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Un poder ni derecho ni humano

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ENSAYO (Eduardo S. Barcesat) / No es representativo ni republicano. Se fundó como poder aristocrático y vitalicio para preservar el derecho de propiedad privada ante eventuales “desvíos populistas”. En democracia, apela para resguardarlo al control de constitucionalidad que no invoca en períodos de excepcionalidad institucional, y, cuando los derechos humanos priman sobre los subjetivos...
ENSAYO / No es representativo ni republicano. Se fundó como poder aristocrático y vitalicio para preservar el derecho de propiedad privada ante eventuales “desvíos populistas”. En democracia, apela para resguardarlo al control de constitucionalidad que no invoca en períodos de excepcionalidad institucional, y, cuando los derechos humanos priman sobre los subjetivos, se une al partido del poder para frenar la transformación. Un examen crítico del Poder Judicial que nos convoca a una tarea colectiva de reforma constitucional.

Por Eduardo S. Barcesat
Profesor titular consulto, Facultad de Derecho, UBA. Convencional nacional constituyente, año 1994.

Fotos: Sebastián Miquel

Se enseña en nuestras carreras de abogacía, y es así, que el Poder Judicial de la Nación Argentina se tomó del modelo de la Constitución de Estados Unidos. Por ello, no es ocioso recordar que en El Federalista, obra de tres de los “fathers” de la Constitución estadounidense, se vuelca, con toda franqueza, que el poder aristocrático y vitalicio que ejercerán los jueces es para prevenir y preservar derechos –fundamentalmente, el de propiedad privada– “ante posibles desvíos demagógicos y populistas en que pudieren caer los poderes políticos”.

A poco que se examine nuestra Constitución Nacional, se advertirá que el único de los tres Poderes que conforman el Gobierno federal de la nación que no satisface los requisitos de “representatividad” y “republicanismo” es, precisamente, el Poder Judicial. No hay forma alguna de control popular sobre el accionar y desempeño de los jueces, y es el único Poder cuyos integrantes reciben un mandato vitalicio, sólo revocable por mal desempeño o comisión de delito en el ejercicio de la función pública. Ni siquiera tras la reforma constitucional del año 1994 se pudo modificar la naturaleza del Poder Judicial, ya que no se previó la integración por voto del pueblo de la nación, titular de la soberanía (art. 33 de la Constitución Nacional) y del derecho de libre determinación (Pactos Internacionales, ONU, art. 75. inc. 22º), de un órgano esencialmente político, el Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación, que no ejerce potestad jurisdiccional alguna, sino que interviene en la selección de los futuros magistrados, ejerce el poder disciplinario sobre los mismos –con exclusión de los integrantes de la Corte Suprema, que quedan regulados por el procedimiento del juicio político– y administra su presupuesto, facultad esta última que ha sido repuesta o fagocitada en titularidad de la Corte Suprema.

Precisamente, la reforma del Poder Judicial propiciada por el Gobierno de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner tenía su eje nodal en la integración de los estamentos (jueces, abogados y académicos) por el voto popular. Como es sabido, la Corte Suprema pulverizó esa reforma, a la que, inicialmente, dio señales de prestarle consenso.

Cierro este cuadro introductorio recordando que ese modelo de Poder Judicial reconoce también entre sus orígenes la tutela de uno de los derechos –el fundamental– consagrados por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. No es el primero sino el decimoséptimo, el que cierra la Declaración, referido al “sagrado” derecho de propiedad privada.

Y así lo ha sido a lo largo de toda su historia. Podían conculcarse los bienes jurídicamente tutelados de la vida, la libertad y la integridad física o psíquica de la persona humana: ello no ponía en riesgo el modelo capitalista y demo-liberal burgués. Ahora bien, bastaba que se cometiera así fuera un “rasguño” a la propiedad privada para que los jueces, a coro, proclamaran que “la democracia se vuelve desmedrada y puramente nominal”.

Jamás, bajo la dictadura cívico-militar, que tronchó vidas, libertades y la integridad física y psíquica del ser humano, se pronunció, por juez alguno, enunciado semejante al invocado en el párrafo precedente.

La injusticiabilidad del poder

Todo poder en la historia social se presenta a sí mismo como ejercido en nombre de otros y para beneficio de los mismos; nunca para provecho propio o de su clase.

El poder es para ser ejercido sobre los otros, los “súbditos”, los que no han nacido para el ejercicio del mando (Platón).


Es ajeno a su naturaleza que los actos y decisiones del poder sean revisibles en sede judicial.

Los enunciados sobre la infalibilidad de monarcas y papas (“the King can do no wrong”) expresan esa esencia de injusticiabilidad del poder.

Tal vez su más dramática invocación la haya formulado el abogado Morrison, defensor de Luis XVI, antes de que la guillotina, esa muerte límpida y abstracta –Foucault dixit–, separara su cabeza del cuerpo: “un Rey debe reinar o morir, pero nunca –nunca– ser juzgado”.

Ese principio de injusticiabilidad del poder tiene su reformulación en los sistemas y en la ideología jurídica del demo-liberalismo burgués, bajo el enunciado de “las cuestiones políticas no justiciables”.

El porcentaje de sentencias en que los jueces invocan ese principio es una muestra del grado de concentración del poder. Basta con leer las sentencias con que rechazaban los hábeas corpus, sea que fueran por detenidos o detenidos-desaparecidos, para advertir el “dosaje” de invocación de las cuestiones políticas no justiciables.

Y lo notable es que en nuestro sistema constitucional no se las nombra ni se dan los datos constitutivos de las cuestiones políticas no justiciables. Es un fantasma de la retórica jurídica.

Sólo el artículo 19 de la Constitución Nacional, sabiamente, excluye del poder de los magistrados lo que no daña a terceros ni ofende la moral o el orden público. Ese, y no otro, es el único ámbito de la injusticiabilidad del poder.

El deber primero de los jueces, conforme el artículo 3 de la primera ley (Nº 27, año 1866) de organización del Poder Judicial de la Nación, que permanece vigente, “es asegurar la observancia a la supremacía de la Constitución Nacional aun por sobre los actos de los otros poderes que estén en contradicción con ella”. Resulta un dato curioso, paradójico, que nunca lo hayan invocado en períodos de excepcionalidad institucional; sí en democracia, para anular actos y normas emanados de los poderes políticos que no fueran de su paladar.

Notable contradicción (aparente): cuando se trata de la vida, libertad e integridad del ser humano, los jueces se escudan en las cuestiones políticas no justiciables para confirmar, solapadamente, todo abuso de poder; pero en democracia desempolvan el antiguo enunciado para preservar el “sagrado” derecho de propiedad privada.

La judicialización de la política

La expresión que encabeza este tramo del ensayo también es peligrosa. En efecto, si los jueces dieran cumplimiento a la manda de asegurar la observancia a la supremacía de la Constitución Nacional y, ahora, tras la Reforma Constitucional del año 1994, de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos (denominado control de convencionalidad), tienen la potestad para examinar y revisar la constitucionalidad y convencionalidad de las normas y los actos emanados de los otros Poderes. Y ese control es un avance de la calidad democrática de la sociedad.

Lamentablemente, los jueces han sido formados en la prevalencia del “sagrado” derecho de propiedad privada. No leen, no conocen, no aplican los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que consagran, entre otras conquistas, el derecho de autodeterminación, la independencia económica y la titularidad de los pueblos sobre sus recursos y riquezas naturales. El artículo 1º del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación establece que la Constitución y esos Tratados son la Ley Suprema de la Nación y a ellos deben conformarse todos los otros derechos.

Existe otra lectura de la judicialización de la política que no podemos dejar de examinar. Se trata del “freno” que ponen los jueces a toda norma o acto de los poderes políticos que comporte un avance en la política económica y social.

Puede ser –puede– que, puesto ese enunciado en el Código que los jueces aplican todos los días en sus decisiones, tomen prevalencia los derechos humanos sobre los derechos subjetivos (propiedad privada). Es un largo camino a recorrer, pero está asentada la base normativa, aunque lleve cien años modificar la mentalidad de los jueces.

Sin embargo, existe otra lectura de la judicialización de la política que no podemos dejar de examinar. Se trata del “freno” que ponen los jueces a toda norma o acto de los poderes políticos que comporte un avance en la política económica y social. Dicho de otra manera: si el avance y prevalencia de los derechos humanos sobre los derechos subjetivos pone en riesgo, aunque sea mínimamente, la propiedad privada, base del sistema capitalista, entonces esos jueces sacan a relucir el control de constitucionalidad para frenar tal avance.

Adviértase la complejidad del tema y lo que está en juego. Si nuestro sistema jurídico se convirtiera en una plataforma para la realización efectiva del conjunto de los derechos humanos, como individuos y como pueblo, avanzaríamos hacia una sociedad más justa, más libertaria y más fraterna. Precisamente, los valores-ideas-normas proclamados en el nacimiento del Estado demo-liberal burgués. Pero como ese avance pondría en jaque el “sagrado” derecho de propiedad privada, pues entonces los jueces se suman al “partido del poder” para impedir esas transformaciones.

El que denominamos “partido del poder” es el conformado por las grandes corporaciones trasnacionales y sus organismos ejecutores (FMI, Banco Mundial, Consenso de Washington, etcétera), los medios de comunicación hegemónicos (Grupo Clarín y La Nación, en nuestro país), a los que se suma, como tercera pata, el grueso corporativo y retardatario del Poder Judicial.

Esta es la versión contemporánea del denominado “gobierno de los jueces”.

Colofón

“¿Y de aquí cómo se sale?”, preguntaba Alicia ante el Gran Gato, que respondía con la sabiduría milenaria de los felinos: “depende de adónde quiera ir”.

Si queremos una sociedad efectivamente más justa, libre y fraterna, tendremos que avanzar hacia un proceso de reforma constitucional que sea obra de todo el pueblo, sin cortapisas ni pactos de caudillos políticos; que reforme la parte dogmática de nuestra Constitución (modelo agrario rentístico de los siglos XVIII y XIX) para asegurar la unidad de los pueblos de Latinoamérica y el Caribe; que tutele efectivamente nuestros recursos y riquezas naturales; que lleve adelante una política de derechos humanos, entendida como su realización en la vida material y cotidiana de los individuos y de los pueblos, y en la dimensión del universal “para todos”. Que adecue el Poder Judicial a los requisitos de poder representativo y republicano, que consagre los logros de la década ganada y que sea un ejercicio de anticipación para la profundización del modelo democrático, nacional, popular y latinoamericanista.

Esa es la tarea a que estamos convocados, y para la que escribo este ensayo.

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