 2015 con la llegada al poder de Mauricio Macri. Sobre esta irrupción, escribió un prestigioso investigador del tema: “Es un caso sin precedentes en la historia argentina y muy raro a nivel global el que un personaje de este tipo ocupe la presidencia de un país, aunque esa aberración puede ser comprendida a partir de la degradación profunda de la burguesía argentina”. Y agregó: “En Argentina empieza a conformarse un régimen autoritario con apariencia constitucional, convergencia mafiosa de camarillas empresarias, judiciales y mediáticas monitoreada por el aparato de inteligencia de los Estados Unidos”3





Es interesante recordar aquí que el creador del lawfare, Charles Dunlap, cita en sus trabajos a un asesor de la Fundación Heritage, Dean Cheng. En la página oficial de la institución puede leerse que “La Fundación Heritage es un baluarte contra la marea creciente del socialismo y las turbas que buscan destruir este gran país”. La cita es elocuente de la ideología tanto de la fundación como de sus integrantes. Entre ellos, Cheng, que sostiene que la guerra legal es en lo esencial “argumentar que el grupo al que uno pertenece está defendiendo la ley, criticar el grupo opuesto por violar la ley y defender el grupo al que uno pertenece en los casos donde también ocurren violaciones de la ley”. En realidad, es una inmejorable descripción de lo que la derecha ha venido exhibiendo como discurso, carente de cualquier contenido ético, pero repleto de cinismo y soberbia. 

Durante los cuatro años de gestión macrista se concretaron todos los principios teóricos del lawfare diseñados por Dunlap y sus discípulos. Con la adaptación lógica a la realidad regional, en el país el plan se sustentó en cuatro pilares que fueron encabezados por el Poder Ejecutivo, con un gabinete de ministros seleccionados por sus cualidades afines al proyecto. Estas eran básicamente: origen de clase acomodada, escasa preparación intelectual comunitaria y carencia absoluta de parámetros morales. 
El segundo pilar lo constituyeron los medios hegemónicos de comunicación, esencialmente aquellos de posición dominante en el mercado. Desde allí idearon un sistema de articulación de noticias falsas con las que se construyó opinión, profundizando el sentimiento antipopular, y en especial antiperonista, y alentando el apoyo a medidas económicas perjudiciales para los sectores de menores recursos e incluso para los propios sectores reclutados. 

El tercer pilar lo conformaron los servicios de inteligencia del Estado, comandados por el propio presidente de la nación, Mauricio Macri. Desde allí se realizaron tareas de espionaje cuya dimensión no había sido alcanzada ni siquiera en dictadura, proveyendo al cuarto pilar, el Poder Judicial, el material indispensable para las persecuciones. De ese modo, el sector más reaccionario de ese poder del Estado materializó uno de los desafíos más complejos de todo saqueo a gran escala, que es garantizar impunidad a la banda que integran, al tiempo que imputar, procesar y hasta encarcelar opositores. 

Esta mecánica, además de neutralizar una parte de la militancia, actuó como formidable disciplinador de sectores intermedios tradicionalmente indecisos o diletantes. Y con ese blindaje llevaron adelante un saqueo jamás visto en el país. 

La amalgama que une los cuatro pilares y hace posible que las atrocidades tengan un ropaje “democrático” es la manipulación de un sector de la población necesario para definir cualquier elección. Tiempo antes de las presidenciales de 2015, el grupo que llevaba a Macri como candidato había contratado a la empresa inglesa Cambridge Analytica, dedicada precisamente a la manipulación de los votantes a partir de información clasificada adquirida de una de las redes virtuales más grandes del planeta, Facebook. 

En efecto, Cambridge Analytica, luego desintegrada debido a la investigación del Senado inglés por sus maniobras ilegales de manipulación y fraude, hizo un aporte decisivo a los planes macristas. Es interesante resaltar que la misma empresa que brindó sus servicios a Macri y su grupo criminal influyó en las elecciones presidenciales de Trinidad y Tobago, Kenia, el Brexit inglés o la elección de Donald Trump en Estados Unidos. 

Baste el ejemplo del triunfo de Trump en 2016, donde Hillary Clinton, pese a haber obtenido 2.000.000 de votos más que Trump, perdió en el colegio electoral del sistema de ese país. Para ello, Cambridge Analytica había manipulado una parte de la opinión pública diseminando spots publicitarios donde se afirmaba que Hillary era corrupta. 

En nuestro país, un año antes (2015), María Eugenia Vidal ganaba la gobernación de la provincia de Buenos Aires a Aníbal Fernández. Para ese triunfo, la coalición Cambiemos había difundido una semana antes de las elecciones la idea de que el candidato opositor era “la morsa”, un delincuente responsable de tráfico de drogas y asesinatos. Cinco años después se comprobaba que Fernández nada tenía que ver y que la morsa era un ex agente de los servicios de inteligencia. Ninguna importancia tenía esa realidad, pues para ese entonces Vidal ya había saqueado la provincia de Buenos Aires. 
Se debe recordar también que el mismo año Macri ganaba las elecciones presidenciales a Daniel Scioli por el 1,6 % de los votos. Esas cifras demuestran la trascendencia fraudulenta de la manipulación electoral y con qué pequeños porcentajes se pueden definir elecciones. 

En todo ese proceso de corrupción, el rol del Poder Judicial resulta definitorio. Debe tenerse en cuenta que desde la convalidación por parte de la Corte Suprema de Justicia del primer golpe de Estado del siglo XX en nuestro país quedaron reconocidos como válidos los principales actos jurídicos de los usurpadores mediante la “doctrina de facto”. Como igualmente se dijo, recién en 1994, a partir de la reforma constitucional, quedó expresamente vedada esa brutal interpretación jurisprudencial. Sin embargo, dicha reforma no impidió la referida actividad delictiva llevada a cabo desde 2015 hasta 2019 durante la gestión de Mauricio Macri. La razón para dicho resultado es que uno de los primeros actos del presidente Macri fue incorporar a dos nuevos jueces de la Corte Suprema (primero por decreto ilegal y luego validados por el Congreso), con los que garantizó su propia impunidad y la de su grupo operativo. Con designaciones y cooptaciones claves en la Justicia federal, Macri manejó aun después de su salida del Gobierno los principales resortes de la institucionalidad de la Argentina. Adecuadamente asesorado, su metodología de persecución desarticuló los tradicionales mecanismos democráticos de control (frenos y contrapesos), diseñados para evitar esa clase de atropellos pero por completo insuficientes ante el poder real que respalda la actividad desestabilizadora de esos grupos criminales. 
Un claro ejemplo de lo dicho es el atentado contra la vida de Cristina Fernández de Kirchner llevado a cabo el 1° de septiembre de 2022. El hecho criminal fue encubierto desde el corazón mismo del Poder Judicial federal a partir del día de producido, con el objetivo de limitar las investigaciones al mínimo posible. En especial a quien portaba el arma con la que se intentó el magnicidio. Quedaban fuera tanto los autores intelectuales como quienes lo financiaron, a pesar de las innumerables pruebas que apuntaban a conocidos empresarios y políticos. 

El lawfare instaló en el país lo que se podría denominar “posjusticia”, en la cual un grupo importante de fiscales y jueces desarrollan su tarea en función de sus propios intereses y los de sus mandantes. En ella, la realidad de los hechos no tiene ninguna importancia. Se trata de un nuevo escenario en el cual, como se dijo, los mecanismos clásicos de control democrático se hallan desarticulados. En él, los jueces honestos, a pesar de ser mayoría, están silenciados ante una estructura de corte mafioso que por ahora se mantiene muy sólida.

En síntesis, la experiencia cotidiana permite afirmar que existe una relación proporcional entre la calidad de la justicia del país y la plena vigencia democrática con defensa de los intereses de los sectores más vulnerables. Es por eso que los detentadores del poder real y sus sicarios garantizan a los magistrados y funcionarios corruptos del Poder Judicial la continuidad de sus privilegios y el blindaje necesario para devolver los favores mediante fallos indefendibles. Sin Justicia corrupta no hay lawfare, y sin lawfare no hay saqueo. 

El tiempo y la tarea de los dirigentes políticos honestos dirán si esta desigual ecuación entre vulnerables y poderosos puede ser revertida. Los optimistas creemos que así será.

Notas

1 Se establecía la validez de las decisiones jurídicas tomadas durante los gobiernos de facto.
2 Cláusula propuesta por Raúl Zaffaroni con opinión contraria de Elisa Carrió, ambos convencionales.
3 Beinstein, J. (2017). Macri, orígenes e instalación de una dictadura mafiosa. Ediciones Waiwén, p. 18.





 

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