Contra la neutralidad

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Por Marta Vassallo / FEMINISMO E IDENTIDAD POLÍTICA / ¿Cómo explicar la complacencia de ciertos sectores autodenominados feministas con el Gobierno macrista? La ausencia de relación alguna entre el desprecio de este por el destino de las mayorías y la suerte de las mujeres es una de las más preocupantes contradicciones que resultan de una idea de supuesta neutralidad, en la cual las reivindicaciones feministas aparecen...
FEMINISMO E IDENTIDAD POLÍTICA / ¿Cómo explicar la complacencia de ciertos sectores autodenominados feministas con el Gobierno macrista? La ausencia de relación alguna entre el desprecio de este por el destino de las mayorías y la suerte de las mujeres es una de las más preocupantes contradicciones que resultan de una idea de supuesta neutralidad, en la cual las reivindicaciones feministas aparecen disociadas de un proyecto político particular. De cara a esta ilusión, la ligazón de tales reivindicaciones con las realidades palpables de las poblaciones a las que pertenecen sus militantes y el reconocimiento social de las políticas feministas al nivel de las políticas consagradas se vuelven requisitos inexcusables de la batalla cultural.

Por Marta Vassallo
Periodista. Integrante del Comité por la libertad de Milagro Sala.

Fotos: Sebastián Miquel

Se ha hablado y escrito mucho sobre las complejas relaciones entre las mujeres y el poder: ¿quieren las mujeres el poder?, ¿son aptas para ejercerlo?, ¿lo ejercen sólo oblicuamente desde el ámbito doméstico que les ha sido asignado como su ámbito natural o desde su capacidad de manipulación y de influencia sobre hombres con poder?, ¿hay un modo femenino de ejercer el poder, que no convierta a las mujeres en caricaturas masculinas? El feminismo está habitado por una paradoja central: es un movimiento que aspira a dar poder a las mujeres (afirmación ante la cual, de inmediato, se plantean las preguntas: ¿cuál poder?, ¿ejercido cómo?). Pero la impronta netamente masculina de los poderes reales resulta en que desde el feminismo se suela recelar de las mujeres con poder. Y como este último es el núcleo de toda política, las dificultades de estas relaciones se reflejan, de modo privilegiado, en las relaciones entre el feminismo y las prácticas políticas.

El otro polo de este intríngulis es que las mujeres que acceden a alguna forma de poder tienden a mimetizarse con él, a ver las reivindicaciones intransigentes del feminismo como engorrosos obstáculos a su ascenso. Tanto las instancias políticas como las ONG –que crecieron al calor de la retirada de los Estados– han dado lugar a un sector de mujeres cuyo poder institucional suele estar en proporción inversa a su solidaridad de género. En la Argentina, las mujeres que respondiendo orgánicamente a un partido político luchan por introducir en él reivindicaciones feministas se encuentran aisladas y poco prestigiadas en el seno de ese partido, y, al mismo tiempo, son acusadas por parte de la militancia feminista de tibieza, de priorizar los intereses partidarios por sobre la defensa de los derechos de las mujeres.

La supuesta neutralidad de las ONG aparenta sintonizar con concepciones feministas radicalizadas, dado que levantan un paquete de reivindicaciones –agenda, en el vocabulario oenegeísta– invariable, imperturbable, no importa cuáles sean las circunstancias geográficas, culturales, los conflictos políticos y sociales en que necesariamente se asumen, rechazan o adaptan esas reivindicaciones. La “burocracia” feminista y la radicalidad feminista, enfrentadas entre sí, confluyen, sin embargo, cada cual desde su perspectiva, en cuestionar la dinámica política predominante como intrínsecamente opuesta a sus objetivos.

Claro que esta situación es el indicio de cuán ajena sigue siendo la lógica político-partidaria y electoral respecto de las concepciones feministas, y la consiguiente dificultad que las diferentes manifestaciones del feminismo tienen para ser vistas como manifestaciones genuinas de la política.



Un paso adelante cualitativo en las relaciones entre feminismos y poderes implicaría una incorporación más amplia de las reivindicaciones feministas al sentido común social –y por ende político–, por un lado; y, por el otro, en estrecha relación con eso, la posibilidad de que el feminismo haga surgir sus reivindicaciones de las circunstancias sociales y culturales donde se desenvuelve su militancia, en lugar de hacerlas descender como desde fuera y desde lo alto, independientemente de esas circunstancias. Por ejemplo, no son los mismos los términos al hacer una campaña a favor de la legalización del aborto en las grandes ciudades argentinas que en las comunidades aborígenes o con un gran componente aborigen, de carácter rural, o fuertemente marginal en la periferia de las ciudades, donde el aborto preconizado desde los centros urbanos está asociado, no sin fundamentos, con el exterminio étnico.

Uno y otro requisito, esto es, que la sociedad reconozca a las políticas feministas el mismo nivel que a las otras políticas consagradas, y que el feminismo haga surgir sus reivindicaciones de las historias y experiencias de las poblaciones a las que pertenecen sus militantes, son tan deseables como lejanos. Pero son la condición para superar el recurrente desfasaje entre las reivindicaciones feministas y las prácticas políticas, la ilusión de que, a diferencia de otras propuestas y demandas sociales, la transversalidad feminista signifique la indiferencia al proyecto político, social y cultural integral a cuyo servicio poner esas reivindicaciones.

Esta suerte de indiferencia de ciertos feminismos a las identidades políticas (no es el caso de las banderas feministas levantadas por las formaciones de izquierda, por ejemplo, para las cuales feminismo y socialismo son indisociables) da lugar a un sinfín de contradicciones y controversias no resueltas.

Ciertos sectores no parecen ver contradicción entre una anunciada política contra las violencias de género y la violencia que significa la política económica y social del Gobierno de Macri, en especial, para las mujeres, sobre quienes caerá el peso de las tareas de cuidado gratuitas, del trabajo informal, de la falta de autonomía económica, de las maternidades no elegidas.
Por ejemplo, la regulación de la prostitución concebida como una profesión entre otras, asumida con entusiasmo por algunas vertientes del feminismo, es una concepción de fuerte impronta neoliberal; en efecto, se funda en el contractualismo, al presentar el ejercicio de la prostitución como un acuerdo entre individuos iguales; presenta como “libre opción” lo que es una imposición, a veces más sutil, otras brutal; secunda la degradación del mundo laboral, al desdibujar la frontera entre trabajo y esclavitud. Sin embargo, es promovida por núcleos de académicos y profesionales que se consideran “progresistas”, y también por buena parte de las fuerzas políticas populares, tanto desde algunas vertientes del peronismo como desde algunas corrientes de izquierda. Es una posición que ejerce un atractivo indudable y que es vivida como superadora de prejuicios anacrónicos. La doctrina del “trabajo sexual”, al que se deja de llamar “prostitución” como si llamarlo de otra manera cambiara la índole de la actividad, atrae a las generaciones de mujeres jóvenes, especialmente estudiantes universitarias, que la repiten en los mismos términos en distintas vertientes de la izquierda y el peronismo, coexistiendo sin fricciones con sus consignas antiliberales. Es un claro ejemplo de una doctrina que se reproduce en términos idénticos desde diferentes concepciones políticas, incluso desde corrientes antiliberales que no establecen ninguna conexión entre ella y la avanzada neoliberal.

Otra contradicción perjudicial para el movimiento de mujeres es la negativa a legislar el derecho al aborto. El proyecto igualitario y soberanista de los Gobiernos kirchneristas era coherente con una ampliación de derechos que no alcanzó, sin embargo, al derecho al aborto, por ejemplo, a pesar de que las más graves consecuencias de su prohibición las padecen las mujeres y niñas de los sectores populares, pertenecientes a los ámbitos en que se desarrolla la militancia territorial. Asimismo, la alianza con el papa Francisco de significativos sectores del peronismo, comprensible en términos políticos, desplaza a segundos planos reivindicaciones de corte laico cruciales para los proyectos populares de educación, salud y justicia. Para el feminismo no son negociables una educación no confesional, un sistema de salud libre de dogmas eclesiásticos, una justicia no patriarcal.

Este conflicto con los principios del Vaticano, en momentos en que un papa argentino asumía inesperadamente una posición contraria al capitalismo especulativo y el apoyo a las aspiraciones a “la Patria Grande” de la región latinoamericana, constituyó un dilema para significativos sectores del peronismo cuya íntima convicción acerca de la legitimidad del derecho al aborto, de una educación pública laica, de una justicia no sexista, no encontró un canal eficaz para expresarse ni, por consiguiente, para imponerse.

En cambio, esta alianza de parte del peronismo con la Iglesia atrinchera a sectores de feministas en su repudio a una fuerza política mayoritaria y popular.

Pero, por otra parte, ¿cómo compatibilizar con el feminismo la complacencia con el actual Gobierno de la alianza Cambiemos visible en ciertos sectores autodenominados feministas? Los mismos sectores que niegan el apoyo a la líder de la organización social Milagro Sala y a sus compañeros, arbitrariamente detenidos en condiciones deplorables en Jujuy, una provincia donde el Estado de derecho se ve gravemente vulnerado, se entusiasman con la defensa de los derechos de las mujeres anunciada desde la presidencia del Consejo Nacional de las Mujeres. Parecen no ver ninguna contradicción entre una anunciada política contra las violencias de género y la violencia que significa la política económica y social del Gobierno de Mauricio Macri para sectores mayoritarios de la población, y, específicamente en ellos, para las mujeres, en una situación de vulnerabilidad mayor por su género. No establecen ninguna relación entre el desprecio por el destino de las mayorías que ostenta de hecho y de palabra el Gobierno de la economía especulativa y la delincuencia financiera y la suerte de las mujeres, sobre quienes caerá inexorablemente el peso de las tareas de cuidado gratuitas, del trabajo informal, de la falta de autonomía económica, de las maternidades no elegidas, en el contexto de una sociedad librada al sálvese quien pueda. Por si hacía falta una prueba estridente de la “política de género” de Cambiemos, basta con recordar la represión policial en que culminó en la Ciudad de Buenos Aires la gigantesca movilización del 8 de marzo, Día internacional de la mujer.

Elaborar una política de género integral, que reduzca estas contradicciones y preste atención a las realidades palpables de discriminación y subalternidad de las mujeres con quienes convivimos en barrios, lugares de trabajo y de militancia, es una exigencia ineludible para quienes somos conscientes de la importancia de librar la batalla cultural.

Las gestiones de Cristina Fernández de Kirchner no estuvieron exentas de contradicciones y limitaciones en el terreno de las políticas de género, especialmente en la implementación de leyes transformadoras, como la ley contra la violencia hacia las mujeres, la de parto humanizado, la ley de trata en su reforma de 2012, por mencionar los ejemplos más relevantes. Pero nos enseñaron, entre otras cosas, la importancia del marco de una política inclusiva, igualitaria y soberana para satisfacer las demandas de inclusión, igualdad y soberanía para las mujeres en lucha por su autonomía económica, por el acceso a una justicia sin paradigmas sexistas y por el ejercicio efectivo de sus libertades.

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Maiz es una publicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. ISSN 2314-1131.


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