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¿Quién dijo que nada puede ser mejor de lo que es?

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Un jubilado manifiesta en las calles en contra del gobierno de Macri
Por Ricardo Aronskind / LA ECONOMÍA: LÍMITE O POTENCIAL EMANCIPATORIO / El neoliberalismo globalizado tiende a que los individuos introyecten como naturales las restricciones materiales impuestas por las corporaciones, autonomizadas de cualquier orden público democrático. Que el mundo es así y sólo queda adaptarse a una minúscula cuota de libertad material –o competir con el prójimo para obtener...
LA ECONOMÍA: LÍMITE O POTENCIAL EMANCIPATORIO / El neoliberalismo globalizado tiende a que los individuos introyecten como naturales las restricciones materiales impuestas por las corporaciones, autonomizadas de cualquier orden público democrático. Que el mundo es así y sólo queda adaptarse a una minúscula cuota de libertad material –o competir con el prójimo para obtener una mayor– se vuelve una verdad transparente. Otra, por el contrario, permanece velada: la economía, vivida por las mayorías como un terreno de limitaciones, podría rescatarlas de la angustia existencial del sustento, de la que provocan la competencia y la acumulación individual, y respaldar la ampliación de las libertades personales, comunitarias, regionales. En los movimientos que resisten a las múltiples formas de opresión y en la recuperación de la imaginación económica está la clave.

Por Ricardo Aronskind
UNGS-UBA.

Fotos: Sebastián Miquel

La economía es un campo de la vida social. Es allí donde se define qué se produce, cómo se organiza la sociedad para producir y, además, cómo se distribuye el producto del esfuerzo colectivo. La economía actual tiene la doble característica de ser un hecho, una realidad fáctica, “objetiva”, pero también ser parte de una voluntad específica, de un deseo, de una determinación política (del capital) de cómo deben ser las cosas. Esa dualidad es usada por todos los políticos e ideólogos conservadores del mundo para explicarle a la sociedad por qué nada puede ser mejor de lo que es.

A pesar de que vivimos en un mundo en el que reina la propiedad privada de los medios de producción, la economía no es una cuestión privada sino pública, porque condiciona cómo vive la población del mundo. Aclaramos que es pertinente decir el mundo, y no algún país o localidad, porque la humanidad hoy está masivamente organizada en relación a una gigantesca división del trabajo, imperfecta, pero que hace que todos seamos absolutamente dependientes unos de otros.

Tener conciencia de la interdependencia no implica sostener que todos estemos asociados armónicamente en una empresa común que nos beneficia a todos. Sólo nos dice que la vida de todos está condicionada por una densísima imbricación en un marco global, aunque las porciones de poder y de autonomía de individuos, empresas y naciones sean extremadamente diferentes.

Alguien puede estar pensando, como contraejemplo, en la élite mundial. Ese 1% que está pasando hoy por un extraordinario momento de auge de su poder y riqueza. Pero incluso ese sector minúsculo no podría existir por fuera del monumental sistema de producción y extracción de riqueza que organiza el mundo, y que ellos gobiernan tan voraz como irresponsablemente.

Desempleados duermen en asientos de calles céntricas porteñas

La economía tiene la particularidad de ser un espacio de la vida social de enorme relevancia por su capacidad para condicionar aspectos centrales de la existencia individual, pero que –por una herencia ideológico-epistemológica construida en el siglo XVIII– aparece como una cuestión de los individuos, particular, separada de la política, de la esfera pública. Este enfoque completamente equivocado permite sustraer la esfera económica del conjunto de cuestiones públicas de primera importancia y propiciar que ese espacio estratégico de poder permanezca en la sombra de los grandes debates sociales.

En todo caso, la pertenencia al gigantesco sistema de la división internacional del trabajo restringe nuestra libertad, en cuanto que estamos absolutamente condicionados por una enorme maraña de necesidades, deseos, aspiraciones –en la cual hemos sido formados y educados, al punto que condiciona plenamente nuestra subjetividad–.

Esos condicionamientos nos obligan, o nos impulsan, a aceptar el intercambio de todas nuestras capacidades y energías por otros bienes y servicios que requerimos para “ser” en el mundo actual. Hasta las ideas más nihilistas e individualistas son producciones y productoras del orden global. Hasta los nacionalismos más exclusivistas tienen hermanos gemelos por todas partes del orbe.

En este gigantesco sistema, las disparidades en cuanto a la libertad individual son extraordinarias, y las capacidades individuales para autodeterminarse son totalmente asimétricas.

En los extremos, podríamos decir que hay una minoría social que nace casi en el “reino de la libertad”, ya que no conoce ninguna limitación material a sus deseos y en todo caso su libertad está coartada en un sentido más profundo por el limitado mundo de sus aspiraciones, que seguramente fueron configuradas por su “estatus” social, basado en el consumo y la permanente alimentación de los símbolos materiales del poder. Pueden hacer lo que quieran, pero, como sugirió Schopenhauer en términos más universales, difícilmente querer lo que quieran: eso ya está de alguna forma prefigurado en el orden cultural dominante.

En el extremo opuesto están los que nacen y –en el caso de sobrevivir a sus dramáticas condiciones iniciales de llegada al mundo social– pasan el resto de su existencia tratando de obtener las cosas básicas que les permitan alimentarse, guarecerse y quizás acceder mínimamente a algunos bienes que ratifiquen su condición de seres nacidos en una civilización que contiene inmensas riquezas culturales, cuasi inaccesibles.

El extraordinario desarrollo científico y tecnológico contemporáneo –incorrectamente atribuido a supuestas bondades intrínsecas del sistema capitalista, pero exitosamente apropiado por él para reforzar su prestigio social global– sigue creando maravillosas condiciones para ampliar extraordinariamente la libertad individual. A condición, por supuesto, de que ese deslumbrante despliegue del conocimiento humano deje de ser apropiado por una minoría social y se vuelque decididamente hacia el enriquecimiento de la vida y la reconciliación de la especie humana con su entorno natural.

La libertad de las naciones

En el campo de la política internacional, el gran tema de la libertad se relaciona estrechamente con los condicionamientos materiales y específicamente económicos que regulan la distribución de poder en el sistema mundial. Probablemente hasta hace un siglo, o menos, el poder militar –estrechamente vinculado a sus dotes productivas– era la clave de la capacidad de autodeterminación de los países, y de sus habilidades para dominar o resistir la dominación de otros. Ese poder ha sido parcialmente desplazado por la esfera de la economía internacional.
En las últimas décadas, la libertad nacional –lo que llamamos soberanía– está sometida a un proceso de erosión, especialmente en el mundo periférico, a partir de la configuración de una institucionalidad económica mundial hecha a imagen y semejanza de las necesidades de los países centrales y sus corporaciones multinacionales.

Pero no sólo por lazos materiales, económicos, financieros, tecnológicos. La soberanía es erosionada por la penetración mediática, ideológica, cultural, académica. Los estudios sobre la dependencia –dejados de lado en América Latina no por buenas razones– intentaron mostrar los mecanismos multidimensionales que coartaban la autodeterminación de nuestros pueblos.

Un hombre en situación de calle busca alimento en la basura, atrás en una vidriera, la inscripción "Viva la vida"



Una novedad del proceso reciente de globalización –desde hace aproximadamente cuarenta años– es que los propios Estados nacionales, tanto los pequeños como los grandes, están crecientemente condicionados por las gigantescas corporaciones que surgen en las transformaciones del sistema capitalista. Monumentales organizaciones que disponen de cuantiosos recursos, capacidades organizativas e influencia política. Las corporaciones productivas y el capital financiero operan eficazmente sobre los sistemas partidarios, los medios masivos de comunicación, el mundo académico y las fundaciones y organizaciones “sin fines de lucro”.

Entre las novedades de la globalización, ha surgido la práctica masiva del endeudamiento de las naciones periféricas como forma adicional de control y dominación sobre sus economías, sistemas políticos y decisiones soberanas por parte de organismos supuestamente multilaterales, que encubren las visiones estratégicas de los centros políticos y económicos hegemónicos.

Globalización: la libertad para las corporaciones

Si bien podemos legítimamente discutir en qué medida es democrático el Estado, al menos se puede afirmar que parte de sus autoridades son electas en procesos que, aunque también están intervenidos por el poder económico y social, reposan finalmente en la decisión de millones de personas. A diferencia de eso, en el mundo corporativo no existe nada que sea parecido a la participación colectiva –basada en el criterio “un hombre, un voto”–, a pesar de ser un ámbito de la vida social que acumula cada vez más poder e influencia. La creciente incidencia social del mundo corporativo no responde en absoluto a reglas de selección igualitaria, lo que está erosionando la posibilidad mínima de los individuos para participar en alguna medida en las grandes decisiones políticas.

Uno de los hitos de este creciente proceso de empoderamiento de las grandes concentraciones de capital ocurrió en 1992, cuando el financista George Soros, comandando un fondo de inversión privado, logró mediante oportunos movimiento de fondos doblegar al Banco de Inglaterra –una de las instituciones financieras más experimentadas del mundo–, obligándolo a devaluar la libra esterlina.

Hoy las organizaciones globales están en condiciones de afectar decisivamente la vida cotidiana de la mayor parte de los habitantes del mundo, pero están, al mismo tiempo, fuera del control de la sociedad. Las sucesivas olas desregulatorias a nivel global y nacional no han hecho otra cosa que facilitar extraordinariamente la libertad de movimiento de los capitales, y de chantaje sobre las entidades nacionales. Las decisiones corporativas constituyen un factor decisivo sobre las formas en que la vida social se desenvuelve, en tanto que las sociedades, debido al debilitamiento de las potestades regulatorias de los Estados, tienen una incidencia ínfima en su direccionamiento.

Un solo ejemplo histórico nos permitirá ilustrar sobre la “libertad” en el mundo actual: la crisis mundial de 2008. En ella, el gran capital financiero norteamericano generó un escenario catastrófico al incrementar dramáticamente sus ganancias debido a la especulación inmobiliaria. Toda la economía estadounidense se expandía en torno a una situación ficcional, ya que ningún organismo público tenía poder o voluntad de poner bajo control la realidad. Al estallar la crisis, provocó que millones de personas en todo el mundo perdieran sus viviendas, sus trabajos, sus pensiones, sus ahorros para pagarse los estudios universitarios, o vieran deteriorarse severamente sus condiciones de vida. Millones perdieron libertades y posibilidades de tener una vida mejor. Sin embargo, ninguna de las grandes corporaciones, causantes concretas de tal daño social, recibió castigos reales. Las multas por las estafas y engaños fueron mínimas. Sus CEO salieron impunes de la aventura, y los Estados nacionales golpeados por la crisis debieron hacerse cargo de evitar el derrumbe de la economía mundial y reparar parcialmente los daños realizados, al costo de deteriorar sus propias prestaciones públicas.

En el ejemplo comentado se ve claramente que el único actor social con real libertad en el mundo globalizado son las corporaciones financieras. Los Estados aparecen subordinados a estos “todopoderosos”, y los cientos de millones de seres humanos afectados son actores pasivos de un drama en el que participaron sin tener capacidad alguna de decisión, ni antes ni después de los acontecimientos.

Surge un cuadro donde la libertad real de los individuos, de las grandísimas mayorías, está fuertemente recortada, condicionada y degradada por las necesidades de un sistema global claramente jerárquico.

Discutir la economía para democratizar la sociedad

Sin embargo, es claro que existen impulsos múltiples de libertad en todo el planeta, que se expresan en constantes intentos de transformar las condiciones de vida, cuestionar el consumismo como eje central, fundar otro tipo de relaciones humanas fraternas, volcar hacia la comunidad el potencial creativo de todos. Esos anhelos y experiencias de libertad no pueden ser dominados ni controlados, por más concentrado que esté el poder global.

Los movimientos de mujeres, los movimientos de protección de la biósfera, los movimientos de resistencia a la explotación y degradación laboral, a la discriminación nacional y étnica, a la opresión en sus múltiples formas, son los instrumentos con los que contamos para democratizar el orden global, para resistirnos al proceso de cercenamiento de libertades en nombre de la “globalización”.

Queda por supuesto poner en tela de juicio los alcances de la división internacional del trabajo, que es tan condicionante de las vidas de individuos, urbes y regiones del mundo, y que tiende a concentrar en forma descomunal el poder de decisión en gigantescos aparatos políticos y económicos.

¿Será adecuado continuar con una organización global que no refleja las aspiraciones de la mayoría del planeta, tratando de dotarla de un sesgo más “social”, como plantean algunos críticos de la globalización?, ¿o será necesario volver a distribuir “poder” hacia abajo, descentralizando capacidades productivas y decisiones políticas incluso si eso implica perder “escala” para las innovaciones productivas o tecnológicas?

Hoy la economía es vivida por las mayorías como un terreno de restricciones, como una fuente de noticias angustiantes, amenazantes, agobiantes. No tiene por qué ser así: podría operar exactamente en un sentido de acompañar, apoyar, respaldar la ampliación de las libertades personales, comunitarias, regionales. Podría liberar precisamente a los individuos de la angustia existencial del sustento, pero también de la angustia de la competencia y la acumulación individual.

En el caso particular de Argentina, podríamos promover una fuerte expansión de libertad, ya que contamos con sobrados recursos materiales y humanos para garantizar condiciones de vida buenas para toda la población, lo que transformaría dramáticamente el violento cuadro cotidiano provocado por una injustificable y opresiva distribución de la riqueza.

La aplicación inteligente de los recursos que nuestra sociedad genera actualmente no sólo aliviaría rápidamente los cuadros sociales más graves, sino que permitiría acelerar sorprendentemente la provisión de los bienes y servicios que la población necesita, resolviendo problemas que hoy parecen parte de la “naturaleza subdesarrollada” de nuestro país, o que demandarían un prolongadísimo tiempo para encontrar una resolución efectiva.

Una expansión de las libertades individuales y colectivas sería imaginable no sólo para aquellos cuya vida cotidiana es un sinfín de privaciones, restricciones y problemas, sino también para todos los innumerables talentos que, desde el arte hasta la ciencia, están limitados por restricciones innecesarias, por la inexistente igualdad de oportunidades producto de la pésima utilización de los recursos económicos tanto por parte del Estado como por los actores económicos privados.

El neoliberalismo globalizado tiende a que los individuos introyectemos y naturalicemos las restricciones materiales impuestas por un orden económico específico, el de las corporaciones globales que se han autonomizado de cualquier orden público democrático. Se nos enseña cómo deben ser las cosas: “el mundo es así”, “adáptese a su minúscula cuota de libertad material o compita con su prójimo para obtener una cuota mayor”. No hay dudas de que ese falso conocimiento, devenido en sentido común, es uno de los elementos que deberán ser removidos.

La recuperación de la imaginación económica es, entonces, una condición necesaria para que las sociedades y las personas podamos alcanzar –no dentro de tanto tiempo– niveles superiores de libertad.

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