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Corrupción, el caballito de batalla

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Por Ileana Arduino / EL FUNCIONAMIENTO EXTORSIVO DE LA JUSTICIA / La cínica cruzada anticorrupción no se limita a nuestro país ni es esencialmente antikirchnerista o promacrista. Convertida en el abracadabra de los sectores conservadores para desatar venganza sobre los procesos populares, la corrupción deviene expresión transfronteriza de persecución. Esta es, sin duda, funcional a ciertas posiciones. Pero lo importante...
EL FUNCIONAMIENTO EXTORSIVO DE LA JUSTICIA / La cínica cruzada anticorrupción no se limita a nuestro país ni es esencialmente antikirchnerista o promacrista. Convertida en el abracadabra de los sectores conservadores para desatar venganza sobre los procesos populares, la corrupción deviene expresión transfronteriza de persecución. Esta es, sin duda, funcional a ciertas posiciones. Pero lo importante está en otra parte: al tiempo que se fortalece lo peor de la corporación judicial, se corroe peligrosamente la política.

Por Ileana Arduino
Abogada con orientación en derecho penal (UBA). Actualmente integra la junta directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP).

Fotos: Sebastián Miquel

Más allá del rezago del Poder Judicial en relación con la democratización institucional que ha alcanzado a otros poderes públicos, el fortalecimiento de los elementos más corporativos del sistema judicial (en el peor sentido de la expresión) se apoya en la invocación acrítica, cuando no cínica, de derechos y garantías institucionales tal como fueron definidos en el siglo XVIII. Independencia e imparcialidad son las favoritas, inteligibles como tales si son históricamente situadas en el tránsito desde las monarquías hacia las repúblicas, pero ocultadoras de privilegios corporativos tres siglos después. Esa abstracción de la independencia y, más específicamente, de la neutralidad judicial fue posible –como bien lo acreditan numerosos debates sobre la relación entre Poder Judicial, sistema político y democracia– porque el Poder Judicial ha logrado sustraerse por siglos de todo vínculo directo con la soberanía popular. Como contrapartida, se mantuvo siempre gravitando en el área de influencia del poder.

Los mismos personeros del Poder Judicial que hasta hace poco eran señalados por su tendencia al autocondicionamiento o la sumisión frente al poder ahora aparecen hiperactivos e imponiendo condiciones. Las dos caras de la misma moneda: la de la magistratura judicial reducida a la dinámica mercenaria.

A falta de plumas literarias como las que Borges o Martínez Estrada ofrecían para caracterizar la época bajo la idea de monstruosidad, corrupción es el caballito de esta batalla contra ciertas expresiones de la política; circula en forma de denuncia televisiva o causa penal, bajo la conducción de jueces y/o fiscales que invocan su condición independiente como todo móvil y su autoproclamada imparcialidad como garantía de calidad.

Si son confrontados con la pasividad previa frente a idénticos hechos, ensayan explicaciones autovictimizantes en nombre de esa misma independencia para eludir su responsabilidad por los momentos en que los términos de las relaciones con los entonces poderes de turno –políticos, empresarios, mafiosos, los que fueran– eran los de la inacción, “planchar o pisar el expediente”.

La Justicia federal en “Modo operación-ON”

Dejar al descubierto que los fierros ya no eran militares, que el generalato mediático también estaba agazapado y que su intención era caer sobre los aspectos más medulares de un determinado proceso político, y que allí también jugaban un rol los fierros judiciales, fue una valentía retórica política sin precedentes. Aunque no fuera acompañada con el mismo énfasis por la política judicial llevada adelante, el solo hecho de haber dejado algunas cuestiones tan en evidencia podría explicar parte de la intensidad del ensañamiento judicial dirigido hoy hacia las expresiones políticas más salientes de aquel proceso.

Hubo dos procesos de cambio que empezaron a transitarse en el sentido correcto para la democracia, pero inconvenientes para la lógica corporativa y/o mafiosa: la reforma integral del sistema de inteligencia y la del sistema de justicia penal federal.

En ambos casos, el actual Gobierno retrocedió. En el caso del sistema de inteligencia, llevó las cosas al peor escenario: abandonó la profesionalización como criterio rector, devolvió el manejo de fondos reservados y el secreto como reglas; en fin, restauró el viejo orden de la Secretaría de Inteligencia, ahora en manos de una conducción que combina absoluta ignorancia con amistades con las peores tradiciones de la institución. En el caso de la reforma del sistema de justicia penal, ya aprobadas las leyes con importantes consensos parlamentarios, el todo se desactivó hasta el estancamiento del presente. Cualquiera sea hasta hoy la justificación que se ensaye, no hay modo de ver estos retrocesos más que como una clara victoria de los sectores más autonomizados de la Justicia federal y los servicios de inteligencia, quienes entienden perfectamente que el cambio de sistema no es un problema de optar por modelos, sino una clara disputa de poder y privilegios.

Estos son sólo dos elementos medulares para comprender por qué desde sus momentos más iniciales la Justicia penal federal es señalada como un campo de fuerzas donde las disputas se organizan en base a operaciones de lo más espurias, a veces en dosis homeopáticas, sigilosas, otras veces de manera grosera porque lo importante es que se note bien de qué se trata. Dependerá por caso de los destinatarios.

Así, una informe mezcla de servicios de inteligencia (operadores en la sombra, pero no tanto para que se note), emisarios del poder institucional o fáctico de turno y ciertas cuotas de periodismo servil, moldean gran parte del trabajo que allí se hace. Así lo sostuvieron muchos en soledad, durante décadas, mientras otros caían en la tentación de creer que si se pacta en primera persona o en nombre de tal o cual proceso político se está inmunizado frente a todo, sin reconocer el riesgo de ser también parte del problema.

Hoy, y desde hace un año, vemos la vida política riesgosamente reducida a la peripecia judicial transmitida en vivo durante veinticuatro horas por la usina de turno. Ya nadie puede ignorar el estado de putrefacción sobre el que se asienta ni más ni menos que parte de la vida institucional de la tan aclamada República, la Justicia.

Sin embargo, es elocuente cómo logran aún desviar la atención respecto de lo importante, amalgamando ese show diario con el relato de la pesada herencia y constituyéndose en una gran operación de reciclaje de los mismos de siempre. Nada queda de sigilo: reina la ostentación de las operaciones y en eso hay algo del orden de lo sacrificial, de la ofrenda, pero también de la amenaza, del mensaje cuasi mafioso, con forma de cacería judicial.

Se ofrecen cosas cada vez más espectaculares, se muestran los engranajes más sucios: delaciones, escuchas ilegales, arrepentidos, whatsapp en cadena nacional, víctimas de atentados horrendos y sin esclarecer vapuleadas, fiscales de paseo con políticos opositores a quienes deben investigar, espías denunciados por delitos graves entrevistados casualmente por periodistas que se dicen independientes, funcionarios que se encierran con un prófugo sospechoso antes de que sea puesto a disposición de los jueces de la causa, y podríamos seguir.

Esas son sólo algunas de las manifestaciones del combate al que asistimos. Aunque es largo de explicar aquí, poco de eso es útil desde el punto de vista estrictamente judicial, pero ¿a quién le importa? Eso es otro problema. Allá ella, bien lejos, la justicia.

Mientras el propio Poder Ejecutivo retrocede haciendo concesiones en aspectos medulares como los apuntados más arriba –inteligencia y reforma del sistema penal federal–, debemos comprender que esto que ocurre no es centralmente antikirchnerista o promacrista. Es, ante todo, autopreservación de lo peor de la corporación judicial como agente de los poderes más concentrados, y, como tal, consustancialmente antidemocrático.

Es importante insistir en esto. Las mutaciones en el sentido de las intervenciones del Poder Judicial frente a la “cruzada anticorrupción” son, sin dudas, circunstancialmente funcionales a ciertas expresiones de la política. Pero lo central es que, mientras se fortalecen y reciclan las expresiones más corporativas del Poder Judicial, lo que se corroe peligrosamente es la política como instrumento de mediación principal en las relaciones, tensiones y gestión de los intereses sociales en disputa.

Ampliación del campo de batalla: la escala regional

La “corrupción” así invocada es tan abstracta como se apuntó al inicio respecto de la noción de “independencia” o “república”. Desarmar esa simplificación y preguntarse sobre las razones últimas de esta persecución encarnada en ciertas personas, por caso en Argentina, en Brasil (con la destitución de Dilma Rousseff y la intensificación de la persecución a Lula da Silva) o en Bolivia (con los intentos sobre Evo Morales), es lo realmente importante para nosotros.

A fuerza de repetición, la expresión se va vaciando de complejidad hasta volverse una categoría lombrosiana, sólo inteligible en la medida en que es asociada a ciertos rostros señalados por recién llegados a la vida pública, presencias excepcionales en las escenas de poder. Demasiado tupé. El reverso de esa misma operación que identifica a algunos como la corrupción misma es mantener lejos muchos otros rostros, los de siempre, los habitués, los que no vuelven porque nunca se fueron. Esa doble vara fue particularmente grosera en la reciente destitución de Dilma.

Así, aunque sepamos que la politización de la Justicia no es novedad y que el despliegue o repliegue interesado a través del pacto político-judicial es un sello de distinción de la Justicia federal, ahora el fenómeno está sobregirado porque “corrupción” parece ser el abracadabra con que los sectores más conservadores de todas las esferas de poder desatan venganza sobre los procesos de corte o intencionalidad popular que atravesaron los países de la región en la última década.

De un lado, autopostulados tutores de la institucionalidad y la República que sin mucha vuelta indican que el mundo sólo es posible con algunos pocos más iguales que muchos otros, como reacción a procesos más o menos incipientes –defectuosos, pero con intencionalidad clara– de acumulación simbólica, empoderamiento y redistribución económica sin precedentes, ya no sólo en el país, sino a nivel regional, luego de la larga noche neoliberal.

Esta expresión transfronteriza de la persecución política disfrazada de show anticorrupción es acompañada con entusiasmo imperial, reforzando la idea de que la política es crimen organizado, el crimen organizado es delito y, por lo tanto, la política también.

Todo esto se nota mucho. Pero es así porque la pedagogía del colonialismo requiere, para ser tal, hacerse visible. Al mismo tiempo, esta avanzada necesita de formas jurídicas y ciertos modales para que la cantinela de la institucionalidad cumpla la tarea de construir un sentido que –aunque de común no tenga nada–, a fuerza de repetición, termine por convencernos como pueblos de que lo que está sucediendo es una regularidad institucional, y no un orquestado desmantelamiento de derechos y autonomías conquistados gracias a procesos políticos que plantearon, como mínimo, poner en discusión patrones de acumulación y distribución de capital material y simbólico, junto con una revitalizada participación popular en la vida política desde los inicios de las transiciones democráticas.

Claro que los procesos políticos que gobernaron la región en los últimos quince años tuvieron errores que favorecen esta cruzada hipócrita. Por eso no alcanza con diagnosticar la estrategia con la que avanzan otros ni con señalar que, en todo caso, el campo popular no tiene más corruptos que los que ancestralmente han tenido otros. Hace poco lo definió magistralmente Álvaro García Linera al considerar que la lucha contra la corrupción, para dejar de ser bandera cínica de los enemigos de las reivindicaciones sociales, debe ser un objetivo prioritario del propio campo popular, porque si no el cuchillo llega al corazón del proceso, con costos generacionales. Y, sabemos ya, no se trata ni de mesura ni de trato igual. Esto no es justicia, es venganza. O, más ampliamente, parafraseando una pintada callejera vista en Montevideo: “esto no es Disney, es guerra social”.

Para terminar: una modesta proposición

La espectacularización obscena de ciertos sectores de la Justicia federal ha generado una capacidad de atención que deleita y que algunos aprovechan, aunque sea momentáneamente, para montar la farsa refundacional de la República. Pero otros deberíamos aprovecharla para recuperar herramientas para impulsar transformaciones. Porque, así como hasta aquí se describieron las operaciones que habitualmente se consideran típicas en ese terreno, debemos saber que ellas son posibles porque las reglas que regulan los procesos judiciales y el modo en que se organizan los roles allí dentro son propicias para la extorsión y el ocultamiento.

El fuero federal sigue funcionando con reglas que responden a una matriz inquisitiva, heredada de la colonia, en la que el Poder Judicial sólo extendía el largo brazo del poder real. Una justicia escrita, sólo pública para las partes involucradas, que muchas veces puede ser sometida a secreto sin control eficiente, con declaraciones indagatorias basadas en la presunción de culpabilidad y no de inocencia, con el encierro antes del juicio alimentando impunidad, con jueces que deciden cuándo delegan o no en el fiscal su investigación, con fiscales que se creen dueños personales de los casos, sin controles externos, y que deciden arbitrariamente si articulan o no con equipos especializados, con un altísimo nivel de delegación en las Policías, sólo por mencionar algunos de los patrones procesales con que tramitan estos casos.

A eso se suma una ausencia total de participación ciudadana que se extiende desde el proceso mismo de integración de la corporación judicial al incumplimiento sistemático del juicio por jurados y que, como se dijo antes, es condición de posibilidad de los elementos más extremos del Poder Judicial como corporación autorreferente, escindida de controles reales, proclive a formas de legitimación alejadas de la soberanía popular.

Estas “reglas” son en exceso funcionales al sospechado funcionamiento extorsivo de la Justicia penal federal: si quien investiga no es a la vez quien controla su propia investigación, si los casos se gestionan en audiencias orales y no por el empleado que lleva la causa a la sombra de la oficina, si hay plazos perentorios que impiden el funcionamiento del timonel judicial en sus dos modos básicos (“piso la causa”, “acelero la causa”), la escena que estamos viendo hoy no sería posible.

No quisiera dejar la idea ingenua de que sólo es cuestión de modificar las reglas procesales; pero sí señalar que la resistencia al cambio hacia sistemas procesales más modernos no es puro amor a la tradición procesal previa ni añoranza por las viejas escuelas de derecho: es la opción preferencial para que el sistema de justicia, lejos de ejercer funciones genuinas de contrapeso, sea funcional a esta fase de judicialización obscena de la política.

La reforma profunda del sistema penal federal, con amplia participación ciudadana, es una agenda política concreta, muy superadora de algunas ingenuidades con las que hasta hace poco creímos estar ofreciendo democratización judicial. Hay banderas que las expresiones políticas, hoy opositoras, pueden tomar para superar la impotencia que genera una situación que es de obvia persecución, pero que no va a detenerse a fuerza de indignación.

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