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La voluntad de poder (o crecer incesantemente)

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Por S. Casali / MONOPOLIOS EN LA INDUSTRIA EDITORIAL / A fines de la década del noventa y principios de este siglo se produjo la mayor adquisición de editoriales argentinas en manos de capitales extranjeros. Hoy asistimos al triunfo de los monopolios editoriales y a la resistencia de editores independientes frente a esa propuesta de aplanamiento en serie.

MONOPOLIOS EN LA INDUSTRIA EDITORIAL / A fines de la década del noventa y principios de este siglo se produjo la mayor adquisición de editoriales argentinas en manos de capitales extranjeros, alcanzando una concentración polarizada en dos: Randome House y Grupo Planeta. La “industria” se fue imponiendo a lo “cultural”. Hoy asistimos al triunfo de los monopolios editoriales y a la resistencia de editores independientes frente a esa propuesta de aplanamiento en serie.

Por Silvana Casali 
Comunicadora social. Miembro del Laboratorio de Ideas y Producción de Textos Inteligentes Narrativos (LITIN), FPyCS-UNLP.

Fotos: Sebastián Miquel

Según MICA, principal mercado de industrias culturales dependientes del Ministerio de Cultura de la Nación, el 85% de los argentinos lee diarios, revistas y libros tanto en papel como en pantalla. Si bien 2014 fue un año de récord histórico en cuanto al nivel de producción de la industria editorial nacional –resultado inevitable tras diez años de crecimiento–, también se ha profundizado la concentración en grupos de editoriales transnacionales, hecho que se replica a nivel global.

La falta de una legislación en materia de producción y distribución gráfica que esté a la altura de los reclamos invisibilizados de colectivos de escritores y editores autogestivos salta a la vista como el principal desafío de cara al futuro.

La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual nació de una demanda popular, de una organización férrea y activa por parte de los principales actores vinculados al campo de la cultura y la comunicación, y, finalmente, de una decisión política de vanguardia en Latinoamérica. Sin embargo, la regulación del circuito editorial dista de estar en consonancia con esta ley. Revistas independientes pueden otorgarnos datos concretos acerca de la problemática.

A mediados de enero de este año, la revista Barcelona subió su precio de 21 a 28 pesos. La razón que argumentó fue que, mientras se mantenían los gastos de redacción, los costos industriales aumentaban significativamente (un 30%).

En diciembre de 2015, la Defensoría del Público realizó una presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a la que adhirió AReCIA (Asociación de Revistas Culturales Independientes de Argentina, con trescientas revistas), en la que los editores independientes advirtieron sobre las consecuencias negativas de los decretos desregulatorios en un sector “desamparado de toda legislación que proteja la actividad del monopolio del mercado”. El decreto al que refieren es el 1025/2000, que sanciona la venta y distribución de diarios y revistas, y fue firmado por el ex presidente Fernando de la Rúa.

Hoy basta con mirar el panorama de AFSCA y AFTIC, dos entes autárquicos que, tras una extrañísima alquimia, fueron decretadísimamente desmantelados y fusionados en un Ministerio de Comunicaciones, con sus presidentes removidos (los balances de sus gestiones deben realizarse forzosamente aparte), para entender el límite concreto que los monopolios vienen a imponer al derecho a la comunicación. Se sabe, Martin Heidegger dixit, que la voluntad de poder se mantiene a costa de crecer incesantemente.

El resultado es leer lo que las grandes editoriales –ellas también construyen nuestro imaginario– producen en serie como tendencias de lectura, hablar de los autores a quienes ellas canonizan y de los temas que ellos sugieren: si se trata de corrupción política –Él y Ella, de Luis Majul, fue el más vendido del año– para fogonear el descreimiento de la clase político-partidaria, cuánto mejor.

La pregunta podría ser: ¿es sólo porque estos libros “venden” que son promovidos por las grandes editoriales?

Para Bruno Szister, escritor y editor del proyecto colectivo editorial La Coop, el criterio preponderante de las editoriales monopólicas es lograr un beneficio económico. “Los libros políticos y de historia se vienen vendiendo mucho, y si una editorial publica libros de Majul, Lanata o Sirvén es con esa idea. La coyuntura y la política pueden ir cambiando, pero los grupos editoriales se adaptarán según más les convenga, siempre con el criterio de que les sea rentable. No me sorprendería que una misma editorial publicase libros a favor y al mismo tiempo en contra de un gobierno si es que representa un buen negocio”.

Las publicaciones de libros y revistas independientes asumen la difícil tarea de enfrentar los costos de salir en papel frente a las maquinarias aceitadísimas de las editoriales ya consolidadas.

A eso debe sumarse la liberación de las restricciones a las importaciones de libros, hecho que hace que la competencia con las letras nacionales sea injusta, pues ¿cómo competir con el bajo costo de aquellas que ingresan amparadas en empresas que pagan salarios mínimos para aumentar la competitividad?

Ariel Bermani, escritor y editor del sello Conejos, integrante también del colectivo editorial La Coop, señala que un aspecto central en que se diferencian las editoriales grandes y las independientes es la cuestión económica: aquellas tienen este criterio casi como única guía. “Hacen libros para venderlos rápido y muchas veces priorizan la venta por encima de la calidad. Las independientes apuestan a la obra y acompañan cada libro cuerpo a cuerpo”.

Debemos decir, entonces, que también en materia de libertad de expresión hoy los vientos políticos soplan en contra. Ahora las metas son dos: a la tarea de no retroceder en la defensa de la Ley 26.522 se suma avanzar en la lucha por una regulación democrática de la industria editorial argentina, es decir, regular el precio del papel y los mecanismos de distribución. Bermani agrega que “las editoriales autogestivas se mueven en los márgenes del mercado editorial. Ocupan un espacio chiquito –no pueden competir con la lógica de los sellos multinacionales–, pero necesario. Ahí es donde se van generando los cambios, las renovaciones generacionales, lo nuevo”.

Frente a este panorama de larga data es que surgen proyectos como La Coop que resuelven en conjunto temas que se hacen cuesta arriba por separado. Bruno Szister asegura que uno de esos temas es la distribución: “está encaminado, pero aún no arrancó del todo. También la presencia en ferias, más que nada ferias chicas, cuestión que venimos resolviendo con éxito”. Uno de los últimos desafíos fue aparecer en la Feria del Libro: “hubiera sido imposible para todas las editoriales estar si no fuera por La Coop, por temas legales y de costos”.

La cuestión sobre las editoriales independientes “versus” las estrictamente comerciales-monopólicas es económica y simbólica: el libro que llevamos en el colectivo, adentro de la mochila, o que nos espera en la mesa de luz es parte de las prácticas cotidianas que alimentan nuestras miradas sobre el mundo y nuestros actos en sociedad. Con los libros somos algo más que piezas de una industria cultural.

Esa realidad identitaria es construida en el libro en tanto palabra y soporte, con cada título de ficción, con poesía, con autores clásicos o contemporáneos, que narran nuestros adelantos y retrocesos como país, pero también con los manuales escolares, de ciencia y tecnología, de difusión y, fundamentalmente, de igualdad cultural: de acceso y socialización del libro.

Historia

La consolidación de un mercado de producción, circulación y consumo de bienes culturales a la par de legislación como la Ley de Educación Común de 1884 y la Ley Láinez de 1905 permitieron la ampliación del público lector y la conformación de un espacio editorial cuando hasta entonces la cultura letrada pertenecía al ámbito exclusivo de las élites ilustradas. La educación, con los libros como vehículo del progreso de una nación en formación, se convertía en una herramienta de integración y de paz social.

Las prácticas editoriales fueron variando durante la modernidad argentina, adaptándose a las exigencias de los consumidores: la creación de la Biblioteca Popular de Buenos Aires y la aparición de nuevos lectores (como los inmigrantes en los que se debía despertar un sentimiento de identidad nacional, como los obreros anarquistas y socialistas a los que el régimen conservador reprimía) encuentran el refugio en los folletines, pero también en el quiosco de diarios, con libros a bajo costo que contribuyen a formar la cultura letrada en los barrios periféricos y, con ellos, la figura del editor nacional, cuya labor alcanza la dimensión de profesionalidad y, luego, de negocio.

La década de 1930 fue dorada para una Argentina en la que germinaban nuevas ideas políticas y que intentó cuidar su mercado cultural interno en correlación con la aparición de editoriales como Sudamericana y Emecé (que aún existen, sí, pero la primera integrada a Penguin Randome House para editar obras como El código Da Vinci y la segunda, al Grupo Planeta). La clave de los años de oro eran las políticas colectivas que confluyeron en el Primer Congreso de Editores e Impresores Argentinos, en la Buenos Aires de 1938.

¿Cómo pedirle al actual ministro de Cultura, ex director editorial de la Región Sur de Random House Mondadori Argentina, que comprenda a las editoriales independientes cuya autonomía se ve amenazada?

A aquellos años dorados siguieron la consolidación del mercado editorial interno y la fundación del Centro Editor de América Latina en 1966 con publicaciones de precios accesibles, experiencia interesantísima que, junto con un período de expansión universitaria, surgió bajo una dictadura. Su ocaso se completó durante la segunda era menemista.

El período de crisis del desarrollo editorial nacional llegó con la última dictadura cívico-militar y continuó estancado por el impacto de la hiperinflación alfonsinista. A fines de la década del noventa y principios del nuevo siglo se produjo la mayor adquisición de editoriales en manos de capitales extranjeros, alcanzando la concentración polarizada de las dos editoriales más grandes ya mencionadas, con la evidente ventaja de comprar al por mayor y vender a precios más accesibles que las pequeñas librerías.

Progresivamente, la “industria” se fue imponiendo a lo “cultural”, y hoy asistimos a la victoria de los monopolios editoriales y a la resistencia de aquellos editores independientes frente al aplanamiento que propone en serie esa industria cultural, frente a los desafíos de la era digital.

Según la Cámara del Libro, los índices de producción de 2015 tuvieron un aumento del 10% en relación con 2014. Pese a la polarización de las grandes editoriales, de 26 mil títulos argentinos publicados en nuestro país, tres mil fueron editados por editoriales independientes.

En los últimos años, tan sólo en la ciudad de La Plata nacieron diecisiete editoriales independientes más y se fortalecieron las que ya existían debido a las mejores condiciones para la competitividad y las políticas de promoción llevadas a cabo por el Mercado de Industrias Culturales Argentinas, como lo es una política concreta: la compra de derechos de traducciones.

Por más que parezcan sinónimos, “entender” y “comprender” son dos acciones que no expresan lo mismo. Uno puede entender lo que mueve a una persona a pensar de cierta manera, pero sólo puede comprenderla en tanto haya atravesado una experiencia similar: es decir, cuando esa experiencia se ha hecho cuerpo.

¿Cómo pedirle a Pablo Avelluto, actual ministro de Cultura, ex director editorial de la Región Sur de Random House Mondadori Argentina, uno de los conglomerados editoriales más grandes del mundo, que comprenda a las editoriales independientes cuya autonomía se ve amenazada? Cuarenta y cinco pesos por ejemplar vs noventa y cinco centavos de dólar...

¿Cómo pedirle siquiera que entienda que ser parte del Estado implica no hacer más competitiva la industria nacional o alentar la exportación de libros, sino fomentar el crecimiento de las letras cotidianas que no quieren marquesinas sino un Gobierno que las fortalezca en las negociaciones y en la sola posibilidad de expresión en circuitos garantizados de distribución?

Es decir, que no gane el más fuerte detrás del eslogan “revolución de la cultura”: su victoria significaría deslegitimar el carácter preformativo del lenguaje, remplazar un relato por otro (sí, ellos también construyen el suyo: la revolución de la alegría es relato).

Como sucedió con aquellos veintiún puntos para una comunicación democrática, el contenido nace de las necesidades del pueblo y está al alcance de todos: basta dialogar con los sectores afines a la comunicación popular, Universidades públicas, editoriales independientes, sindicatos gráficos y de canillitas e investigadores de la disciplina.

Para que el Estado regule estos nuevos derechos, la forma es, como siempre, política.



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